6 abril, 2020
El fin del mundo no empezó en Wuhan
El coronavirus provocó una respuesta global y coordinada de la mayoría de los Estados del mundo. ¿Es la primera vez que la comunidad científica entera advierte de una amenaza global que requiere de que los Estados y las sociedades movilicen sus recursos para evitar una catástrofe?

El coronavirus aún no es un problema mayúsculo para la salud del mundo. Puede parecer paradójico pero, de momento, ha generado muchas menos defunciones diarias que otras enfermedades como la tuberculosis o el cáncer de pulmón. Pero, ¿por qué los países y las personas alrededor de todo el globo disponen medidas para frenar su avance, aun cuando estas medidas son costosisimas? La respuesta no se encuentra solo en la rápida difusión mediática o en un gran “pacto” como a los fanáticos de la conspiración les gusta especular. Las grandes corporaciones y las potencias que mueven los hilos del mundo están resignándose a medidas que implican pérdidas multimillonarias y hay un motivo.
La explicación, para la mayoría de los países, es que son preventivas. Los avances científicos y las investigaciones, que se realizan de manera abrumadora y a nivel mundial desde el inicio de la pandemia, permiten anticiparse al crecimiento del contagio. Estas investigaciones varían en sus predicciones, pero coinciden en caracterizar a este virus como un problema que merece tomar medidas extremas. Y es que, la velocidad con que aumentan los casos permite proyectar cuán rápido y cuánta gente se puede contagiar.
Tomando de ejemplo el caso del Reino Unido, en el inicio del brote el primer ministro, Boris Johnson, apuntó a una estrategia conocida como “inmunidad de rebaño”, o al menos la utilizó para justificar su política de mantener el país abierto. La idea era que al contagiarse mucha población y desarrollar inmunidad esto protegería a quienes aún no estaban contagiados (que serían la población de riesgo, aislada). Pero el Imperial College de Londres, una de las universidades más prestigiosas del mundo, lanzó un informe demoledor: de mantenerse sin restricciones se infectaría en un año el 80% de las personas en el país y morirían, en el mejor de los casos, 250 mil.
Esta advertencia científica, y el avance de la enfermedad en otros países, bastó para crear el clima político que obligara Johnson, y hasta el mismísimo Donald Trump, a tomar medidas cuyo costo económico y fiscal es aún incalculable. La ciencia advirtió y fue tomada en serio. Pero ¿es la primera vez que la comunidad científica entera advierte de una amenaza global que requiere de que los Estados y las sociedades movilicen sus recursos para evitar una catástrofe? La respuesta es, trágicamente, no.
Desde hace más de 20 años se viene señalando que el cambio climático es uno de los principales problemas de nuestra época y del futuro. Además desde 2013 el Quinto informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), un organismo creado por la ONU y la Organización Mundial del Clima, reconoce que el aumento en la temperatura media global tiene origen en el aumento de gases de efecto invernadero. También sostiene que las actividades humanas, principalmente en la quema de combustibles fósiles, son las que originan el aumento de estos gases.
A su vez este informe ofrece algunas proyecciones sobre el futuro próximo. Sus modelos representan, cada vez con más precisión, los efectos que tendrá el cambio climático. Hay escenarios más y menos optimistas; todos con consecuencias graves.
En el caso de que las emisiones de carbono se reduzcan lo suficiente para mantener el aumento de temperatura en 1,5 grados centígrados respecto de los niveles preindustriales, un objetivo que está lejos de ser alcanzado aún, las consecuencias para el planeta serían como mínimo devastadoras.
La subida del nivel del mar, el cambio del ciclo del agua en todo el planeta, el aumento en la frecuencia de lluvias excepcionales e inundaciones, mayores periodos de sequías y olas de calor más extremas y frecuentes son algunas de las consecuencias en este escenario optimista.
De por sí estos cambios en el clima afectarán a todos los biomas de la tierra, algunos más críticamente como el ártico, y también acarrearán enormes problemas para la producción de alimento, la provisión de agua, la vivienda y la vida en general de buena parte de la humanidad. Pero esta no es la posibilidad más grave.
“Si no actuamos, la temperatura media de la superficie del mundo podría aumentar unos 3 grados centígrados este siglo. Las personas más pobres y vulnerables serán las más perjudicadas”, advierte la ONU. Y refuerza que “es un problema que requiere que la comunidad internacional trabaje de forma coordinada y precisa para que los países en desarrollo avancen hacia una economía baja en carbono”.
En 2015 se suscribió el llamado “Acuerdo de París”, el cual establece metas de reducción de la emisión de gases de efecto invernadero globales. En esa sintonía los principales países industriales se comprometen a cumplir metas nacionales. Hacia 2019 de los cuatro emisores principales -China, India, la Unión Europea y EE.UU.- ninguno mostraba reducciones significativas. Vale destacar que Washington, bajo el gobierno de Trump, se retiró en 2017 del acuerdo.
La pandemia del Covid-19 sometió a casi la mitad de la humanidad a distintas medidas de cuarentena y aislamiento. Las advertencias de los modelos de riesgo científicos lograron que los Estados tuvieran que tomar acciones más o menos coordinadas sacrificando la ganancia empresaria en favor de la salud. Pero ¿puede el sistema de gobernanza mundial coordinar con la misma inteligencia acciones igualmente radicales contra un mal mucho mayor como el calentamiento global? ¿Existe la posibilidad de una acción mancomunada más allá del repentino pánico global?
La competencia entre empresas y potencias marca de momento una ecuación tan simple como trágica: las energías renovables son caras y menos productivas. La alternativa sigue siendo el petróleo.
Las inversiones que demandaría una transformación energética suficiente son caras y no encuentran ningún incentivo para el modelo de empresa privada que rige nuestra economía. Y a su vez los Estados no quieren hacerse cargo de este coste que los pone en desventaja en la carrera global. A menos, claro, que las cargas se repartan.
¿Será la pandemia un ensayo que permita a la humanidad fijar nuevas prioridades? ¿Es posible hacerlo en un mundo aún dominado por la maximización del lucro privado como guía de quienes detentan la mayoría de los recursos?
Si la pandemia nos llevó a tomar medidas que nunca imaginamos, el cuidado del clima nos lleva a imaginar lo imposible.
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