Batalla de Ideas

5 abril, 2020

Momento de discutir la renta nacional

El presidente insistió la semana pasada con el caso Techint. Pero habrá que ver si rinde frutos. Discutir las ganancias genera más resistencias que ayudar a los que sufren las pérdidas. La urgencia es, tal vez, el mejor argumento a favor de la firmeza.

Alberto Fernández junto a Paolo Rocca de Techint y otros empresarios en un almuerzo de la de la Asociación Empresaria Argentina.

Federico Dalponte

@fdalponte

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Dijo: “Has ganado tanta plata a lo largo de tu vida. Tenés una fortuna que te pone entre los más millonarios del mundo. Hermano, esta vez colaborá”.

Y no hubo malos entendidos. El mensaje de Alberto Fernández estaba dirigido a Paolo Rocca, y entonces, sin más, los titulares lo citaron: “Hermano, esta vez colaborá”. Y ya. Parecía un mendigo reclamando una donación, algo de caridad en medio de la pandemia

Pero la frase continuaba: “Colaborá con los que hicieron grande a tu empresa, porque tu empresa es grande por el trabajo de esa gente”.

La cita: tu empresa es grande por los trabajadores. Parece una obviedad, como aquellas cosas que de tanto repetirse pierden importancia. Y sin embargo, a menudo, hace falta repetirlo. Los trabajadores son los que hacen grandes a las empresas. O más: los trabajadores son los que hacen a las empresas. O más: los trabajadores son las empresas.

Paolo Rocca, seguramente, piensa lo contrario. Y no sólo él. Que un señor empresario pueda condenar a la miseria y al desempleo a cientos, a miles o a millones de personas habla bastante mal de él, pero peor habla de la sociedad que construimos.

Paolo Rocca, por caso, heredó la empresa Techint por mera paciencia. Su mérito, podrá decirse, fue esperar la muerte de su abuelo, de su padre y de su hermano, para así amasar una fortuna de cuatro mil millones de dólares. Ahora, si quisiera, le alcanzaría con destinar el 0,5% de su patrimonio para garantizarles a sus 20 mil empleados en la Argentina un bono de 70 mil pesos para sobrepasar la pandemia. Pero no.

Se dirá, claro, que eso no resuelve el problema, que la empresa no sería rentable, que la solución es ahorrarse unos cuantos sueldos cada vez que los ingresos se achican. Y tal vez sea cierto. O tal vez no: tal vez la solución ahora –y de ahora en más– sea enfocarse en la renta periódica del empresariado, en la parte que se llevan unos pocos de las utilidades que generan muchos.

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Desde que hace medio siglo Juan Perón habló del «fifty-fifty», la consigna se convirtió en objetivo, y el objetivo en resignación. Que los millones de asalariados tengan que conformarse con la mitad de la renta suena absurdo en tiempos de crecimiento, pero además es criminal en tiempos de crisis.

Se trata, al final de cuentas, de una cuestión aritmética. Si la supervivencia de una empresa cualquiera depende de la reducción de gastos, cabría empezar por recortar la ganancia empresarial. Lo cual, está claro, nadie hace por propia voluntad.

Entre 2017 y 2019, cuando la crisis golpeó de frente, la retaguardia estaba llena de empresarios. La desprotección contra los despidos, la vía libre para las suspensiones y la sostenida pérdida del poder adquisitivo hicieron lo demás: la participación de los asalariados en la renta nacional cayó del 52,8% al 45,1% en aquel período.

Desde ese subsuelo el gobierno de Alberto Fernández pretende escalar en plena crisis. Cuando el presidente pide a los empresarios que cedan ganancias no está cuestionando su ánimo de lucro, ni su privativa propiedad privada, sino su voracidad. Entre 2017 y 2019, en el mismo trienio en que los trabajadores perdían a raudal, los empresarios aumentaron cuatro puntos su participación en la renta nacional. Y nadie en el gobierno de Mauricio Macri se inmutó.

En ese marco, llegaron la pandemia y los decretos. Nadie podría decir que este es el modelo de relaciones laborales que el profesor Fernández anhela para tiempos de estabilidad. Pero bienvenido sea para la urgencia. No porque vaya a resolver todos los dramas, pero sí porque cuestiona dos bases del sistema: la ganancia empresarial y la estabilidad de los trabajadores asalariados.

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Como es lógico, la gran duda es hasta dónde llegará el gobierno. O mejor dicho: hasta cuándo durarán las medidas excepcionales, cuánto más allá de la pandemia. Si una cuarentena general de veinte días habilita la prohibición de despidos y suspensiones, lo mismo cabría para una recesión bianual en vías de profundizarse.

De hecho, ni siquiera en 2002 se prohibieron los despidos. Tampoco en 2016, con la afamada y vetada ley antidespidos. La novedad es grata: el coronavirus nos trajo, al menos por dos meses, la estabilidad absoluta de los trabajadores. Una medida que recomiendan los expertos de la Organización Internacional del Trabajo, pero que la mayoría de países repelen, tanto más afectos a imponer indemnizaciones o fondos de cese.

Por otra parte, y de igual modo, si la Casa Rosada identifica que ciertos sectores, su rentabilidad, su concentración, su musculatura, son parte inherente del descalabro económico, no suena descabellado que lleguen iniciativas para limitarlos.

La propuesta de un impuesto extraordinario para quienes hayan entrado en el último blanqueo de activos es, tal vez, el puntapié inicial. Habrá que ver hasta dónde se animan todos: gobierno, sindicales, la sociedad toda. Un ingreso básico universal, un límite a las utilidades empresariales, la cooperativización forzosa de las empresas que entren en quiebra, y algún etcétera por el estilo. Si algo al menos habría que aprovechar, es que los temas están sobre la mesa.

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