Batalla de Ideas

16 febrero, 2020

Los Alfonsín y el antimacrismo

La designación de Ricardo Alfonsín como embajador reavivó las cuitas internas. El ex diputado sostiene que la UCR debería estar más cerca de Alberto Fernández que del PRO, pero el antiperonismo es predilección entre los radicales.

Federico Dalponte

@fdalponte

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El dilema de hoy es similar al de 2002: cómo ofrecerse como alternativa política después de una gestión pro-mercado de consecuencias funestas. Es cierto que la salida de Mauricio Macri fue menos traumática que la de Fernando De la Rúa, pero ambas obligaron a la UCR a reinventarse o perecer.

En 2002 ese proceso lo encabezó otro ex presidente: Raúl Alfonsín, que le había ganado la disputa interna a De la Rúa en 1983 y desde entonces mantenían los odios vivos. Veinte años del chascomusense discutiendo con el cordobés por el rol del Estado.

Desde su banca de senador y con peso propio, el ex presidente se convirtió así en una pieza fundamental del gobierno de Eduardo Duhalde: aportó ministros radicales como Jorge Vanossi y Horacio Jaunarena, y hasta recomendó peronistas como Roberto Lavagna.

Esa cercanía le valió a Alfonsín numerosas críticas internas, que se agudizaron desde 2003, cuando se acercó al recién asumido Néstor Kirchner, casi en espejo al acercamiento que hoy, dos décadas más tarde, tiene su hijo con Alberto Fernández.

El ex presidente había dejado de ser senador en 2002, pero cada aparición suya en Casa Rosada alborotaba a los radicales. Cuando todos recetaban hacer antiperonismo, Alfonsín hacía antimacrismo: “Nuestro adversario es la derecha, sobre todo esta derecha de ahora que no tiene un sentido nacional”, declaraba ante la amenaza creciente del macrismo en la ciudad de Buenos Aires, promediando el año 2003.

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Lejos del mito en que se convertiría tras su muerte, los últimos diez años del ex presidente estuvieron plagados de disputas internas. Sus adversarios proliferaban por doquier y hasta le achacaban haber facilitado la caída de De la Rúa. Sus seguidores, mientras tanto, se organizaban en torno a dos actuales referentes de la pluralidad «albertista»: el embajador Ricardo Alfonsín y el diputado oficialista Leopoldo Moreau.

En ese marco, la UCR se consolidaría durante los primeros años de la gestión Kirchner como un partido claramente opositor, aunque en una versión mucho más moderada que la actual. Al menos hasta 2007, año bisagra en ese proceso.

La sorpresiva renuncia de Lavagna al Ministerio de Economía les había permitido a los radicales explorar la conformación de una alternativa electoral competitiva. Sobraba consenso; lo que se debatía era el perfil ideológico. “Para esa concertación que queremos hacer tenemos límites: el oficialismo por un lado y la derecha por el otro; Macri, por ejemplo”, declaraba Alfonsín durante aquellos meses.

En ese entonces, Lavagna fue la síntesis de un momento crucial, porque su candidatura, aunque extrapartidaria, expresaba el perfil «alfonsinista» de la propuesta política: presencia del Estado como regulador de la economía y, al mismo tiempo, –algo así como– institucionalidad, republicanismo, federalismo, etcétera. Las buenas formas que gustan a los radicales.

Pero no todo resultó como esperan. La postulación del ex ministro no sedujo a los electores. El resultado dejó a Lavagna en un cómodo tercer lugar y consolidó –sin proponérselo– un poder que ganaría en fuerza y autonomía, el de los radicales en el Congreso: Oscar Aguad en diputados, y Gerardo Morales y Ernesto Sanz entre los senadores. Una tríada fundamental para entender el proceso de consolidación de Cambiemos años más tarde.

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En el Senado, el perfil más intransigente al kirchnerismo fue adoptado de manera progresiva, sobre todo luego del papelón inicial: la sobreactuación opositora había llevado a los radicales a oponerse en 2003 a la destitución del juez Eduardo Moliné O´Connor, miembro de la Corte menemista, generando escisiones y renuncias internas.

En diputados sucedió algo similar. Allí el bloque fue presidido hasta 2007 por Horacio Pernasetti primero y por Fernando Chironi después, dos moderados y dialoguistas, sobre todo si se los compara con su sucesor, «el milico» Aguad. Bajo su conducción, los radicales votaron contra la estatización de Aerolíneas Argentinas, contra el fin de las AFJP e incluso contra la ley de movilidad de jubilatoria.

La premisa parecía clara: alianza con todos en el Congreso para hacer oposición acérrima; alianza con los afines en elecciones para –aspirar a– ser oficialismo. Entre 2007 y 2013, los radicales convergieron así con sectores variopintos, desde Libres del Sur hasta la Coalición Cívica, pero excluyendo deliberadamente al PRO.

Esa estrategia se sostuvo incluso en 2011, cuando Ricardo Alfonsín se presentó como candidato presidencial en el cenit de su fortaleza política. Su curva ascendente había empezado en 2009, con su postulación para diputado nacional tras la muerte de su padre y decreció a fuerza de tropiezos en las urnas: sacó el 11% de los votos en su candidatura en 2011 para presidente y el 12% en la de 2013 para diputado. Y adiós.

Desde allí todo fue diferente. Con un rol marginal en la estructura interna, la oposición de Alfonsín (h) al acuerdo con el PRO en 2015 se mantuvo durante toda la gestión de Macri, con críticas reiteradas sobre la gestión de la economía, en un calco de la postura de su padre respecto a De la Rúa. Y ahora la transición, tras otro triunfo del peronismo, parece también una pieza calcada. Cuando todos en su partido recetan hacer antiperonismo, el hijo del ex presidente decidió –otra vez– hacer antimacrismo.

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