29 diciembre, 2019
Loas a eso que llaman «impuestazo»
Un trabajador promedio, una PyME, una monotributista, una estudiante. Ninguno pagará más impuestos. El dinero para financiar la recomposición del consumo saldrá de la cúspide de la pirámide. Pero los afectados braman “¡impuestazo!”.


Federico Dalponte
Es indignante. Es un ajuste. Siempre lo mismo. Nos mintieron.
La catarata de insultos y pataleos contra la nueva legislación tributaria sorprende más por su vehemencia que por su descaro. Alberto Fernández no es ningún revolucionario, pero muchos detractores lo ven como a un expropiador: un tirano que pretende cobrarles forzosamente impuestos a los ricos para regalarles dinero a los pobres.
Y sí. En la Argentina actual, el ingreso promedio per cápita es de 16.500 pesos, con un 50% de la población ocupada ganando menos de 30 mil pesos por mes, con el 49% de los jubilados cobrando poco más de 14 mil y con un tercio de los hogares por debajo de la línea de pobreza, donde precisamente viven uno de cada dos niños y niñas.
En ese marco, debatir el aporte que deben hacer aquellos que están en la cúspide de la pirámide llevó al escándalo a nivel nacional, pero también en la provincia de Buenos Aires. “Es un impuestazo”, repitieron legisladores opositores, economistas ortodoxos y hasta formadores de opinión como Luis Majul, Nelson Castro, Antonio Laje y Alfredo Leuco.
Un «impuestazo» que, para el caso del gravamen a los bienes personales, alcanzará a tan solo medio millón de personas en todo el país. Y a tres millones para el caso de quienes compran dólares para ahorro. Y a otro tanto para quienes vacacionan todos los años en el exterior.
Algo similar se vivió en tierra bonaerense. El gobernador Axel Kicillof propuso que el esfuerzo fiscal recayera mayormente sobre dos de cada diez propietarios. Así, los pobres tendrían aumentos de un 15% –unos 25 puntos por debajo de la inflación prevista– y los ricos, de hasta un 75% –uno 35 puntos por encima–. Aunque naturalmente la minoría afectada protestó.
En ambos casos se partió de un equívoco basal: creer que tener dos mil hectáreas de campo, dos casas o poder comprar dólares es un derecho humano fundamental y no el privilegio de una porción minoritaria de la sociedad. Los que se encuentran en esta posición representan –como mucho– al 20% de la población con mejores ingresos, y no a la totalidad. El interés de clase no marida bien con el interés general, por más que así se lo disfrace.
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El 80% de lo que recauda la AFIP proviene de lo pagado por los consumidores a través del IVA, lo aportado y lo contribuido por trabajadores y empleadores para la seguridad social, lo abonado por los monotributistas y lo retenido por el impuesto a las ganancias.
Y pese a las críticas resonantes, lo cierto es que ninguno de ellos sufrirá incrementos respecto a lo que tributaban antes de la nueva ley nacional. Los trabajadores, las PyMEs, los precarizados de toda índole; todos ellos tendrán los mismos problemas que antes, pero ninguno pagará más impuestos. Otros, en cambio, no correrán la misma suerte.
Se dirá: el gobierno se metió contra el «campo» y contra los ahorristas en dólares. Y en parte es cierto. El impuesto por derechos de exportación representaba en 2015 casi el 5% de la recaudación total de la AFIP. En 2017 Mauricio Macri ya había reducido ese porcentaje a la mitad. Luego, la crisis de 2018 puso de nuevo en la mira a las retenciones, pero en 2019 lo gravado en pesos se licuó por la devaluación.
Alberto Fernández propuso entonces que las retenciones al agro volvieran a niveles propios de un país en emergencia, aunque en niveles aún por debajo del período 2011-2015. Fue en extremo mesurado, aunque no por ello algunos ruralistas cejaron en sus ansias de volver a los cortes de rutas.
Los ahorristas en dólares, por su parte, representan el otro llanto tradicional de los últimos tiempos. Pero de ningún modo un tributo a la dolarización mella el poder adquisitivo de un contribuyente de ese segmento. Hasta tres millones de personas suelen comprar dólares alguna vez a lo largo de un año, pero son apenas la mitad los que lo hacen de manera periódica –es decir, sólo una de cada diez personas activas en la Argentina–.
Los afectados en verdad son pocos, pero representan a los de mayor poder adquisitivo. Y en un país que debe más dólares que los que genera, suena lógico que el Estado ponga un freno a su compra para ahorro o turismo. En cualquier caso, si ese segmento se continúa dolarizando, el pago del nuevo gravamen aportará al fisco cinco veces lo que se recaudó en 2018 por el impuesto a los bienes personales, el otro gran dolor de cabeza de las clases altas argentinas.
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La consultora francesa Capgemini elabora todos los años su ya famoso «Informe Mundial de la Riqueza». De acuerdo a los datos relevados, hay al menos 114 mil argentinos que poseen una riqueza superior al millón de dólares, con un promedio de 15 millones cada uno, según la media regional.
La suma de esas fortunas da 1,7 billones de dólares, unas 37 veces las reservas del Banco Central. Sólo con cobrarles a esos 114 mil contribuyentes la alícuota máxima del impuesto a los bienes personales, se obtendría cinco veces lo que genera en exportaciones la industria minera –siendo a priori menos contaminante–.
Pero además, puertas afuera, la OCDE afirma que la Argentina es el octavo país del mundo en volumen de capitales fugados al extranjero, con al menos 400 mil millones de dólares fuera del sistema financiero local. Según la información declarada, hay 160 mil cuentas de argentinos en el exterior, aunque sólo en los últimos meses ya fueron detectadas por la AFIP unas 400 más sin declarar.
Un síntoma de esa disputa por la riqueza fue el generoso blanqueo de capitales que impulsó Macri en 2016 para activos en negro ubicados tanto afuera como adentro del país. Según el informe elaborado por la AFIP, los 116.800 millones de dólares «sincerados» estaban en las manos de apenas 255 mil personas, el 1,3% de la población activa.
Ahora parte de ese universo de riqueza será alcanzado por la primera ley de la gestión Fernández. Un universo variopinto y blanqueado, pese a que el 80% de lo declarado continúa en el exterior: allí figuran todavía más de 8 mil millones de dólares en cuentas suizas, 17 mil millones en inversiones en EE.UU. y hasta casi 60 mil inmuebles, de los cuales la mitad están en el Uruguay.
Todos ellos contribuirán a engrosar ahora el impuesto a los bienes personales, gravamen a la riqueza física por antonomasia; un tributo que aportaba alrededor del 2% del total recaudado por la AFIP y que desde 2016 –Macri mediante– no supera el 1%.
En rigor, no hay ninguna revolución en marcha. El objetivo de máxima del gobierno es volver a recaudar por bienes personales más del 2% y estimular la repatriación de capitales. No se puso aún sobre la mesa el problema de la evasión, las exenciones vigentes o la subvaluación fiscal de los inmuebles. Ni siquiera habrá por lo pronto impuesto a la herencia o a la vivienda ociosa. La nueva ley es un avance, pero es poco, poquísimo. Aunque muchos insistan en que se trata de un «impuestazo».
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