Batalla de Ideas

20 diciembre, 2019

La izquierda popular y el Estado capitalista (III)

La batalla en, contra y fuera del Estado.

Fernando Toyos

@fertoyos

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Los primeros diez días del gobierno del Frente de Todos fueron jornadas de alta intensidad política. El discurso inaugural de Alberto Fernández ante la Asamblea Legislativa estuvo cargado de anuncios, entre los que se destacó la intervención de la Agencia Federal de Investigaciones, lo cual parece indicar la voluntad de marcar la agenda. La etapa que se abre puede plantearle a la izquierda argentina los mismos dilemas que –con mayor intensidad– atravesó durante el ciclo kirchnerista: ¿qué hacer frente a reformas progresivas adoptadas desde gobiernos que sostienen proyectos políticos dentro de los márgenes del capitalismo? Las posibles respuestas a este interrogante estratégico están, lógicamente, atravesadas por el debate en torno al Estado capitalista.

Luego de los textos carcelarios de Antonio Gramsci, la reflexión marxista sobre el Estado entró en un hiato que se extendería unos 30 años: con el ascenso del fascismo y el nacionalsocialismo y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, un manto de plomo se tendió sobre los proyectos revolucionarios de Europa occidental. En la Unión Soviética, por otra parte, la consolidación del estalinismo implicó el establecimiento de un marxismo de manual como dogma de Estado, cercenando el irreductible carácter crítico del pensamiento marxista, transformándolo algo diferente de sí mismo. Teóricos de la talla de Evgeny Pasukanis, quien sentó las bases de la crítica marxista del Derecho, fueron perseguidos.

En este cuadro, la Tercera Internacional definió al capitalismo de posguerra como un estadio en el cual el capital –en su fase monopólica– se fusionaba con el propio Estado, formándose así un capitalismo monopolista de Estado. En esta caracterización, el Estado es visto –una vez más– como un instrumento de la clase dominante, a la vez que resultaba crecientemente indistinguible del capital monopólico. 

Desde la crítica a esta posición, conocida bajo el acrónimo de stamocap, el guante de la teoría marxista del Estado fue recogido por el llamado marxismo occidental: un espacio que -a diferencia de referentes como Lenin y Gramsci- eran académicos antes que militantes. Agrupados bajo la revista New Left Review, estos intelectuales, que rompieron con el estalinismo a partir de la invasión soviética a Hungría (1956), comenzaron a revisitar el problema de la estatalidad. 

Entre ellos se destacó el grecofrancés Nicos Poulantzas, cuya producción –atravesada por la ruptura con su estructuralismo inicial– sigue influyendo a la elaboración estratégica de las izquierdas a nivel mundial. Luego de un intenso debate con el inglés Ralph Miliband, otro destacado exponente de esta nueva izquierda académica, Poulantzas reformuló su planteo inicial, concibiendo al Estado como la condensación parcial de las relaciones de fuerza entre las clases y fracciones de clase. 

¿Y qué eran las relaciones de fuerza? Quizás sea más fácil definirlas por lo que no son: no son pequeños episodios de lucha, sino que conforman períodos e incluso etapas históricas. Tampoco son hechos monolíticos, sino tendencias históricas que admiten, a la vez, contratendencias: un buen ejemplo de esto es el período de impugnación neoliberal, a contrapelo respecto de la etapa que se abrió a partir de las dictaduras del Plan Cóndor. Pero volvamos a Poulantzas: con este planteo, el grecofrancés alumbró la posibilidad de pensar al Estado como un punto en el que se condensan la estructura -que tiende a la conservación de lo existente- y la lucha de clases, que tiende a su transformación. 

Entonces, actualizando la discusión instrumentalismo-estructuralismo, podemos decir que el Estado no es ni pura estructura, una suerte de máquina insensible a toda voluntad política, ni menos aún pura voluntad. Como condensación de las relaciones de fuerza, el Estado es un aparato cuya función principal es la preservación del orden existente, para lo cual –contradictoriamente– debe ser capaz de procesar, siempre de manera incompleta y parcial, la conflictividad social. Y la conflictividad social, es decir la lucha de clases, es el motor fundamental del cambio. 

Entonces, el Estado, como equilibrio inestable entre conservación y transformación es, también, un equilibro entre los intereses fundamentales de las clases dominantes y ciertos intereses de las clases subalternas que -fruto de la lucha- son concedidas.

Ahora bien, en la práctica cotidiana, ¿con qué se come todo esto? ¿Qué consecuencias políticas tiene este planteo? Volviendo sobre la pregunta del principio, si el Estado es concebido como una pura estructura, cualquier reforma progresiva que el mismo plantee no puede sino ser leída como una medida tendiente hacia la preservación de lo establecido. En cambio, las miradas que ven en el Estado a una mera voluntad o sujeto, tienden a sobreestimar el carácter transformador de la gestión estatal. Esta es la lógica que subyace a los planteos que entienden a “la política” en términos estrictamente estatales, relegando a la construcción de poder popular –en sindicatos, centros de estudiantes, barrios– a una suerte de estadio infrapolítico, o prepolítico. 

En tiempos en los que la expectativa respecto del nuevo gobierno puede llevar a ver en el Estado un bondadoso agente del cambio social, el legado de Poulantzas se encuentra con el de Rosa Luxemburgo, para recordarnos que “la obra reformista se realiza únicamente en la dirección que le imprime el ímpetu de la última revolución, y prosigue mientras el impulso de la última revolución se haga sentir”.

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