Batalla de Ideas

13 diciembre, 2019

La izquierda popular y el Estado capitalista: apuntes urgentes (II)

Gramsci: Estado ampliado, guerra de trincheras y guerra de movimientos.

Fernando Toyos

@fertoyos

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En medio de la vorágine de actos de asunción, anuncios de medidas y los primeros síntomas de reorganización de la flamante oposición pro-neoliberal, concluye la primera semana del mandato presidencial de Alberto y Cristina Fernández. En ese marco continuamos la reflexión acerca de la incipiente relación entre la izquierda popular y el Estado capitalista.

El derrotero histórico se detuvo en Lenin, de quien rescatamos -de modo sintético- su planteo en torno a la necesidad de abolir el Estado capitalista, tras lo cual quedaría en pie una suerte de “semi-Estado” que se extinguiría progresivamente, durante la transición hacia la sociedad sin clases. Corría el año 1917 y Lenin interrumpía esas páginas, que pasarían a la historia bajo el título El Estado y la revolución, celebrando la “feliz interrupción” que las jornadas de octubre supusieron. Unos 22 años antes, el viejo Engels escribía una introducción a la reedición de La lucha de clases en Francia, trabajo de Marx acerca de las revoluciones de 1848. En las páginas de este texto, considerado su testamento político, Engels realizó una crítica del jacobinismo, entendiendo al mismo como una concepción revolucionaria basada en la acción de pequeños grupos organizados. Decía, en este sentido, que “la época de los ataques por sorpresa, de las revoluciones hechas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de las masas inconscientes, ha pasado. Allí donde se trate de una transformación completa de la organización social tienen que intervenir directamente las masas, tienen que haber comprendido ya por sí mismas de qué se trata, por qué dan su sangre y su vida. (…) Y para que las masas comprendan lo que hay que hacer, hace falta una labor larga y perseverante”. 

Lejos de implicar una “renuncia a la revolución”, Engels da cuenta de los cambios acaecidos en aquellos últimos años, marcados por la derrota de la Comuna de París. El Estado capitalista, decía, había perfeccionado a tal punto su maquinaria represiva que la “toma del cielo por asalto” ya no era viable. Este llamamiento a la participación consciente de las masas, como señala el especialista en Gramsci, Hernán Ouviña, constituye un preludio al concepto de Estado ampliado, desarrollado por el comunista italiano, y todas sus consecuencias políticas prácticas.

El punto de partida de esta concepción aparece en los célebres Cuadernos de la cárcel, en los que el sardo -recuperando críticamente las categorías hegelianas de sociedad política y sociedad civil- plantea que las asociaciones que habitan esta última constituyen la trama privada del Estado. ¿Qué quiere decir esto? Que instituciones tales como clubes, sindicatos, partidos, etc. –típicamente catalogadas como “privadas”, por fuera de la estatalidad– son, de hecho, parte de este Estado que se piensa como un Estado ampliado. 

Pero esto, entonces, implicaría que el Estado ya no es más, solamente, una “máquina de guerra del capital contra el trabajo”, es algo más que pura represión. Pues sí, el Estado, dirá Gramsci, como suma de la sociedad civil y la sociedad política es “hegemonía acorazada de coerción”. Su faceta represiva -en las sociedades modernas u “occidentales”- no es más que una “trinchera avanzada” (faceta de la represión) detrás de la que existen “una robusta cadena de fortalezas y casamatas” (faceta del consenso).

De este planteo se desprenden conclusiones políticas de primer orden. La estrategia de poder de la izquierda tradicional, por caso, supone sostener una “tribuna de denuncia” que señale sin claudicación los males del capitalismo, apostando a una suerte de “irrupción de la conciencia de clase”, catalizada por una situación de crisis. En este escenario, las masas reconocerían en su partido aquella voz coherente en su denuncia y, por ende, se organizarían detrás de sus banderas. 

Frente a esta visión, en extremo sintetizada, el planteo gramsciano advierte que –si bien las crisis son momentos de toma de conciencia– la adhesión de las masas supone un trabajo constante y paulatino, que desarticule los imaginarios dominantes. En esta faena se debe avanzar paso a paso, activando los “núcleos de buen sentido” que residen, ocultos, en ese universo simbólico contradictorio que llamamos sentido común. Supone un ejercicio pedagógico, de diálogo, que descubra las huellas y los nudos de la dominación allí donde los propios sujetos y sujetas la vivencian y se la representan. Supone, también, desarrollar una “guerra de trincheras”, de acumulación lenta y perseverante, dentro de esta “trama privada del Estado”: cada barrio, escuela, universidad, sindicato, etc. está imbuido de una lógica, asociada a la reproducción de las relaciones sociales predominantes, que es objeto de disputa. 

A esto aporta la izquierda popular, defendiendo la educación pública y construyendo la educación popular: tomar aquel proyecto civilizatorio de Sarmiento y las élites liberales y convertirlo en el vehículo privilegiado de la movilidad social ascendente y los derechos sociales que a ella corresponden. También aporta desde la intervención sindical, inserta en tradiciones que la anteceden, tomando una herramienta cuya función estructural es regular el precio de venta de la fuerza de trabajo, y construyendo desde allí un vector de organización popular en torno a la condición de clase trabajadora. 

Sin embargo, estos ejemplos –a los cuales podrían sumarse otros tantos– no implican que la estrategia de poder de la izquierda popular, de fuerte inspiración gramsciana, implique algo así como “la toma del poder de a pedacitos”. La acumulación gradual, que la “guerra de trincheras” supone, se da en articulación con momentos de “guerra de movimientos”, caracterizados por ser momentos breves y veloces en los que se puede ganar o perder mucho de lo acumulado, y a veces todo. A diferencia de lo que propone cierta lectura reformista de Gramsci, no existe “guerra de trincheras” sin “guerra de movimientos”.

Análogamente, haber introducido la dimensión consensual y cultural de la dominación capitalista no hace de Gramsci una suerte de “teórico de la batalla cultural” ni un “marxista de las superestructuras”. La exposición de Álvaro García Linera en la conferencia ELAP, donde abogaba por combinar los “momentos leninistas” de confrontación abierta de fuerzas, con los “momentos gramscianos” de irradiación hegemónica, puede prestar a confusión: más allá de su indudable carácter didáctico, no está ausente en Gramsci –como leninista cabal– el momento de confrontación abierta que la lucha de clases supone. En otros términos, no es posible, con Gramsci, entender la “batalla cultural” como algo escindido respecto de los momentos políticos y político-militares de la lucha de clases, los cuales desarrolla en uno de los extractos más famosos de sus Cuadernos.

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