25 noviembre, 2019
Colombia 21N: cacerolazo y resistencia contra el estado de conmoción permanente (I)
Esta es la primera entrega de una serie de artículos que buscan analizar el proceso de resistencia en Colombia contra el neoliberalismo y el Estado genocida en el marco de las protestas y movilizaciones abiertas con el paro nacional del 21 de noviembre pasado.

A pocos días del paro nacional del 21 de noviembre, el presidente colombiano Iván Duque expidió un decreto que preparaba el “Estado de conmoción” ante las manifestaciones, incitando a los gobiernos locales a establecer toque de queda si lo creían necesario y ordenando acuartelamiento de las fuerzas militares. Esta suerte de medida «preventiva» se impuso sin indicios reales de violencia organizada de parte de los ciudadanos y ciudadanas.
Pero este fue tan solo un pequeño indicio que da cuenta del estado actual de la democracia en Colombia que busca esconder el terrorismo de Estado. Contrario a lo que suelen afirmar los medios hegemónicos, el país no es «la democracia más sólida de América Latina». El estado de conmoción es casi una forma de vida para los colombianos, tan estandarizada, que por muchos años llegó a normalizarse.
Esto es producto de una historia que va desde el magnicidio a cinco candidatos presidenciales entre 1987 y 1990 hasta las masacres a partidos enteros como la Unión Patriótica y el M19; pasando por el genocidio contra los campesinos y los pueblos indígenas a quienes no han podido silenciar y por la criminalización total de la protesta social.
Por eso en muchos territorios continúa la resistencia. En medio de la tormenta se han consolidado formas de organización y resistencia, donde la fuerza colectiva se sobrepone al estado de conmoción perpetuo.
Resistiendo se llegó hasta este punto en que los medios y los oligarcas no pudieron seguir tapando todo. Gracias al proceso de paz, la normalidad del Estado de sitio empieza a tambalear, y gracias al trabajo infatigable de organizaciones y liderazgos territoriales se destapan las ollas, haciendo posible la espectacular movilización que se ve actualmente.
Semanas antes, las centrales sindicales convocaban a un paro masivo en rechazo a la reforma laboral y pensional que radicó el partido de gobierno en octubre. A este llamado se sumó el movimiento estudiantil, exigiendo el cumplimiento de parte del Ejecutivo del acuerdo al que llegaron a fines del año pasado. Como si esto no fuese suficiente, el 29 de octubre fueron asesinados cinco indígenas de la comunidad de Tacueyó en el Cauca, y días antes del paro salió a la luz la noticia de que en un bombardeo a un campamento militar, que el gobierno había presentado como un éxito, habían sido asesinados por lo menos 16 menores de edad, de los cuales no se dio ningún reporte.
En un país en el que la cifra de líderes y lideresas sociales asesinados asciende a 777 y la de ex combatientes a 137 desde la firma de los acuerdos en 2016, la exigencia del cumplimiento de estos de parte del gobierno y de garantías para hacer política entraron a ser otro motivo clave para protestar.
Se esperaba que el 21N fuese el paro más grande en el año y así lo fue. Tal y como ocurrió en Chile, no responde a una única consigna en particular, sino que las banderas apuntan a las desigualdades, las pésimas condiciones de vida y la sistemática violación a los derechos humanos.
Colombia y Chile son los dos países de la región en los que el modelo económico neoliberal más ha calado, llegando a un punto en que la desigualdad y la precarización de la vida se hacen tan insostenibles que la población sale masivamente a exigir, a denunciar, a reclamar.
Plan sistemático de pánico en las ciudades
Días antes del Paro Nacional se efectuaron persecuciones y allanamientos injustificados en casas de artistas, referentes estudiantiles y medios alternativos de comunicación. Lo que en cualquier país sería un escándalo, en Colombia fue normalizado por los poderes hegemónicos, incluidos los medios. Al fin y al cabo, es otra rutina “democrática”.
Junto al decreto que habilita las restricciones del derecho a la protesta, se militarizaron las ciudades con días de anticipación. El 21N Bogotá amaneció poblada de militares que recorrían las calles en fila. Esto se repitió en otros lugares como Cali, Barranquilla y Medellín.
Respondiendo al decreto presidencial que habilitaba a los gobiernos locales para dictar toque de queda, el primero en utilizar el recurso fue el alcalde de Cali. A partir de esta medida se limitó la libertad de circulación y asociación en la capital del Valle del Cauca y se inició la segunda fase de la nueva herramienta de pánico del Estado colombiano.
Según lo registrado por la propia ciudadanía y posteriormente corroborado por defensores de derechos humanos y dirigentes políticos la nueva estrategia de pánico funcionó de la siguiente forma:
1. Se instaló en la opinión pública un clima de prevención y vigilancia. De esta forma muchas de las personas que salieron a protestar, se movilizaron bajo la consigna de rechazar y controlar todo acto de violencia que pareciera emerger de la propia ciudadanía. Adicionalmente, se militarizaron las ciudades haciendo eco de esta prevención. La tesis del gobierno es que la violencia ciudadana es probable, por lo tanto, realiza allanamientos, crea un plan de seguridad extraordinario y prepara un marco legal para la represión.
2. El día 21 llegando la noche, se inició la segunda fase con dos acciones paralelas aparentemente contradictorias: decretaron toque de queda y retiraron de las calles a la fuerza pública. Acto seguido se difundieron cadenas de whatsapp con videos de saqueos.
3. A continuación, los policías empezaron a recorrer conjuntos residenciales anunciando a la seguridad privada de los mismos (en Colombia no hay encargados de edificios) que los “manifestantes vándalos” venían en camino a saquear edificios. Se activaron las alarmas conforme avanzaba la policía y los pobladores salieron de sus casas con palos, escobas, machetes y armas de fuego a organizarse para defender sus propiedades (obsérvese la precisión de la medida: en simultáneo se generó pánico, se criminalizó la protesta, se acentuó la violencia y se reorientó la discusión hacia la defensa de la propiedad privada).
4. Se aproximaron a los edificios personas encapuchadas con palos amenazando con ingresar a los conjuntos, mientras que helicópteros policiales sobrevolaron constantemente aumentando el pánico. Hubo tiros al aire e intentos de linchamiento. Fue el paraíso fascista del pueblo cascando al pueblo. Posteriormente los vecinos empezaron a advertir lo extraña de la situación, grabaron videos de los “vándalos” bajando de los camiones de policía e interrogaron a los saqueadores detenidos. Poco a poco se fueron viralizando los resultados de esta indagación: los supuestos “vándalos” habrían recibido 50 mil pesos colombianos (alrededor de 15 dólares) para simular el intento de saqueo. En algunos casos se trató de población venezolana utilizada para cumplir con otro objetivo: acentuar la xenofobia (utilizar migrantes en condiciones de vulnerabilidad como chivo expiatorio es otro de los caballitos de batalla de los gobiernos neoliberales en toda latinoamérica).
Esta operación se realizó nuevamente en Bogotá el 22 de noviembre y en otras ciudades, aunque en menor medida. Sin embargo, el pánico estaba sembrado y los medios pudieron realizar un festín de criminalización, colocando el país en alerta roja y debilitando la credibilidad de la marcha. Fue la propia ciudadanía afectada la que empezó a viralizar videos y explicaciones de los hechos. Progresivamente los medios se vieron obligados a aceptar, aunque parcialmente, la responsabilidad del Estado.
Esta campaña de pánico coincide con una de las estrategias registradas en los análisis sobre las guerras híbridas auspiciadas por EE.UU. para toda Latinoamérica: la teoría del caos. Refiere a un caos administrado (planificado, coordinado y sistemático) en función de objetivos políticos.
Ha sido una estrategia de amedrentamiento en contra de la población por parte del Estado. Una herramienta para estigmatizar la protesta, legitimar la presencia de los militares en las calles, el exceso de fuerza ya común a esta altura del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) y la generación de enfrentamientos entre los sectores del pueblo que sufren la misma dominación.
¿A dónde va el paro nacional?
El fortalecimiento de la matriz de pensamiento del «derecho a la protesta pacífica» como lo nombró Carolina Botero en el análisis del programa “Semana en Vivo” parece ser un consenso total en esa mesa de debate. En las calles sin embargo el consenso es parcial. Este condicionamiento a la protesta que permite invalidar cualquiera de ellas que se salga de la «nueva» norma liberal impuesta a la ciudadanía, es el mayor logro simbólico de la derecha fascista.
Esto genera además una dificultad operativa para las manifestaciones: la tarea de vigilarnos entre ciudadanos y juzgar cualquier acto que se salga del ambivalente «orden democrático», castigándolo y dejando expuestos a los manifestantes ante la policía con lo que ello implica en un país como Colombia.
Estos fundamentos obligan a poner en consideración la hipótesis expuesta por la escritora y analista Carolina Sanín cuando habla de la fundación de un nuevo pacto social entre la derecha y el centro que se estaría realizando en torno a liderazgos falsamente distanciados del uribismo. Lo más preocupante es que su fuerza política estaría articulada a partir de una interpretación acomodaticia de la paz y lo «alternativo».
Pero el intento de desacreditar la protesta social fue desarticulado por la misma ciudadanía, al advertir el orden sistemático de la estrategia policial. Tras develar y viralizar la estrategia de pánico del gobierno, continuaron los cacerolazos. Sin embargo, la represión estatal de parte del Esmad y de las fuerzas públicas continúa. A la fecha se registran dos muertos en el puerto de Buenaventura y uno en Candelaria. En Bogotá, Dylan Cruz, un estudiante de 18 años recibió un impacto directo en la cabeza al ser atacado por el Esmad y finalmente falleció este lunes.
Se acumulan cuatro días de lucha en más de 500 municipios en Colombia, con réplicas en 22 países de todo el mundo (69 ciudades en total). El 21N en Argentina se registró una concentración sin precedentes en el Obelisco: más de dos mil colombianos con expresiones artísticas de poetas, raperos, folclore y sikuris de Bolivia que acompañaron la jornada. El 23 de noviembre siguió con un cacerolazo en el consulado al que asistieron alrededor de 200 personas. Las consignas fueron variadas: contra el paquetazo, desmonte del Esmad, por el respeto del territorio indígena, por la paz y el fin del genocidio.
El paro nacional fue posible gracias a una toma de conciencia derivada del proceso de paz que permitió hacer un viraje radical en los temas de la agenda pública y poner sobre la mesa los elementos estructurales que condujeron a la guerra e impiden a la población una vida digna. Este giro en la opinión no tiene retorno.
La represión se agudiza y el Estado ha tomado sus primeras víctimas en esta batalla, pero el pueblo ha comprendido que la muerte es una política de Estado y grita en coro ¡Basta Ya! No nos callamos más, no olvidamos nuestros muertos, no ocultarán sus crímenes.
Colombia se cansó y Colombia despertó. El paro sigue, Colombia resiste, con cacerolas, expresiones artísticas, manifestaciones y armando redes. Los colombianos en todo el mundo gritan en coro: “Por nuestros muertos ni un minuto de silencio, toda una vida de lucha”.
Juan David Avendaño Amaya (Defendamos la Paz), Ana María Rodríguez (Marcha Patriótica) y Sebastián Castro (Emergentes)
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