22 noviembre, 2019
¿Qué democracia para América Latina?
Los peligros de querer reconstruir el centro político en un escenario de polarización.


Fernando Toyos
El escenario político de la región tiene un antes y un después en las elecciones primarias del 11 de agosto. En los meses subsiguientes, América Latina volcó millones de personas a las calles, en una catarsis que reveló la hasta entonces subterránea impugnación al embate neoliberal que hace algunos años retomó la iniciativa. Pero, como recordaba Marx, todo está preñado de su contrario: si la derrota del macrismo en Argentina, la rebelión chilena y la liberación de Lula parecieron una evocación de la primera década del siglo, el golpe de Estado en Bolivia nos recordó, de un cachetazo, que la historia no se repite.
A diez años del derrocamiento de Manuel Zelaya por parte de las Fuerzas Armadas y el Congreso hondureños, el golpe de Estado en Bolivia –con múltiples rasgos que lo distinguen de los “golpes blandos”– parece reinstalar un clivaje del tipo “democracia contra neoliberalismo”. Una visión con la que polemizamos considerando, en primer lugar, que es preciso problematizar los términos del debate: ¿se trata de la democracia, como concepto abstracto, lo que está siendo asediado? ¿O sería más productivo hablar de las democracias, de estas democracias realmente existentes, plagadas de iniquidades, presos políticos y muertos por la represión estatal, aparatos judiciales al margen del escrutinio popular, monopolios mediáticos, concentración de tierras y un largo etcétera?
Flaco favor le haríamos a los procesos más avanzados de la región que, como Bolivia, reformaron sus vetustas constituciones, democratizando así sus Estados con medidas como la elección directa de jueces y el autogobierno indígena, si los subsumiéramos bajo el rótulo genérico de “democracias”. Allí convivirían, sin distinción ni matiz, con la democracia argentina a la que no se le caen los anillos por tener a Milagro Sala presa hace más de tres años con una causa armada, o la democracia contra la que se subleva el pueblo chileno, estructurada en torno a una Constitución –vaya paradoja- sancionada en dictadura.
No es casual, por otra parte, que un “golpe blando” haya sido eficaz en Brasil, cuyo Supremo Tribunal Federal mantuvo preso por 580 a Lula sin la más mínima prueba en su contra, mientras que en Bolivia hayan tenido que recurrir a un golpe de Estado “a secas”. Es necesario, por otra parte, recordar que quienes gustan de dar lecciones de “democracia” a nuestros pueblos tienen un 60% de abstención electoral y proclamaron presidentes que, como George W. Bush y Donald Trump, obtuvieron menos votos absolutos que sus rivales Al Gore y Hillary Clinton. Peor aún: los países que estos campeones de la voluntad popular levantan como modelo, Colombia y Chile, ostentan guarismos similares de abstención, mientras hacen tiro al blanco con candidatos presidenciales y reservan jugosos privilegios y bancas vitalicias en el Senado para quienes accedieron al poder bombardeando el Palacio de La Moneda.
Es absolutamente cierto, como señaló Martín Ogando, que las clases dominantes tienen cada vez menos empacho en llevarse puesta a la democracia que ellas mismas crearon. Se trata, ante este escenario, de evaluar la tarea que nos toca a los movimientos populares. Frente a la sublevación de los poderosos, que ven a nuestras maltrechas democracias como un estorbo, ¿debemos unir esfuerzos con todos los sectores que busquen “defender la democracia”? Ciertamente, el avance de los sectores que agitan un odio clasista, étnico y patriarcal, a la vez que menoscaban la voluntad popular con reivindicaciones a dictaduras militares y denostaciones a gobiernos constitucionales que consideran “populistas”, debe ser confrontado. Sin embargo, construir la unidad -tan amplia como necesaria- para esta batalla no equivale a disolvernos en ella ni parapetarnos bajo una noción de democracia que, a fuerza de ser compartida, no será mucho más que un compendio de generalidades sin demasiado contenido.
Nuestra democracia debe retomar las mejores tradiciones de lucha de nuestros pueblos y las formas institucionales en las que, en algunos casos, lograron cristalizar: la democracia de las comunas en Venezuela, la democracia del Buen Vivir y los derechos de la pachamama en Bolivia y Ecuador, la democracia cubana –tan popular como negada– cuyas cifras de participación política (no solo electoral) humillan a la modélica democracia del norte, entre otras.
Como caracterizó el dirigente del Movimiento Sin Tierra de Brasil, Joao Pedro Stedile, por más que anhelemos un retorno a los años más apacibles del “giro a la izquierda” latinoamericano, tenemos por delante un escenario de agudización de la lucha de clases. Las victorias, grandes y pequeñas, serán elementos de un escenario caracterizado por la pugna entre quienes pretenden avanzar en las reformas neoliberales –precarización laboral, recortes jubilatorios, reformas impositivas regresivas, etc.– y quienes, con todas las diferencias habidas y por haber, las resistimos. En este escenario, las apuestas por la reconstrucción del centro político, corren el riesgo de ser un edificio emplazado sobre arena movediza. Todos los episodios que atravesó la región en los últimos meses dan señales de esta tendencia a la polarización, incluyendo a las elecciones argentinas de octubre, en las que Macri creció en votos tras una campaña que consistió en profundizar la grieta.
En este marco, insistir en “desengrietar” puede entrañar el peligro de ser –con independencia de la propia voluntad– corrido a la derecha por los constantes tirones que personajes como Trump y Bolsonaro dan para ese lado. Hagamos memoria: hace unos años, planteos como los de José Luis Espert y Juan José Gómez Centurión, ¿no sonaban ridículos? ¿Cómo suenan ahora?
Sin una fuerza contraria, el radicalismo de derecha tiene vía libre para que las ideas más retrógradas que habitan ese imaginario magmático y contradictorio que es el sentido común, se activen y se vayan naturalizando. Como si se tratara del juego de la soga, cosas igual de “alocadas” como la reforma agraria o la nacionalización del comercio exterior podrían comenzar a discutirse, pero para eso hay que tirar de la soga, en vez de pretender quedarse quieto mientras el piso se mueve.
La historia reciente nos muestra que la democracia, como forma política bajo la cual se procesa la lucha de clases, está íntimamente vinculada con las relaciones de fuerza: así, los momentos de avance del protagonismo popular -como las reformas constitucionales- se dieron en momentos de auge del movimiento popular, a la vez que vimos recortadas algunas garantías democráticas una vez que el capital retomó la ofensiva. La democracia del futuro se está jugando en esta disputa, palo a palo, tirón contra tirón.
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