Batalla de Ideas

21 noviembre, 2019

Resistir por tus sueños en una frágil línea de tiempo

Las pedagogías trans protagonizaron una ronda a cielo abierto en Filosofía y Letras en el marco de la reciente Marcha del Orgullo. Invitada por Aquellarre, Viviana González dejó este relato conmovedor sobre los mecanismos de exclusión educativa.

Viviana González

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Cuando tenía siete años comenzaba a leer y a escribir, y con letras cual eslabones encadenaba palabras para poder con ellas formar poesías, y así regalarselas a mí mamá porque se le llenaban  los ojos de luminosos cristales de lágrimas con cada escrito que de mis pequeñas manos recibía.

Era mí superheroína, la persona que yo más quería.

De alguna manera intentaba devolverle todas las caricias que ella me daba, o quizás así suplantar todo los que nos sacó la violencia ciega que mí papá volcó en nuestras personas. Todos los besos, los abrazos; trataba de regalarle así también todo el amor que él nos negó y que a ella hizo falta.

Sobrevivíamos solas mi hermana, mi mamá, y yo; conviviendo con la pobreza a puro pan y mate cocido y la misma nada. Sin vivienda digna, carentes de muchas cosas pero no así de esperanzas y sueños cargados de buenos sentimientos que era todo lo que nos abrigaba.

«Cuando seas grande vas a ser poeta», decía mi madre cada vez que me leía; así también lo afirmaban mis maestras de primaria. 

Y yo les creía.

Porque en cada trozo de papel en blanco que encontraba, con improvisados versos me expresaba. Aunque soñar con eso por el momento no era lo que más me animaba.

Mis sueños eran más pretenciosos e iban más allá… Quería o deseaba ser docente, quizás una docente poeta, eso sí lo podía fantasear.

Ocho años yo tenía en el principio de mi transición, claro que mi identidad ya la tomaba desde que tenía tres o quizás dos.

Once tenía cuando empecé a autopercibirme como Viviana frente a la mirada de una trituradora sociedad que bajo prejuicios te juzgaba y estigmatizaba calificándonos con odio como la semejante nada.

Pero la nada a esa edad parecía no importarme. 

Solo deseaba jugar y en cada juego como si fuera yo un ave, sentía que podía volar.

Y me anidaba bajo el ala de mi madre cada vez que el miedo me intentaba acorralar.

Doce años: terminando mi primaria, me encaminaba al segundo nivel. Este era imprescindible porque no podría jamás llegar a la universidad, a un profesorado, sin haber transitado el secundario y poder llegar a aquella prometedora cima del tercer nivel, el tercer paso que finalmente me formara en quien verdaderamente yo soñaba ser.

Pero el sistema educativo de los años 80 fue extremadamente cruel, y clasista, porque encorsetaba a las infancias a vivir bajo un régimen de una pedagogía claramente patriarcal de un hegemónico binarismo prohibiéndole el ingreso a las persona de mi condición, dejándome así fuera de las aulas, lugar imprescindible y anhelado para mi formación; vulnerando todos los derechos a la educación.

Trece años y lo que no pudo ser en un salón de clases, terminó sucediendo en los pajonales,

aprendizajes que a esa edad todavía no deseaba tener pero no tuve elección, ni tampoco posibilidades.

Los días, las tardes perdieron del sol, todo su brillo.

Vestía sin luz en las tinieblas a los saltos como un pequeño grillo en un gran tumulto bullicioso con un gran esfuerzo por encajonarme y en la oscuridad del silencio, en la soledad de las noches más frías, terminaba por abandonarme.

Catorce, quince, dieciséis, diecisiete, completamente expuesta a todo riesgo y peligro podía verme aventurada a la invencible y desafiante muerte, y yo aún así parada, invisible frente a sus ojos.

Entendiendo que vivíamos en un supuesto país democrático reclamé e insistí por mi educación los primeros cinco años, pero todo resultaba ser en vano.

Pasando ya una década no me parecía que algo fuera a cambiar, y comenzó el desvanecimiento de todos mis sueños y mis fantasías.

Mi niñe poeta de tanta tristeza dejó de escribir. Pasaron los días, las noches, y décadas de violencia hasta que empezó a disgustarme mi manera de insistir para vivir.

Los estragos en mi carne que reflejaba el espejo y de mi piel cansada era todo lo que me derrumbaba. 

Ya entrada en años, desvestida de culpas, sin metas, sin desafíos ni deseos le había perdido el respeto hasta al mismísimo miedo.

Tan solo me encontré siendo una persona que esperaba morir, pero aun así, día a día me repensaba y bajo un escudo de coraza volvía a rearmarme.

Todo lo que podía resistir lo hacía a base de esfuerzo y mucha lucha, la misma que no me permitía rendirme. Fue así que mi camino seguía sin entender bien qué me deparaba la vida.

Hasta el día aquel que a mis 45 años el destino decidió cambiar su rumbo y me encontré sin querer, sin saber, sin buscarlo en el primer lugar de verdadera Libertad de inclusión en el mundo.

Con una inicial voz de acento correntino un docente decía «Bienvenida a la Mocha Celis, chamiga, vas a empezar por fin tu secundario». Y tras esas palabras, tantos años por mi esperada educación. Sentí sus brazos y las paredes del caluroso lugar que sinceramente en esa bienvenida me abrazaban.

Cómo no querer quedarme en este espacio donde por primera vez en mi adultez mis ojos con lágrimas de una emoción intensa brillaban.

Posteriormente descubrí que mi niñe poeta, aquel que creía muerto, solo se había quedado dormido y volvió a despertarse en el cuaderno que traía en blanco en la primera hora de clase; volví a casa con las hojas cubiertas de textos, poemas y frases.

Finalmente, terminé mi tan esperado secundario y ahora voy en busca de alcanzar mis sueños en la carrera de docente. Hoy puedo afirmarte que solo fracasas si dejas de intentarlo.

Por eso mismo nunca permitas que otrxs te digan cómo ir detrás tus sueños. 

Todo lo que desees puedes lograrlo, todo depende de cuánta resistencia le pongas al esfuerzo y al valor por alcanzarlo.

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