15 noviembre, 2019
Bolivia en su encrucijada
Conquistas y paradojas del proceso de cambio, ante el golpe racista.


Fernando Toyos
Se acerca diciembre, y el ascenso de temperatura que se registra en el sur no es sólo climático. Durante las últimas semanas, las crisis políticas en Perú y Ecuador –esta última, con fuertes movilizaciones sociales– junto con la insurrección popular que está impugnando el modelo neoliberal de Chile nos han planteado el interrogante respecto de un nuevo giro a la izquierda en América Latina. El golpe de Estado en Bolivia nos recuerda que, en tanto y en cuanto las clases dominantes ostenten el monopolio de la violencia física legítima, las cosas no son tan sencillas.
Esta nueva rebelión de los satisfechos, que cargan sin empacho contra la institucionalidad que ellos mismos crearon, llega once años después de la llamada crisis de la Media Luna, en la que los ricos departamentos del oriente boliviano (Santa Cruz de la Sierra, Beni, Pando y Tarija) intentaron escindirse del hoy Estado Plurinacional de Bolivia. Estos cuatro Estados comparten la particularidad de estar poblados por una mayoría no-indígena, en un país en el cual los pueblos originarios constituyen el 61% de la población nacional.

Este proceso, que culminó con la derrota de la derecha racista, fue definido por el vicepresidente e intelectual, Álvaro García Linera, como un “punto de bifurcación”, en el cual la disputa entre dos proyectos antagónicos de país se resuelve en una confrontación de índole político-militar. Esta noción, en línea con la “dualidad de poderes” de Lenin y Trotsky, se apoya sobre la certeza de que el fondo último de todo enfrentamiento –por más abstractas que sean algunas de sus formas– es el elemento material de las relaciones de fuerza.
Con la reforma constitucional de 2009 –aprobada en referéndum por más del 60% de los votos– el “punto de bifurcación” quedó saldado en un sentido fuertemente progresivo: la nueva Carta Magna dio origen al Estado Plurinacional de Bolivia, reconociendo a las más de 36 naciones indígenas que habitan su territorio, garantizándoles cuotas representativas en la flamante Asamblea Plurinacional y, muy especialmente, reconociendo parcialmente ciertas formas de autogobierno. El mismo referéndum que aprobó la Constitución también estableció, por un categórico 80%, que ningún ciudadano o ciudadana del hermano país puede poseer más de 5.000 hectáreas de tierra.

Entre 2005 y 2018, la sociedad boliviana atravesó cambios espectaculares que transformaron a uno de los países más pobres de la región en una economía próspera, lo cual se expresa en unos indicadores (crecimiento del PBI, tasa de inflación, etc.) excepcionales. Pero los cambios más profundos no los captura la abstracción de la macroeconomía, sino que se reflejan en su estructura social.
Elegimos el período 2005-2018 porque, de un lado, tenemos la foto de la Bolivia pre-Evo y, del otro, los datos más actuales, dado que 2019 no terminó aún. En estos 13 años, la pobreza bajó un 42% -de un alarmante 59% a un todavía preocupante 35%- mientras que la desigualdad -medida a través del índice de GINI (a menor coeficiente, menor desigualdad)- hizo lo propio en un 25%. La implementación de ayudas económicas para madres lactantes (Juana Azurduy) y adultos mayores (Renta Dignidad), política social sostenida desde el gobierno, ciertamente tiene su impacto en estos indicadores. Asimismo, iniciativas como el bono Juancito Pinto (ayuda económica para niños en edad escolar) pueden verse reflejadas en una prodigiosa mejora de los indicadores educativos: los porcentajes de bolivianos y bolivianas que terminaron el secundario, así como quienes se inscribieron y/o terminaron estudios universitarios y terciarios, se incrementaron en torno al 65%.
Pero los números más espectaculares hablan, en cierta medida, del acceso al consumo: la cantidad de líneas de celular cada 100 habitantes y el porcentaje de la población con acceso a internet aumentó tanto que los porcentajes de crecimiento (arriba del 2000%) pierden sentido. A la vez, son los indicadores más difíciles de leer: por un lado, la tecnología es, cada vez más, un bien de uso común, con lo cual su acceso debe estar garantizado. La tecnología, por otra parte, constituye el ingreso a una cadena mundializada de consumo, hecha a imagen y semejanza de los países que, a costa de la dominación de nuestros pueblos, accedieron a ciertos consumos que no carecen de atractivo.
Dicho en criollo: los iPhones, computadoras, la ropa y un largo etcétera son mercancías que resultan muy tentadoras, cuyo acceso es complicado en países capitalistas dependientes. Los gobiernos de izquierda y progresistas en América Latina elevaron los niveles de consumo de los sectores más postergados entre las clases subalternas, lo cual constituye un indudable logro. Sin embargo, también promovieron el consumo como mecanismo de inclusión social, lo cual redundó en el estímulo del consumismo. En un planeta en crisis debido a la expansión de esta lógica, el horizonte de alcanzar, algún día, los estándares de consumo de los países desarrollados debe descartarse de plano. Más allá de la importante discusión ideológica que esto conlleva, el planeta simplemente colapsaría si toda su población consumiera lo que un estadounidense promedio.
Estos números no son una realidad en sí misma, son apenas un reflejo de una realidad social que, en solo trece años, cambió tan profundamente que ya no parece la misma. Lo que los números no llegan a captar es que, detrás de estas transformaciones recientes, un sedimento de sentidos comunes, jerarquías y privilegios hechos cuerpo, resiste.
Se trata de un golpe contra la wiphala, contra la dignidad, un manotazo desesperado que busca evitar que la igualdad se haga costumbre en los cuerpos de un pueblo que empezó a levantar la cabeza. Hay algo que no parecen tener en cuenta los artífices del golpismo: si hay una resistencia más poderosa que la de aquel que (como ellos) se aferra a sus privilegios, es la de los millones de personas que luchan por no retroceder en los derechos que, con tanto sacrificio, supieron conquistar.
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