El Mundo

14 noviembre, 2019

Soy hija de una mujer silenciosa

En ésta crónica Anahí Pérez Pavez (Buenos Aires, 1986) describe cómo su madre recibió el Golpe de Estado de 1973 en la guardia de un hospital. Escenas que se reactivan en el Chile de hoy y confirman la importancia de la memoria y el relato de los sucesos, revelando las múltiples aristas del trauma.

Anahí Pérez Pavez

@anahiperezpavez

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Soy hija de una mujer silenciosa. Su verborragia aturde cada día cuando llama para preguntarme si estoy, si me fui, si permanezco. Su silencio es un concepto en el país del no me acuerdo, en la localidad del nunca jamás donde yacen el puño cerrado de Victor Jara, los 17 de Violenta Parra y respiran pájaros que trinan por la mañana: “¡Pica el ajo, pica el ají, sale Allende claro que sí!”.

Cuando llegamos a la Posta 3 en realidad no llegamos. Nos habíamos pasado desoyendo el GPS del celular. La pregunté a mamá: “— ¿Es acá?” Y ella me dijo que no, que seguro que no, que era en otro lado. Y resulta que era ahí.

Tuve que perseverar en mi duda para corroborar que la Posta 3 era a la vuelta de la entrada principal del Hospital San Juan de Dios ubicado en Santiago de Chile, cerca de la Estación Central del Metro. Volvimos sobre nuestros pasos por Avenida Maturana y doblamos por calle Huérfanos.

Encontramos por fin la dependencia donde mamá trabajó como administrativa en la Unidad de Estadísticas y Censos hasta el año 1974, sobre la calle Chacabuco. Ella volvió conmigo, “de turista” a su país natal, como ama de casa jubilada de 70 años residente en Buenos Aires. La Posta 3 era un portal antiguo con rejas, a simple vista una entrada de ambulancias. Allí, hacía 45 años, Charo, la que me parió en el Hospital Piñero de Flores, había vivido los episodios que por décadas confinaría al silencio. 

Cuando observó el portal luego de tanto tiempo, lo primero que hizo fue llevarse la mano a la boca como un bozal. Sus ojos color miel se abrieron como dos girasoles crispados por un sol negro. Lo que creí sería un horizonte poblado de nostalgias como nubes significó para ella una tempestad.

Pedí permiso con mi mamá agarrada fuerte de mi brazo, en Chile no te dejan entrar así como así a cualquier lado. Unas enfermeras aceptaron que pasemos «hasta por ahí nomás». Era una sala antaño de urgencias ahora despejada, unos pasillos, un ascensor, unos cuadros recordatorios. Y el llanto de mamá brotó como géiser. Sus índices señalaron a la nada repleta de fantasmas y volvieron a su cabeza consternada, una y otra vez. Frente a las paredes hacía poco pintadas mamá erguía los dedos como disparos: «¡Ahí!, ¡ahí!, ¡ahí! ¡Todos cuerpos, todo sangre!». 

Se soltó de mí y aceleró el paso por el pasillo ahora gris pulcro: “¡Acá estaban las camillas con heridos! ¡Se amontonaban!, ¡hasta en el piso!” 

—Y por ahí -señaló más adelante, en relación a lo que parecía una puerta lateral. «¡Por ahí guardaban los colchones que usamos para salir!».

En la Posta Central de Santiago -una guardia de hospital para los argentinos- recibían a los heridos que llegaban por tierra y aire -contaba con helipuerto- y “como eran muchos, estaba colapsada”, los trasladaban a la Posta 3 de la Quinta Normal -otra guardia-. Aquel 11 de septiembre recibió Charo a las víctimas del golpe de Estado como una empleada de 25 años.

En Google aparecen algunas referencias. Dos artículos. Uno, de la Central Unitaria de Trabajadores de Chile, titula: «A 45 años del golpe cívico militar: Secretaría de salud recuerda a víctimas del Hospital San Juan de Dios». En su desarrollo dice que entre el 15 y el 19 de septiembre comandos militares entraron al establecimiento y detuvieron a ocho funcionarios y que “los cuerpos de siete de ellos, con varias heridas de bala aparecieron luego en distintas zonas como el Instituto Médico Legal, el Cementerio General y el Puente Bulnes que atraviesa el Río Mapocho”. El otro, de CNN Chile, en su interior señala: «Se instaló en la Posta Central una placa conmemorativa al turno de 72 horas que atendió tras el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973». Más adelante la misma nota especifica que referían a «las primeras horas después del bombardeo a La Moneda que, según sus protagonistas, fueron tensas y donde se atendió a los que serían los primeros heridos de la dictadura».

También hay un vídeo de Youtube donde entrevistan a una enfermera que trabajó en la Posta Central durante el Golpe, se pregunta: “¿Por qué tenían que pasar estas cosas por tener otros ideales?”. Y agrega: “A mí no me cabe en la cabeza que los seres humanos como Pinochet sean así, [sic] para quitarles las ideas a la gente”. Sigue: “En cada posta había militares, se llenó de militares con sus metralletas y uno los miraba y sentía temor. Los veíamos subir y bajar, llevaban personas de civil que no sabíamos si eran pacientes o no. La pena que a uno le daba [sic] es: ¿adónde iba a parar toda esa gente?”.

Mi mamá no era enfermera pero recuerda las desapariciones de sus compañeros de trabajo y los rumores de “los cuerpos arrojados al río” que la obligaron a tomar la decisión de, meses más tarde, huir a la Argentina. Desde antes de iniciarse la dictadura su labor era dar cuenta de los ingresos y egresos de personas. Cuando visitamos la Posta 3 y mamá lloró a borbotones me dijo a modo de confesión: «Los jefes, luego de reunirse con los militares me traían papeles para intercalar. Eran ingresos y egresos de pacientes con causas de muerte falsas». Además pasaban cosas inenarrables: 

—Luego del golpe, capaz a las semanas, venían familiares de heridos o amputados a preguntar por un brazo o una mano de algún amigo o pariente. En realidad, hoy creo que venían a buscar información, rastrear paraderos, pero en ese entonces yo no tenía respuestas. Mi respuesta era decir sí señor, no señor. 

Charo lo cuenta con pesar, como si sobrevivir fuera una traición. Tengo que insistir como sargento tras los audios desconsolados que me envía hoy, un año después de aquella visita: 

— ¡Vos no tenés la culpa, mamá! ¡Si decías lo contrario te mataban! 

Del video de la enfermera me impactó la coincidencia. Cómo flotaba en Internet la historia a la que nunca antes había arribado y la veracidad de lo que mamá recién había logrado hacer palabra hacía un año. Cómo aquella visita a la Posta 3 -que se prolongó luego a una Posta Central vaciada de cualquier referencia a la dictadura- hizo que de mamá brotaran verdades como puños.

La muerte se hizo palpable aquel 11 de septiembre de 1973 para ella:

—Yo estaba en la Posta Central. Nos mandaron a la Posta 3 y ahí estaba «el matarife particular». Le llamaban así a la Posta 3 porque ahí iban los que estaban más mal. Pasaban por la Posta Central, no cabían más y los mandaban para allá a los que llegaban mal, mal.- enfatiza y sigue:

 —Pero la Posta Central cuando fuimos con vos estaba casi cerrada, porque antiguamente era grande, toda una esquina. Era tan amplia, era tan importante, hasta había un departamento de quemados, a través de un vidrio se les hablaba.

Su orgullo se cuela en el relato y luego se perturba con otro recuerdo: en un momento de aquellos días nefastos la devolvieron a la Posta Central. Acompañó a sus superiores al helipuerto y a la morgue. Tomó nota y calló lo que ahora le duele hasta ahogarla en llanto frente a paredes inocuas.

—En helicóptero venían los pacos «heridos en combate». Al matarife llegaban los manifestantes reprimidos, los futuros desaparecidos.

Respecto de los civiles la enfermera del video relató: “Me dio pena una lolita [adolescente] que había lanzado arenilla del parque a los pacos, porque éstos le preguntaron adónde va y ella les contestó qué te importa a tí y ellos se dan vuelta [sic] y… ¡Puros perdigones en su cuerpecito! Hicimos un aseo quirúrgico, pasó a recuperación, pero no sé, yo creo que a lo mejor murió. También un compañero de nosotros dijo que fue a dejar los muertos que habían llegado a la morgue y cuando los estaba dejando vio a su propio hermano ahí”.

Creí ver a algunas de las víctimas en los ojos azorados de Charo en la Posta 3, oír los gritos, las corridas. Las enfermeras entonces aflojaron su porte hostil y se dispusieron, piadosas:

“Sí, si aquí fue horrible. Se entiende, niñita”. Dijo una y me miró mientras yo trataba de devolverle la entereza al cuerpo de mi madre doblado por la angustia.

—Le sacaban la shusha [sacar la chucha: golpear, maltratar, pegar, castigar, reprender] a todos. No se podía hacer nada. Agregó la otra.

“Tranquila señora”, alegaron las dos y la animaron: 

-Mire esos cuadros. Son homenajes a las víctimas. Eso ya no va a suceder. Pinochet está bien muerto.

Mi mamá continuó mirando su pasado:

—De aquí sacamos colchones, los pusimos uno sobre el otro y salimos metidos entre los colchones, escondidos, en una ambulancia. Sino no íbamos a poder escapar nunca.

Pienso que esas 72 horas de las que habla el artículo mamá las pasó ahí adentro, entre «cuerpos amontonados bañados en sangre». Intentó trabajar sin ser otra víctima fatal hasta que se escondieron entre colchones y huyeron en una ambulancia.

Charo volvió al trabajo una vez instalado el gobierno de facto. Trató de seguir siendo una ciudadana del montón, pero sus compañeros entre sí desconfiaban. Se ofendían mutuamente si alguien decía algo sospechoso frente a un superior. Si era demasiado amable era un buchón. Si era díscolo no volvía a su puesto. Ya no iban juntos a comer al Chancho con chaleco -nombre cacofónico si los hay, en un país que pone eses entre sus «Ch»-. Tampoco iban a disfrutar de completos o palta reina «al salir de la pega».

-Yo pololeaba con el hermano de la Viola Verdugo -alguien que reaparece en sus relatos y es una anónima-, pero se decía que ella tiraba para Pinochet y eso a mis camaradas no les gustaba. Un día se vino mi hermana y al poco tiempo me vine yo. Dejé a mi pololo y en una carta prometí volver. No lo hice por más de  20 años.

En septiembre de 2018 hicimos el viaje juntas a Santiago donde por fin visitamos los primeros sitios donde mamá trabajó. Antes sólo habíamos ido en familia en los noventa. Hoy prendemos la TV y cada una en su casa cree ver lo mismo. Lo que en los primeros días nos emocionó como antes “la revolución de los pingüinos” de 2006 ahora se opaca con cada muerte. Hacia el séptimo día de manifestación del pueblo chileno en las calles seguido de toque de queda y represión impuesta por el presidente Sebastián Piñera los muertos oficiales ascienden a 19 y extraoficiales a 50. Los detenidos llegan a las tres mil personas y el cuarto día el Colegio Médico presentó un informe al Senado que confirmó que sólo en un hospital hasta aquel momento habían llegado 15 personas con estallido de globo ocular por perdigones. 

Del otro lado del Whatsapp hoy mamá vuelve a la tempestad, a sus 25 años, y trato de darle esperanzas, porque en realidad no vemos lo mismo:

“Piñera va a tener que renunciar. No son en vano las muertes. Van a lograr cambios”, le digo luego de darle play a un video que muestra cómo avanzan los carabineros en la represión hasta el abuso más feroz. Cómo balean a mansalva. Cómo secuestran personas de sus domicilios. Cómo apalean “niños” -así los chilenos llaman a les jóvenes-. Lloro sin que me vea mamá, en ese silencio que permite la comunicación por Internet, pero que no se parece ni un poco al que ella hizo por tantos años.

Charo me responde que ojalá. Que son otros tiempos pero que si hay algo que caracteriza a los chilenos es su tesón. Miro mientras un video de la cantante Mon Laferte que evoca a Violeta Parra: “Me mandaron una carta, por el correo temprano, en la carta me dicen que cayó preso mi hermano”. La letra de esa canción que mi madre me hacía escuchar de chica dice también: “La carta que he recibido, me pide contestación, yo pido que se propague por toda la población, que el león es un sanguinario en toda generación”. 

Canto un “sí” largo, esa palabra final del tema. Como si la verborragia cantarina que me inculcó mamá, esa alegría que velaba su infierno interior, pudiera calmar aunque sea un poco de lo que sentimos frente a lo que pasa. Le doy play a su último audio del día:

—Ay las imágenes que traje de Chile, de la Posta Central, no sé dónde quedaron. ¡Mi país! ¡Qué se arregle todo esto, que esta persona renuncie! Hay que pedirle, no sé, a Dios, a ustedes, a la virgen, a todos los santos, que este tipo renuncie sino va a ser como una guerra, no sé, ¡no puede ser! Varios países están con esa problemática pero, ¿tan grande como la de Chile? No. Venezuela, Ecuador, parte de Brasil, pero, ¿ahora Chile? Porque yo he sabido, hace mucho que yo sé que en Chile todos los turistas, la gente de la buena economía, dice: ¡Ay, Chile que está bien! Sí, está bien: están los de arriba, los ricos, ricos, y los de abajo, los pobres, pobres. ¿Y la clase media?: la casa o la comida, y se acabó. Y siempre digo yo que eso es lo que va a pasar acá también, eh. Si seguimos de esta manera. 

A las 21:25 del octavo día de crisis Piñera tuiteó: “La multitudinaria, alegre y pacífica marcha hoy, donde los chilenos piden un Chile más justo y solidario, abre grandes caminos de futuro y esperanza. Todos hemos escuchado el mensaje. Todos hemos cambiado. Con unidad y ayuda de Dios, recorreremos el camino a ese Chile mejor para todos”.

Es tarde para hablar con mamá pero me dan ganas de decirle –como tituló el cineasta chileno Aldo Francia a su film de 1972-: “Ya no basta con rezar”.

Le doy play al más de un millón de chilenos explotando de algarabía entre humo y banderas mapuches en su reclamo de igualdad en #LaMarchamásgrandedeChile y siento que el silencio de mamá se hizo un grito alado y se unió al frenesí de todos sus compatriotas. Están presentes los que dejaron su cuerpo luchando por la dignidad del pueblo y son honrados en la Plaza Baquedano. Las lolitas y los cabros. Los que pasaron por la Posta Central y los del “matarife particular”. El llanto de mamá. Su rabia. Su palabra. 

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