3 noviembre, 2019
No alcanza con odiar al peronismo
La heterogeneidad será regla en el Frente de Todos, por convicción o conveniencia. “Viene el todismo”, sintetizó Sergio Massa. La convivencia interna no será fácil, pero la cohesión la incentivarán los de afuera, los del universo antiperonista.


Federico Dalponte
Los 40 puntos cosechados por Mauricio Macri reactivaron una dosis de autoestima que parecía perdida en Juntos por el Cambio. Los números no difieren del piso histórico antiperonista, pero la sorpresa en unos y otros inauguró un escenario de resistencia.
“Vamos a volver”, gritó eufórico el intendente saliente de Quilmes, Martiniano Molina, al asumir su derrota a manos del Frente de Todos. Y en parte es ese el sentimiento que abunda en la alianza todavía gobernante: la sensación de que la derrota no fue humillante y eso la torna reversible en el corto plazo.
Algo que en definitiva le sirve a la democracia, dirían los cientistas políticos. La garantía de que los actores no intenten experiencias por fuera del sistema es que conserven alguna esperanza de acceder al poder por la vía institucional. En ese sentido, la unidad entre radicales y macristas es el bálsamo de los antiperonistas. Y esa explica la supervivencia del vínculo.
Si Juntos por el Cambio se dividiera, anularían sus posibilidades de llegar a la presidencia. Algo de razón tenía Ernesto Sanz cuando defendía a capa y espada la conformación de Cambiemos: si nos juntamos –decía entonces–, “este acuerdo está arriba de los 35 puntos, con lo cual hay ballotage en la Argentina”.
El vaticinio fue medio año antes de las elecciones de octubre de 2015, cuando la naciente alianza alcanzó apenas un punto menos del pronosticado por el dirigente radical. Si algo demostró el período político de la posconvertibilidad, es que las experiencias no-peronistas tienen escasas chances de ganar una elección presidencial en primera vuelta, pero muchas de hacerlo en ballotage.
Para eso –entendieron en 2015– necesitan juntarse. Pero para mantenerse juntos necesitan identidad. Y nada identifica más al no-peronismo que el rechazo al peronismo: el antiperonismo como pegamento de las partes. Toda una definición política. Porque en definitiva el no-peronismo podría ser algo distinto al mero antiperonismo –algo con sustancia propia, no definido por mero contraste–. Pero no.
El último que intentó salirse de esa instigación antiperonista fue Raúl Alfonsín, incluso más allá de su presidencia. Tuvo continuos contactos con Antonio Cafiero para gobernar en los ochenta, con Carlos Menem para reformar la Constitución en los noventa, con Eduardo Duhalde para gestionar la crisis de 2001 y con Néstor Kirchner para apoyar los primeros años de crecimiento económico.
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“Son nazis”, escribió la semana pasada Sandra Pitta, ensalzada como voz autorizada por parte de medios críticos al peronismo. La investigadora no es –ni por asomo– representativa del universo no-peronista, pero refleja bien el discurso de confrontación.
A esa fibra apeló el presidente Macri en el último tramo de su campaña para acercarse al ballotage. Desde “dedito acusador” hasta “narcocapacitación”; todo epíteto pretendía incrementar el rechazo al adversario. No alcanzó, pero dejó instalado un discurso de odio que acumula densidad electoral, aunque carece de capacidad programática.
El mero repudio al peronismo puede ganar una elección, pero no sirve para gobernar. Las dos veces que esos sectores refractarios conformaron alianzas para derrotar al peronismo desde la oposición impusieron programas económicos cuyo fracaso terminó desalojándolos del poder sin reelección: 1999-2001 y 2015-2019, misma ortodoxia, mismo alineamiento con el FMI, mismo tropiezo político.
Con todo, esa identidad política definida por la negación del peronismo constituye una porción importante de la sociedad. Las veces que compitió contra el Justicialismo en elecciones libres obtuvo siempre un piso de entre el 30% y el 40% de los votos: con candidaturas fragmentadas en 1973, 2003 y 2011, o con candidaturas unificadas en 1946, 1952, 1983, 2015 y 2019.
El éxito, sin embargo, parece depender últimamente de la división del peronismo. Cuando se discutía la reforma constitucional de 1994, Alfonsín pretendía que hubiese ballotage siempre que el primer candidato quedara por debajo del 50% de los votos. Menem, en cambio, pretendía que el umbral fuera del 40%.
Al final, partida la diferencia, hoy al peronismo le alcanza con no dividirse para superar el 45% que consagra la victoria presidencial en primera vuelta. Y no dividirse significa, en estos términos, que la porción más chica no implique una fragmentación considerable.
Desde entonces, las veces que el Justicialismo fue a las urnas fuertemente dividido tuvo suerte diversa: ganó en primera vuelta en 1995 y perdió en 1999 y 2015. Pero todas las veces que se presentó mayormente unificado ganó con suficiencia y sin necesidad de ballotage: 2007, 2011 y 2019.
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El error de 2015 parece haber dejado su huella. Esta vez, la división del peronismo se limitó a la disidencia marginal de Roberto Lavagna, bastante lejos de la fuerte escisión que significó la conformación del Frente Renovador de Sergio Massa en 2013, que se llevó consigo a un 20% del electorado.
La unidad, al parecer, sólo fue posible ahora por el rechazo a la gestión de Mauricio Macri. Fueron las propias bases del massismo las que empujaron al ex intendente de Tigre a acercarse a Alberto Fernández. Las chances de desalojar a Cambiemos de la Casa Rosada estaban fuertemente supeditadas a esa unidad.
Y en parte es ello lo que sostendrá también la cohesión interna en los próximos años. El crecimiento porcentual del macrismo el último 27 de octubre sólo refuerza esa premisa. Las veces que el peronismo se dividió con fuerza fueron, precisamente, cuando sus líderes más poder acaparaban, y por tanto mayores fricciones internas generaron.
“Parecería que la única oposición que tiene el Justicialismo es la de los mismos actores del Justicialismo”, se quejaba Roque Fernández, por entonces ministro de Economía de Menem, cuando el gobernador Eduardo Duhalde comenzaba a mostrar diferencias con el presidente. Algo similar a lo que hizo Sergio Massa en 2013, oficialista hasta pocos meses antes de presentarse como candidato opositor.
En ambos casos, esas disidencias internas fueron el presagio de derrotas presidenciales y el advenimiento de opciones no-peronistas. Por eso también la fuerte insistencia a favor de la unidad por parte de Cristina Kirchner la noche de la victoria. La historia reciente deja enseñanzas para todos, incluso para radicales y macristas: no alcanza con el odio al peronismo para ganar una elección, pero mucho menos para gobernar.
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