Batalla de Ideas

18 octubre, 2019

El 17 de octubre, el peronismo y la lucha de clases en Argentina

La historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases. Lo mismo podría decirse acerca de la historia del peronismo.

Fernando Toyos

@fertoyos

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«Nos ha invadido el mal del siglo, la lucha entre las clases sociales»

La Nación, enero de 1895. Citado en Poy (2014), “Los orígenes de la clase obrera argentina”

“El único nacionalismo auténtico es el que busque liberarnos de la servidumbre real. Ese es el nacionalismo de la clase obrera y demás sectores populares, y por eso la liberación de la Patria y la revolución social son una misma cosa, de la misma manera oligarquía y semicolonia son también lo mismo”.

John William Cooke, entrevista “El peronismo y la Revolución Cubana”, 1961

La carrera política del teniente coronel Juan Domingo Perón, integrante del Grupo de oficiales unidos (GOU) o Grupo Obra de Unificación, según la fuente que se consulte, comienza con su desembarco en el Departamento Nacional de Trabajo. El bajo rango de aquella repartición es un indicador de la gravitación que la clase obrera poseía hasta ese momento en la arquitectura estatal.

El Estado, como señaló el sociólogo marxista Nicos Poulantzas, es la condensación –siempre parcial, nunca del todo definida– de las relaciones de fuerzas entre las clases sociales. El rápido ascenso de la cartera vinculada al mundo del trabajo –de Departamento a Secretaría y luego a Ministerio– puede así leerse como el impacto de una relación de fuerzas favorable para la clase trabajadora, finalmente traducida al plano estatal. A la vez, constituye la expresión nacional de un proceso más general de integración estatal de las masas, que el teórico y dirigente comunista italiano, Antonio Gramsci, analizó en términos del “Estado ampliado”. La institucionalización de la clase obrera, por ende, implica el reconocimiento estatal de su peso: con medio siglo de experiencia política y sindical a cuestas, el movimiento obrero argentino había conocido numerosas organizaciones de diversas orientaciones.

El anarcosindicalismo, primero, socialistas luego; bajo dirección comunista, los obreros de la construcción protagonizarían una histórica huelga general en 1936. Hechos más conocidos, como la Patagonia Rebelde –inmortalizada por el inmortal Osvaldo Bayer– y la Semana Trágica de 1919, marcan sendos hitos en la constitución política de este sujeto histórico, cabalmente abordada por estudios históricos como los de Lucas Poy, Diego Ceruso y Hernán Camarero. 

Lejos de lo planteado por el llamado revisionismo histórico, la clase obrera no fue un producto de los gobiernos peronistas. Los estudios sociológicos de Juan Carlos Torre caracterizan a la base social del peronismo a partir de la confluencia entre la “vieja” clase obrera –fundamentalmente nutrida por la inmigración ultramarina– y la “nueva”, que se formó a partir de las migraciones internas que comenzaron hacia 1930.

En todo caso, hay que reconocer la lucidez del entonces teniente coronel, que reclamó para sí el poco importante cargo de director Nacional de Trabajo, teniendo la influencia al interior del GOU para solicitar una cartera más jugosa. Comenzaba a gestarse el “mundo bipolar”, ordenado por el enfrentamiento estratégico entre EE.UU. y la URSS, y Perón supo leer la necesidad política de reconocer la gravitación de la clase obrera, otorgándole significativas concesiones materiales y simbólicas, so amenaza de favorecer el desarrollo de tendencias comunistas, a las que describió como una “enfermedad endémica”.

Así, logró extender su influencia sobre el grueso del movimiento obrero, ayudado por los gruesos errores de caracterización cometidos por socialistas y comunistas, quienes entendieron al peronismo como una expresión de naturaleza fascista. Luego de derrocado su segundo gobierno constitucional, los comunistas revisaron su posición al respecto, disolviendo sus organizaciones sindicales y afiliándose a la CGT. Los socialistas, en cambio, mantuvieron su posición profundamente antiobrera, llegando al colmo de actuar como fuerza de choque de la reacción, como documentó el historiador Daniel James en su magnífico trabajo sobre la militancia sindical en los años posteriores al golpe de Estado de 1955. 

La resistencia peronista luchó durante 18 años contra las distintas avanzadas represivas, vieron a sus sindicatos pasar de la legalidad a la ilegalidad en sucesivas ocasiones y a varios militantes y dirigentes asesinados y desaparecidos, en la sucesión de dictaduras y gobiernos dudosamente democráticos, sostenidos sobre la proscripción del partido mayoritario. Durante estos años, esta agudización de la lucha de clases, junto con la influencia de la Revolución Cubana abrió un período de radicalización política, sintetizada en dirigentes como John William Cooke que intentaron tender puentes entre ambas tradiciones e idearios.

Entre 1955 y 1976, la política argentina estuvo atravesada por lo que los sociólogos Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero definieron como un “empate hegemónico”: ni el capital transnacional, aliado con la gran burguesía agraria; ni la clase obrera aliada con la “burguesía débil”, de carácter mercado-internista –según el politólogo Guillermo O’Donnell– tenían la fuerza para imponerse sobre el otro bloque y desarrollar un proyecto de país.

Para romper este empate, la clase dominante apeló al terrorismo de Estado, inspirado en las técnicas de contrainsurgencia aplicadas por el ejército francés en Argelia, y por la doctrina militar estadounidense, difundida en la región a través de la Escuela de las Américas. Esta contraofensiva continental del capital tuvo su caso testigo con la dictadura chilena y, tres años más tarde, se cebaría sobre las entrañas de la Argentina, consumando una derrota histórica de la clase trabajadora y las clases subalternas en su conjunto, cuyas consecuencias se extienden hasta hoy.

Pero, como decía el inolvidable Eduardo Galeano, «en la historia (…) cada acto de destrucción encuentra su respuesta, tarde o temprano, en un acto de creación». Ya hace algún tiempo que la hegemonía que el capital construyó a partir de la ola de represión y muerte empezó a mostrar fisuras, alumbrando un ciclo de rebeliones antineoliberales que catapultaron a nuevos actores y actrices, gestando nuevos proyectos emancipatorios. En Argentina, uno de estos actores son los “descamisados del siglo XXI” que -hoy como ayer- expresan la emergencia de un nuevo sujeto político que tendrá, sin duda, un gran papel en la construcción de una sociedad sin esclavos ni excluidos. 

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