Cultura

16 octubre, 2019

«El camino» o los riesgos de las secuelas

Después de varios meses de espera de los fans de Breaking Bad, que incluyeron misteriosos tuits de Bryan Cranston y Aaron Paul, y un adelanto de Netflix en agosto, finalmente el pasado viernes se estrenó El camino, la secuela de la serie que es ya un hito en la historia de la ficción televisiva.

Victoria García

@vicggarcia

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Creada originalmente por Vince Gilligan, y emitida por primera vez en 2008, Breaking Bad cautivó a millones de espectadores en todo el mundo y cosechó premios diversos y elogios de la crítica. 

En cinco temporadas su protagonista, Walter White –interpretado por Cranston– pasó de ser un científico frustrado por las falsas promesas del sueño americano, y enfermo terminal de cáncer, a un villano memorable, anti-héroe del narcotráfico local en la ciudad de Albuquerque, en el Estado de Nuevo México.  

White –alias Heisenberg– tenía una sentencia de muerte desde el primer capítulo de la serie, cuando en el día de su cumpleaños número 50 le habían diagnosticado un cáncer de pulmón inoperable. Al final, el personaje no muere a causa de su enfermedad sino en medio de un tiroteo descomunal que él mismo provocó, enfrentándose a un grupo de neonazis, unos de los tantos criminales que quisieron rivalizar con él –infructuosamente– en el negocio de la producción y venta de metanfetaminas.

El protagonista se iba a morir de cáncer desde el primer capítulo, pero se terminó muriendo como él quiso: siendo Heisenberg y no Walter; haciendo eso que, como acaba por confesarle a su esposa Skyler en la quinta temporada, lo hacía sentir bien.

Con un personaje muerto desde el vamos, era difícil pensar en una secuela de la serie. En 2015, dos años después de la finalización de Breaking Bad, se estrenó Better Call Saul, precuela creada por el mismo Gilligan y el guionista Peter Gould, centrada en el personaje de Saul (Bob Odenkirk), el abogado de dudosa reputación que colabora con White y Pinkman en evitar que la policía y la justicia los descubran. 

Al principio de la serie, el protagonista no es Saul sino “Jimmy» McGill: como en Breaking Bad, también aquí se trata de la transformación de un personaje que progresivamente dejará atrás su sujeción a la ley –esa que supuestamente le depara su profesión– para convertirse en el abogado criminal que defenderá a Mike Ehrmantraut (Jonathan Banks), matón a sueldo involucrado en el narcotráfico que también integra el universo de personajes de Breaking Bad

Walter White no habría llegado a ser Heisenberg sin la ayuda de su co-protagonista: Jesse Pinkman (Aaron Paul), exalumno adicto a las drogas que lo introdujo en el oscuro mundo del tráfico de metanfetaminas.

Breaking Bad, de hecho, se había centrado en buena medida en los engaños y manipulaciones a los que White sometía a Pinkman, para forzarlo a que no abandonase el negocio del cristal que habían emprendido por la iniciativa de aquel.

Si para Jesse el tráfico de metanfetaminas había sido, aún contra su voluntad, un camino de ida, El camino, la secuela, intenta construir para este personaje un itinerario propio. Ya librado de su sujeción a White, Jesse podía –por qué no– rehacer su vida.

Pero El camino se queda corta en ese sentido. Más que una película, le proporciona al personaje de Pinkman un episodio-epílogo, que cuenta su fuga posterior al espectacular tiroteo en que muere White. Algunos flashbacks le permiten a los creadores devolver a la pantalla a otros personajes importantes de la serie: Saul, Mike, Jane –la primera novia de Jesse– y, por supuesto, el mismo Walter White. 

Hay algunos atisbos de un Jesse más fuerte y seguro de sí, experimentado en las tretas de las que hay que echar mano cuando se lidia con la policía y con criminales muy violentos. 

Pero, sin dudas, la historia no le hace justicia a un personaje que en la serie original había mostrado matices ricos.

Como lo señala Jorge Carrión en Telesheakspeare, Breaking Bad explotaba, igual que otras series contemporáneas, la condición dual de sus personajes: las dobles identidades, los secretos de familia y las vidas clandestinas tejidas al margen de la ley. La serie mostraba así el lado B, extremadamente violento, de un hombre aparente común y de su «típica» familia estadounidense.

En cambio, El camino no logra (re)construir el personaje de Pinkman con los dobleces y matices que había desplegado la serie –y que también resulta efectivo en Better Call Saul, para el personaje del abogado–.

La liberación de Pinkman en El camino es, así, incompleta: independizado de White, parecería ahora quedar preso de las directrices del mercado, en cuya lógica el éxito fenomenal de Breaking Bad parecía hacer de una secuela una tentación irresistible.

El final de la serie de Gilligan había sido rotundo; casi perfecto. Lo fue, en parte, porque contraponía una muerte (la de White) a una posibilidad de vida (la de Pinkman). Aun así, los creadores no pudieron resistir a la tentación de la secuela –que siempre es riesgosa–. 

En estas condiciones, quizás convenga resistirse a El camino como espectadores. En el territorio siempre libre de la imaginación, acaso exista una mejor vida posible para Jesse que la que propone la película.

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