Batalla de Ideas

17 septiembre, 2019

Grabois, Mayo, Sarmiento y la oligarquía con olor a bosta

Hace unos días Juan Grabois se atrevió a mencionar una antigua consigna programática: la reforma agraria. Rápidamente hubo múltiples respuestas, fundadas, infundadas, pero casi en todas con un cierto desprecio al atrevimiento de cuestionar el régimen de propiedad de la tierra y a sus propietarios.

Julio Bulacio*

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“Si, aristocracia con olor a bosta de vacas”

Domingo Faustino Sarmiento

“Yo estoy hace tiempo divorciado con la oligarquía, la aristocracia, la gente decente a cuyo número y corporación tengo el honor de pertenecer, salvo que no tengo estancia”

D. F Sarmiento, carta a Avellaneda

El pensamiento del “ala izquierda” de Mayo y el problema de la tierra

La necesidad de suprimir el latifundio fue uno de los planteos programáticos fundantes del “ala izquierda” de los revolucionarios de Mayo. La lucha para destruir al colonialismo español incluía discutir la distribución de la tierra, como lo indicaba el pensamiento ilustrado y sobre todo la teoría de los fisiócratas, para quienes la tierra era como la madre de todas las riquezas. No por extranjerizantes sino porque comprendían que en la realidad concreta americana se jugaba allí una partida definitiva. “Tendremos siempre un ojo clavado en el progreso de las naciones, y el otro en las entrañas de nuestra sociedad”, decía Echeverría en el Dogma Socialista. Incluso españoles embebidos de aquel espíritu como Félix de Azara o Pedro Antonio Cerviño fueron partidarios de la distribución gratuita de la tierra, considerando que era la mejor manera de garantizar el poblamiento del territorio, la explotación productiva y el cobro de impuestos a esos nuevos propietarios. La ocupación de las tierras era un problema para la construcción de un Estado nacional: el censo de 1744 informa que había solo 186 propietarios  sobre 6033 habitantes de la campaña de Buenos Aires.

Esas ideologías y esa realidad determinaron la visión del “ala jacobina”. Baste leer en El Semanario de Agricultura, Industria y Comercio para encontrar al propio Juan H. Vieytes (el mismo que conspiraba – trabuco en mano – en la jabonería de nuestro recuerdo escolar) afirmando: “Déseles en propiedad aquella porción de tierra que se estime necesaria no solo para su precisa subsistencia, sino también para que pueda de algún modo adelantar su fortuna por medio de su constante aplicación”, bregando para que los pobres accedan a la propiedad de la tierra.  O el Mariano Moreno caracterizado por Saavedra en una carta a Chiclana en 1811 donde afirma: “El sistema robespierriano que se quería adoptar a esta, la imitación de la revolución francesa (…) gracias a Dios que han desaparecido”. Porque es aquel joven secretario de la Primera Junta quien critica “la codicia de personas poderosas, que comprarán dilatados terrenos por el interés de la reventa o para establecer grandes posesiones que quitarán a los pobladores la esperanza de ser propietarios algún día”. 

Manuel Belgrano, por su parte en junio de 1810, a días de la revolución, escribe en el Correo de Comercio: “Remediemos en tiempo la falta de propiedad, convencidos de los perjudicial que nos es: es preciso atender a los progresos de la Patria, y eso no lo obtendremos, sin que nuestros labradores sean propietarios”, reclamando en otro escrito “que la propiedad no recaiga en pocas manos” y “evitar que sea infinito el número de no propietarios”. Ese proyecto económico era producto de la convicción ideológica pero también creaba condiciones para la construcción de una base social de ciudadanos – propietarios al proyecto revolucionario. 

Es decir, la consigna “tierra para el que la trabaja” llega de la mejor tradición de Mayo. Toda esa prédica era en defensa de la propiedad privada, de crear una patria de campesinos y labradores que no pudo concretarse. Eran ideólogos de una burguesía que carecía de aspiraciones nacionales. Esa burguesía revolucionaria dispuesta a “desquiciar el poder de la colonia” y hacer la “revolución total” como quería Echeverría, no existía. Eso en parte explica porque esos proyectos de “reforma agraria” no se concretaron, y aquel sueño eterno de la revolución (Rivera dixit) quedó inconcluso.   

La tensión del problema de la propiedad de la tierra siguió al mismo tiempo que fueron consolidándose los latifundios. Y sin embargo en 1868 cuando Sarmiento, ese potente ideólogo burgués sin burguesía, definió su programa lo hizo con la consigna “hacer cien Chivilcoy”. Refiriendo a su ley de tierras dijo: “He aquí el gaucho argentino de ayer, con casa en qué vivir, con un pedazo de tierra para hacerle producir alimentos para su familia”. Tampoco en ese momento había una burguesía proindustrial que acompañase ese movimiento de sembrar la Pampa de propietarios agricultores y no de vacas, para ampliar el mercado interno.    

En definitiva, esos “intelectuales orgánicos” de una burguesía nacional inexistente tomaban las experiencias exitosas en disponibilidad: EE.UU. y los pioneros ocupando parcelas de tierra al oeste y fundando pueblos o la Gran Revolución Francesa, expropiando tierras (y cabezas) a la nobleza para parir a una clase campesina que aún pervive.

Si uno tuviese que sintetizar aquellos proyectos truncos diría: independencia nacional, democracia, educación y reforma agraria para la industrialización. Capitalismo sin más. Sin embargo, aquí la burguesía era los “dueños de la tierra”, que articulaba con el Imperio sin que le quede ni una pizca de aquellas aspiraciones jacobinas o incluso del breve influjo del socialismo utópico. Su tiempo “revolucionario” había pasado. Allí mostró que nunca sería una clase nacional, en el sentido de constituir un país autónomo. En estas tierras la burguesía y aquellos intelectuales o partidos que pretendían representarla siempre iban a ser expresión de la impotencia, del pasado, nunca del futuro.

Retomando algunos conceptos

Durante el siglo XX el tema de la “reforma agraria” siguió en el candelero. En la primeras décadas por la revolución mexicana y el “zapatismo”, luego por la experiencia del Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia (1952), por el intento guatemalteco frustrado con el derrocamiento de Jacobo Arbenz  (1954) y ya en 1959 la Revolución Cubana la situó en el centro.

A tal punto que hasta la propia CEPAL y la Alianza para el Progreso comenzaron a hablar de “reforma agraria”. Los primeros reduciéndola a la tecnologización del campo y los segundos -luego de criticar de pasada al latifundio- ubicándola detrás de un ambiguo “sistema justo de la propiedad”. Por eso Horacio Giberti quiso clarificar el debate precisando conceptos que no eran sinónimos. Así en una conferencia del año 1964 que dio en la CGT distinguió reforma agraria, reforma fundiaria, agrícola y transformación agraria. 

La reforma agraria, es -dijo- “un cambio amplio y profundo en toda la estructura agraria. (…) no (abarca) solamente al trabajo del campo, sino a todo el medio social, económico, político rural (…) y debe producirse en un período relativamente breve de tiempo”. Lo diferenciaba de la fundiaria que “solo hace a la distribución y al régimen de la tierra y de la agrícola que remite solamente a las formas de trabajo de la tierra”. Finalmente, la “transformación agraria” remite a “cambios generales, de todo el ámbito rural, pero no muy profundos y se van haciendo gradualmente. Es este un proceso más suave, más paulatino, menos drástico que el de la reforma agraria (…) y que no trae aparejado un cambio de estructura tan grande”.

La revolución cubana fue un “parteaguas” que incorporó al debate si el programa de las izquierdas debía ser “reforma agraria” o directamente “revolución agraria”. El proyecto de la primera planteaba un sistema de expropiación que asiente al campesino como clase propietaria y despliegue un capitalismo agrario, achicando la marginalidad social y fomentando la existencia de un mayor mercado interno. La segunda avanzaría con medidas colectivistas y socialistas. La primera fue la impulsada por el reformismo (transformaciones dentro del orden social capitalista, en transición al socialismo dijeron algunes) y se sintetizaba en la consigna “la tierra para el que la trabaja”; en tanto la segunda suponía la nacionalización de la tierra y la organización colectiva de su explotación junto a la planificación económica, reconociendo cierta ineficiencia en la pequeña unidad productiva. 

En aquel entonces el camino “reformista” tenía como objetivo político sacarle la base de sustentación del poder a los “dueños de la tierra” (el latifundio) y como objetivo económico, ampliar el mercado interno, aumentar la producción agrícola y ganadera para asegurar el abastecimiento alimenticio del pueblo y la provisión de materias primas animales y vegetales a la industria. Incluso consideraba que las grandes explotaciones de altos rendimientos debían mantenerse, pero se propugnaba conformar cooperativas o que directamente sean administradas por el Estado, democratizando los órganos de dirección, entre otros planteos. “Reformistas” conceptualmente sí, de moderados poco y nada.   

Mucha agua pasó bajo el puente: desde la crítica definición sarmientina de la “civilización  del cuero” a la oligárquica de “las vacas y las mieses” hasta llegar a este campo “modernizado”, tecnologizado y cuya “reina madre” es la soja. 

La transformación agraria

Indudablemente hoy la cuestión de la gran propiedad sigue siendo un tema, pero no el único. Los especialistas reconocen que se produjeron importantes transformaciones en el campo durante los últimos 30 años, pero todo indica que el proceso de concentración existe: tal vez no como antes, estructurado alrededor de la propiedad de la tierra sino a través de un proceso de concentración y control de la producción. Parte de ese proceso de “modernización” implicó efectivamente un aumento notable de la productividad en el campo: a comienzos de los setenta se producían 37.857.568 toneladas y en el 2012-2013 ese número subió a 105.461.638.

De todas maneras -como recuerda Jaime Fuchs-  el Censo Agropecuario del año 2002 señalaba que el 55% de la tierra estaba en manos del 2% de los productores.

Ahora bien, haciendo un esquema en términos de clase, algunos de los cambios producidos en el campo -según se desprende del trabajo de Chazarreta y Rosati-  son: proceso de disminución (casi desaparición) de las denominadas agriculturas familiares (aquellas que poseían hasta 25 hectáreas), un incremento en el tamaño medio de las explotaciones (de 469 hectáreas en 1988, a 588 en 2002 y 620 en 2008) y las megaempresas -las que controlan más de 200 mil hectáreas- productoras de commodities agrícolas para el mercado externo no superan las diez o doce firmas (Grupo Los Grobo, Cresud -Irsa-, MSU, Adecoagro -Soros-, Arcor, Aceitera General Deheza -Urquía-). Son esos “pool de siembra” los que controlan el proceso productivo. 

Paralelamente surgió una capa de de productores “expulsados” de la producción pero que retienen la tierra. Son ex productores que no contaron con financiamiento ni capital para incorporar las nuevas tecnologías o porque les resultaba más beneficioso y mutaron en rentistas de la tierra. 

Finalmente está el obrero rural, como siempre precarizado, con bajos salarios, vinculado a cuestiones estacionales pero que, producto de la mecanización, fue primero disminuyendo numéricamente, llegando a que casi el 40% ahora viva en localidades urbanas y además quedó “preso” por el surgimiento de los contratistas que en muchos casos incluso organizan la actividad productiva.  

Esa estructura es producto de la política neoextrativista, cuyos rasgos -nos dice Svampa- son la sobre-explotación de recursos naturales, eje en la exportación de bienes primarios ya sean hidrocarburos, metales, minerales y petróleo junto al nuevo paradigma agrario de la soja, y necesidad de altísimas inversiones. Ergo, tienden a la concentración.  

En el caso que nos atañe, la difusión de los cultivos transgénicos junto a los agrotóxicos,  traen -como señaló ya en el año 2006 Teubal- “todos los efectos nocivos (…) sociales, económicos, medioambientales, sanitarios, etc.” junto a una “creciente pérdida de soberanía alimentaria”.  Sucede que en Argentina la decisión de qué, cómo y para qué producir está determinada por aquellos pooles de siembra mencionados y grandes empresas como Monsanto, Cargill y Syngenta, quienes monopolizan y dirigen desde la investigación hasta la producción de semilla, herbicidas, fertilizantes, etc.

Este proceso extractivista, significa que la relación entre la producción y circulación de los “frutos de la tierra”, el medio ambiente y la soberanía en general y alimentaria en particular son un problema. 

Volver a discutir proyectos como Mayo y los sesenta para que el presente tenga futuro

Ayer Sarmiento zahería afirmando  que “en el país de las vacas es preciso echarle agua a la leche para proveer de la necesaria a una ciudad de 200 mil habitantes”. Y hoy, en el país de la carne y los cereales hay hambre. Los datos censales son espeluznantes: según una nota de Castelli y Trentini la pobreza afecta al 46,8% de les menores de 14 años y el 14,5% de niños y niñas pasaron hambre este último año. Desde la UCA dicen que según sus estudios, el 40% de les menores en la provincia de Buenos Aires se alimentan en comedores, merenderos comunitarios y escuelas, y que el 7,8% no consume ningún nutriente esencial. Asimismo, según datos del Centro de Economía Política para la Argentina (CEPA), el 49,6% de niños y niñas del país son pobres, y un 11,3% vive en la indigencia.  Y todo junto a la aparición de enfermedades (cáncer) que aparecen vinculado a los agrotóxicos: ni más ni menos. 

Y tal vez la tierra tenga algo que ver ya sea por la carencia de ella o por la política que se impulsa en ella.

Así, Grabois al plantear el tema de la “reforma agraria” retoma un núcleo central de la “tradición progresista de Mayo” para pensar en la autonomía nacional: debatir el problema de la producción y distribución de la tierra, el control del proceso productivo (qué, cómo y para qué producir). Es decir, toca una cuerda clave que remite a la tradición del pensamiento nacional, popular, reformista y progresista de la Argentina. Y, sobre todo de las izquierdas como ala revolucionaria, algunas veces subsumidas dentro de esas tradiciones. Pero es una cuerda que les progresistas, reformistas y/o populistas parece que -salvo excepciones- hoy ya no se atreven ni a mencionar. Quedan las izquierdas.

Todo indica que pensar “como en los sesenta” en sacarle poder de fuego a la clase social proveedora de divisas, es una tarea lógica de cualquier Estado que apunte a una democracia real y no solo a administrar una plutocracia. Ahora no sería solo la propiedad de la gran extensión de la tierra sino el control del proceso productivo que está en manos de los denominados “pool de siembra”. Han demostrado el daño que pueden y saben hacer. Por otra parte, pensar en un proceso de repoblamiento cuando las megaciudades se van tornando insustentables es importante. Tener una mirada que priorice la soberanía alimentaria a los commodities, junto a una relación respetuosa entre la naturaleza y el ser humano frente a los agrotóxicos no es ninguna locura. Solo por citar algunas cuestiones políticas que se pueden desprender de la afirmación de Grabois, quien -como ya dije- no pretende sino fortalecer un camino reformista sustentable, parecería con un mayor énfasis en el cooperativismo que en la propiedad individual.

El eje de todas las críticas que le formularon no estuvo en ciertas afirmaciones ligeras que pudo realizar, sino en el atrevimiento de cuestionar la sagrada propiedad privada y en atreverse a  maltratar a la clase “generadora de riquezas” en la Argentina. Alguna vez ironizó Federico Engels “la propiedad privada es la privación de propiedad de las grandes mayorías”.

Retomando, discutir el problema de la “reforma agraria” es -como en Mayo- repensar qué proyecto de sociedad queremos construir y es plantearse la ocupación de una territorialidad que abarque todas las relaciones sociales, políticas, culturales y ecológicas. Esa agenda fue propuesta por dos potentes movimientos en Latinoamérica: el zapatismo a mediados de los noventa en Chiapas y centralmente como proyecto integral, el Movimiento Sin Tierra en Brasil.

Considero que discutir que la “tierra debe ser de quien la trabaja” implica hoy necesariamente retomar también el debate sobre la economía planificada en la   tradición de la “revolución agraria”. Es necesaria como parte de la libertad para que les jóvenes y quienes quieran tengan la posibilidad de irse de las megaciudades a ciudades de tamaño humano, pero que eso signifique tierra, techo y trabajo junto a escuelas, hospitales, cloacas, luz eléctrica, cine, internet, etc.  

Por eso bienvenido el debate sobre la “reforma agraria”. Resulta tan importante que es por eso que inicialmente buena parte de la casta política quiere evitarlo y se contenta con afirmar generalidades. 

En ese sentido, más allá de lo que parecerían ciertas insuficiencias analíticas para presentar un proyecto y no solo una medida que pudo resultar -y lo fue-  efectista, no deja de ser una buena intuición plantear el debate. Permite comenzar a pedir definiciones acerca de la propiedad de los recursos naturales (hidrocarburos, metales, minerales, tierra, agua, viento) por los que vienen las potencias centrales -y está dispuesta a asociarse (o ya es parte) la burguesía nativa- en momentos en que la especie humana -como señaló Fidel- está en peligro por la lógica civilizatoria del propio sistema capitalista.  

Hoy el capitalismo pretende “naturalizar” la existencia permanente -y dice “inevitable”- de un 30% de la población en la precariedad, viviendo casi como desechos, entran y salen solo para servir a la reproducción del capital. Se les usa y se los tira. 

Hoy parece improbable que les jóvenes salgan colectivamente a ocupar territorialidad y colonizar en nombre de las banderas solidarias y cooperativas del ecosocialismo, tareas dentro del orden pero anunciando otro nuevo orden social. Es cierto, parece. Pero si es un proyecto totalizador, humanista, aunque aún no sea probable tal vez comience a ser posible. Parafraseando aquella película de Luchiano Visconti: “La tierra tiembla”.

* Profesor de Historia, Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini (UBA)

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