Batalla de Ideas

9 septiembre, 2019

Reforma agraria integral y soberanía alimentaria, un debate para terminar con el hambre

Otra vez el hambre vuelve a golpear a millones en nuestro país. De la promesa del “supermercado del mundo” a que la Iglesia, sectores del agro y la industria, partidos de la oposición y las principales centrales sindicales se sumen al reclamo por la Emergencia Alimentaria impulsado por los movimientos sociales y la economía popular.

Nicolás Castelli y Florencia Trentini

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La semana pasada, mediante una enorme movilización los movimientos sociales exigieron una Ley de Emergencia Alimentaria que cree el Programa Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional como instrumento para garantizar la alimentación de los más vulnerables. Entre otras cosas se propone incrementar las partidas presupuestarias para los comedores y merenderos comunitarios. 

Según mediciones del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) la pobreza afecta al 46,8% de los menores de 14 años y el 14,5% de niños y niñas pasaron hambre este último año. Mientras que un informe difundido por la Universidad Católica Argentina sostiene que cuatro de cada diez menores de la provincia de Buenos Aires se alimentan en comedores y merenderos comunitarios y escuelas, y el 7,8% no consume ningún nutriente esencial. 

Asimismo, según datos de Centro de Economía Política para la Argentina (CEPA), el 49,6% de niños y niñas del país son pobres, y un 11,3% vive en la indigencia. 

Las consecuencias del hambre son concretas, como vimos con el asesinato de un jubilado a manos de la seguridad de la cadena de supermercados Coto por robar para comer. Una ley de emergencia permitiría atacar las mayores urgencias, pero frenar el hambre, y la violencia que genera, no puede hacerse sin discutir el problema de la tierra que produce los alimentos y el de las grandes multinacionales que forman los precios de lo que comemos.

¿Por qué no se puede hablar de Reforma Agraria?

La semana pasada, durante un segmento semanal en el que habla de política a través de Facebook, el dirigente social Juan Grabois sostuvo la necesidad de una reforma agraria integral mediante la cual se expropiarían 50 mil parcelas y limitaría las extensiones de los campos a cinco mil hectáreas. Las reacciones adversas no tardaron en llegar, tanto por parte de los funcionarios macristas, como del propio espacio opositor que integra Grabois.

Los calificativos de “piantavotos”, los planteos sobre que “no es el momento” o los ya conocidos argumentos de “ser funcional a la derecha” cada vez que se trata de ir más allá de lo posible volvieron a surgir para clausurar un debate que implica adentrarse en problemas estructurales de una sociedad construida sobre una lógica aparentemente incuestionable: propietarios y no propietarios.

Argentina se consolidó sobre la lógica del modelo agroexportador, para el que poblar significó otorgar enormes extensiones de tierra a muy pocas personas. El resto, aquellos que no lograron título, se convirtieron en fuerza de trabajo, engordando ese ejército de reserva necesario para el desarrollo del capital.

Sin embargo, el cambio de modelo, ahora dominado por la plantación de soja y el desarrollo tecnológico que cada vez necesita menos manos trabajadoras genera cada vez más exclusión y desigualdad. 

Es cierto que hablar de reforma agraria implica mucho trabajo y conocimiento, adentrarnos en las muchas formas de trabajo, tenencia y propiedad que hoy constituyen al mundo agrario de nuestro país, y formas de producción que necesitan más de las cinco mil hectáreas propuestas. Pero también es cierto que es necesario modificar la estructura de propiedad y producción de la tierra, aunque para muchos y muchas nunca va a ser momento para esto, porque supone enfrentar a uno de los sectores más poderosos del país.  

Sorprende entonces que figuras reconocidas por su trabajo por una sociedad más justa, como Hebe de Bonafini, se levanten contra Grabois y que lo hagan justamente cuestionando su compromiso con los más excluidos, sosteniendo que no se trata de “dar una bolsa de comida” sino de “dar trabajo”. 

Frases como esa remiten a un sentido común instalado que parece sostenerse sobre la idea de “no hay que regalar pescado sino enseñar a pescar”. Una especie de slogan recurrente que también se aplica con la tierra y con cualquier problemática relacionada con la pobreza, y que define a ésta a partir de una cuestión de recursos y de la ausencia de una estrategia correcta para el uso de los mismos. 

La visión neoliberal sobre este tema nos ha acostumbrado a omitir que la concentración de tierras y mercados generan una distribución desigual de recursos y atributos. De nada sirve enseñar a pescar cuando la propiedad de los recursos es de un reducido grupo en función de un modelo que privilegia la ganancia por sobre la alimentación y el cuidado del medio ambiente. 

Estrategias populares frente al hambre y la exclusión

Las cientos de familias que la semana pasada salieron a la calle a pedir por la emergencia alimentaria, a acampar aguantando el frío, generan hace años sus propias estrategias y alternativas productivas frente a la desigualdad que provoca hambre y exclusión. 

Son los y las que se generaron su propio trabajo, aquellos que aprendieron a pescar en el marco de una realidad que los dejó afuera de todo. Lo que se denomina Economía Popular, un universo heterogéneo de trabajadores y trabajadoras que, arrojados a la periferia del sistema, se inventaron su propio trabajo para garantizar su subsistencia.

En Argentina aproximadamente el 70% de los alimentos que se consumen diariamente lo producen pequeños y pequeñas productoras y campesinos de esta economía con apenas el 17% de las tierras productivas disponibles. Se trata de el “otro” campo que en su mayoría trabaja bajo la modalidad de arrendamiento en un sistema violento y excluyente que los expone a la incertidumbre de no tener control y autonomía sobre sus territorios.

En este contexto, desde hace años muchas organizaciones -como la rama rural del Movimiento de Trabajadores/as Excluidos/as (MTE)- vienen luchando y construyendo estrategias de comercio y consumo alternativas, justas y sustentables. Trabajos autogenerados que ponen sobre la mesa temas como la soberanía alimentaria, la agroecología, la forma en que se produce lo que comemos, el rol de las grandes empresas multinacionales y supermercados en la formación de los precios que pagamos y en las variedades de productos que podemos consumir.

Todo esto en un contexto donde la inseguridad alimentaria aumentó un 71% durante los últimos dos años, alcanzando a 14,2 millones de personas, como registró la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).

¿Por qué espanta tanto la idea de reforma agraria? ¿No es necesaria para asegurar alimentos sanos para toda la sociedad? ¿No es necesaria para discutir la función social de la propiedad y garantizar un sistema de vida y de vínculo con la naturaleza diferente al modelo actual del agronegocio?

La indignación por el Amazonas en llamas fue un consenso generalizado, pero se escinde de un modelo insustentable que pone en riesgo el futuro, y que difícilmente se modifique si no se empiezan a discutir las estructuras que sostienen las desigualdades en el acceso, control y cuidado de los recursos naturales, la tierra y las semillas necesarias para producir alimentos. 

Por eso, no debemos seguir pensando que es funcional a la derecha cuestionar un sistema que perpetúa desigualdades estructurales, excluye a los trabajadores y trabajadoras y sigue concentrando la tierra y los recursos en pocas manos. Funcional a la derecha es no hacerlo.

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