6 septiembre, 2019
Allende la cordillera (I)
Apuntes sobre la realidad chilena.


Fernando Toyos
“Por razones propias de cada caso, hay ecuaciones en las que la sociedad es más robusta y activa que el Estado, ecuaciones donde el Estado parece preexistir y dominar sobre la sociedad, al menos durante períodos determinados y sistemas donde hay una relación de conformidad o ajuste”
René Zavaleta Mercado, El Estado en América Latina
Septiembre es un mes icónico para la historia política y social de Chile. El 11 se cumplirá un nuevo aniversario del golpe de Estado que desplazó, a sangre y fuego, al gobierno constitucional de Salvador Allende en 1973. Con el bombardeo sobre el Palacio de La Moneda se abrió una etapa caracterizada por una serie contrarreformas de corte neoliberal, que alcanzaron una estabilización y una profundidad como en pocos países de la región. Por esto, Chile es presentado por el establishment como un modelo a seguir y, desde los medios masivos de comunicación, nos llegan imágenes de una sociedad próspera y feliz. A lo largo de este mes, intentaremos acercarnos al país del cobre en su realidad cotidiana, aquella que se vive más allá de la publicidad y las pantallas.
La historia social y política chilena se diferencia de la argentina en dos elementos fundamentales: no tuvo una experiencia similar al peronismo -como el varguismo en Brasil o el cardenismo mexicano- ni vivió un ciclo de protesta antineoliberal de la radicalidad que tuvieron el 2001-2002 en Argentina, el Caracazo venezolano o las Guerras del Gas y el Agua en Bolivia.
Los acontecimientos mencionados indican momentos de ruptura de la dominación estatal: el peronismo supuso la irrupción de la clase obrera organizada que sacó de la cárcel a su dirigente -quien había dado por perdido su proyecto político- llevándolo a la presidencia. Este proceso fracturó la unidad de las clases dominantes, las cuales -de allí en más- se debatieron respecto de qué hacer con el “hecho maldito del país burgués”.
Hasta el año 1976, esta discusión osciló entre la “integración democrática” de dicho movimiento o su extirpación de raíz; tras la dictadura genocida se operaron transformaciones al interior del peronismo, tendientes a modificar su composición de clase, volviéndolo susceptible de vehiculizar el proyecto de país de las clases dominantes. El cisma burgués, entonces, osciló entre el apoyo a este peronismo reconvertido y la apuesta por variantes que le den más reaseguros.
Tras el 2001, los ciclos kirchnerista y postkirchnerista actualizaron esta división que aún opera. Además de estos procesos, Argentina vivió un proceso largo y altamente conflictivo de organización estatal (1810-1880), dictaduras militares y largos períodos de funcionamiento constitucional restringido -sea por el “fraude patriótico” que caracterizó a los gobiernos oligárquicos, sea por la proscripción del partido mayoritario-.
Esto marca otra profunda diferencia con Chile, país que cuenta en su historia con solo dos procesos que incluyeron momentos de ruptura institucional: la guerra civil de 1890 y el golpe de Estado de 1973.
Esta larga tradición constitucional, que cuenta más de ochenta años ininterrumpidos entre estos dos procesos, configuró una cultura de la institucionalidad que configura la imagen de un país más “ordenado” y “respetuoso de las normas” que la Argentina. Esto, que es, como dijimos, motivo del elogio del establishment -sobre todo respecto de la legislación anticorrupción chilena- tiene sus matices: una mayor institucionalización de la cultura -¿o una cultura de mayor institucionalidad?- también implica una introyección mucho más profunda de la figura de autoridad. Esto se ve en el trato cotidiano, mucho más reglado, donde a las personas mayores se les destina el vocativo de ‘tío’ o ‘tía’, en señal de deferencia. En la universidad, les estudiantes tratan a sus docentes de “usted”, así como les investigadores a sus directores. Las Fuerzas Armadas y Carabineros todavía ostentan un lugar privilegiado en la sociedad, expresado en numerosos “beneficios” sectoriales -jubilaciones de privilegio y manejo discrecional de una parte de las ganancias de la exportación de cobre (la principal fuente de ingresos), etc.- y en la potestad de detener, so argumento de “irrespeto a la autoridad”, a quien les llame “pacos” (un término despectivo, al estilo de “yuta” o “rati”).
Como contracara, se produjo una cultura del enfrentamiento directo, como vimos durante el ciclo de movilización estudiantil de 2011, conocido como la “rebelión de los pingüinos”, en alusión a los uniformes de les estudiantes secundarios. La exterioridad que la sociedad civil presenta respecto del Estado -un Estado que, según la ‘ecuación social’ de Zavaleta- se ha impreso sobre la misma, genera respuestas de una violencia desacostumbrada, al menos, para las grandes zonas urbanas de Argentina.
Si la dictadura en nuestro país tuvo la duración más corta -siete años, entre 1976 y 1983- de la serie de gobiernos cívico-militares del Cono Sur, el caso chileno es -junto con el brasileño- de los más largos: Augusto Pinochet se mantuvo en el poder de manera ininterrumpida entre 1973 y 1990. Convocó a elecciones presidenciales sólo después de haber perdido un referéndum en el cual, sin embargo, el 44% (más de 3 millones de personas) votó por la continuidad de su régimen.
Una vez derrotado, Pinochet conservó la capacidad de arbitrar entre los actores institucionalizados en el Estado, y gozó de una banca de senador vitalicio hasta 2002. La Constitución de 1980, más allá de haber sido reformada en sucesivas ocasiones, se mantuvo incólume en sus aspectos esenciales, garantizando la continuidad del “modelo chileno” bajo los gobiernos de la Concertación. Paradójicamente, la arquitectura institucional de los últimos cuarenta años se basa en una Carta Magna promulgada por un gobierno dictatorial.
Durante el mes de septiembre dedicaremos esta columna a la historia reciente y la actualidad social y política de aquel país ubicado allende la cordillera. Lo hacemos, buscando desentrañar las claves que expliquen la estabilidad de la allí goza el proyecto político de las clases dominantes, y en homenaje a aquel presidente cuyo ignominioso asesinato ofició de antesala a todo este proceso. Porque la historia es nuestra y la hacen los pueblos.
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