Batalla de Ideas

20 agosto, 2019

Al gobierno le sobran chances matemáticas pero le falta política

A una semana de la derrota en las primarias, el gobierno siguió el manual de estilo al pie de la letra: iniciativa política, concesiones económicas y cambios en el gabinete. Nada que no se haya intentado antes, pero con la esperanza de que ahora funcione.

Federico Dalponte

@fdalponte

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Pocas semanas después de perder las elecciones de medio término, el entonces presidente Fernando De la Rúa ordenó rebajas en el IVA, ayudas para empresas endeudadas con el fisco, pagos de treinta pesos-dólares por hijo y de cien para mayores sin jubilación.

Era el mes de noviembre de 2001. Algún tiempo antes, a fines de julio, el gobierno había promulgado la ley de déficit cero acordada con el Fondo Monetario Internacional (FMI) como garantía de estabilidad macroeconómica. Pero ya nada importaba entonces. El duro revés electoral había precipitado la crisis política y los oficialismos sólo saben hacer una cosa en esos casos: inyectar dinero en la calle.

El knock out electoral del alfonsinismo también tuvo sus avatares. En 1989, apenas digerida la derrota a manos de Carlos Menem, el todavía jefe de Estado Raúl Alfonsín decidió cambiar a buena parte de su gabinete. El primero en entrar fue Jesús Rodríguez, nuevo ministro de Economía en reemplazo del histórico dirigente Juan Carlos Pugliese. Era apenas el principio: durante las siguientes semanas otros cinco ministros fueron jubilados. Pero la crisis no cesó.

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Pasaron varias décadas, aunque nada es muy diferente. Ahora el gobierno de Mauricio Macri está atravesando su propia crisis política como epílogo del derrumbe económico y la respuesta siempre es la misma. Demostrar iniciativa es casi un pre-requisito para sobrellevar cualquier derrota.

La primera reacción fue igual a la de la Alianza en 2001: volcar dinero a la calle en grandes cantidades. Pero con una salvedad: si durante la noche electoral del domingo Macri había pensado en una batería de instrumentos para promover el consumo, en la tarde del lunes aquello ya era apenas un plan de urgencia para afrontar la devaluación.

Del mismo modo, el cambio de ministro de la cartera económica al estilo alfonsinista sólo reafirma la senda elegida. Hernán Lacunza entra al gabinete nacional para maniobrar la transición, pero no para torcer el rumbo. Lo cual desnuda una enorme inconsistencia: si la recesión y el ajuste son iguales, al electorado le da igual el nombre del verdugo.

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En Casa Rosada hay quienes creen seriamente en la posibilidad de revertir el resultado electoral. Y en parte hay razones para pensarlo. Si la participación asciende del 76% al 81% del total del padrón -como en 2015- y el macrismo se lleva siete de cada diez nuevos votantes -como en 2015-, no sería raro que el candidato peronista pierda proporcionalmente caudal electoral -como en 2015-.

Pero eso requiere que el oficialismo exprese algo mejor en términos políticos. En julio de 2009, tras el traspié electoral, el gobierno de Cristina Kirchner, acusado de autoritario y sectario, decidió convocar a la oposición a la Casa Rosada y concedió a los periodistas la conferencia de prensa que reclamaban.

Fueron dos actos casi simbólicos, de escasa trascendencia para la gestión cotidiana, pero de indudable relevancia en términos políticos: era el reconocimiento de que el rumbo elegido había dinamitado parte de su caudal electoral.

En 2013 sucedió algo similar. Se trataba del primer test electoral con buena parte del sindicalismo y de las capas medias urbanas en contra, que acusaban al gobierno de asfixiarlos con el impuesto a las ganancias. Luego de la derrota en las primarias, la entonces presidenta eximió del gravamen a un millón y medio de trabajadores.

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Una derrota electoral pone en crisis hasta al mayor de los convencidos. Pero no siempre es fácil decodificar el mensaje. En agosto de 2015, seis de cada diez personas reclamaban un cambio de gobierno, pero en noviembre casi la mitad diría que no cualquier cambio los seducía.

Ahora, en 2019, en este extraño interregno entre las primarias y las generales, casi siete de cada diez electores reclamaron un cambio, y casi cinco de cada diez sellaron sus preferencias en favor del candidato del Frente de Todos. Hacer una lectura idéntica a la de 2015 es el anteúltimo de los groseros errores del gobierno. En principio porque el cambio que se reclama los tiene a ellos como objeto de la queja, y después porque la oferta alternativa tiene un piso de doce millones de votos, no de siete como Cambiemos en 2015.

Así, los paliativos económicos ofrecidos en plena turbulencia y el cambio de ministro de Economía parecen a priori insuficientes para torcer esa exigencia del electorado. En ese sentido, las chances matemáticas que consagraron las victoria de Cambiemos hace cuatro años requieren ahora un nuevo mensaje, una nueva propuesta, una nueva esperanza: más que la convicción de que es posible su reelección, el gobierno necesita instalar la idea de que es deseable. Algo que parece más difícil que el mero cálculo aritmético.

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