2 agosto, 2019
El lado B de la meritocracia: neoliberalismo, medios y narrativa anticorrupción
Por Fernando Toyos. Nos acercamos a las PASO y el oficialismo, cada vez más decidido a estigmatizar a su principal adversario como estrategia central, recurre nuevamente a una de las armas que se mostró más efectiva para horadar la legitimidad de ese espacio político: las denuncias de corrupción, especialmente las que pesan sobre la candidata a la vicepresidencia, Cristina Fernández.


Fernando Toyos
Nos acercamos a las PASO en el medio de una campaña electoral crecientemente polarizada entre el gobierno nacional y la fórmula Fernández-Fernández. El oficialismo, cada vez más decidido a estigmatizar a su principal adversario como estrategia central, recurre nuevamente a una de las armas que se mostró más efectiva para horadar la legitimidad de este espacio político: las denuncias de corrupción, especialmente las que pesan sobre la candidata a la vicepresidencia, Cristina Fernández.
Solo en los últimos dos días, los medios alineados con el gobierno cuestionaron una declaración jurada de la ex presidenta y reflotaron la “causa de los cuadernos”, que irrumpió en la agenda en agosto del año pasado.
Los simpatizantes de PRO-Cambiemos, escasos de logros de gestión que celebrar, recurren frecuentemente al latiguillo de que no hay que votar a quienes “se robaron todo”. Sin pretender un juicio respecto de la relación entre las denuncias y los hechos concretos, nos preguntamos acerca de la eficacia que tiene lo que denominamos narrativa anticorrupción.
En ciertos sectores militantes e intelectuales se suele tachar de, por lo menos, “poco inteligentes” a quienes son interpelados por este discurso. Desde esta perspectiva, se trata de gente que, cual si fuera una suerte de “envase vacío”, reproduce acríticamente cualquier cosa que escucha en los medios hegemónicos. Pero esto es un error, no solo porque “no se convence a quien se ofende” (lo cual es absolutamente cierto), sino porque se trata de un diagnóstico errado.
- La corrupción y el fin de la historia
Si bien la existencia de hechos susceptibles de ser considerados como corruptos es algo de bastante larga data, la corrupción se instaló en la agenda internacional como un problema de primer orden hace relativamente poco. De hecho, a mediados del siglo anterior, este fenómeno era considerado positivo por algunos intelectuales conservadores que, desde una perspectiva estructural-funcionalista, entendían que la corrupción cumplía una función de integración social.
Es con la disolución de la Unión Soviética y la radicalización de la ofensiva neoliberal, que la corrupción es instalada como un problema vinculado a la pobreza y el subdesarrollo. Organismos internacionales como el Banco Mundial (BM) y organizaciones como Transparencia Internacional (fundada por un ex director del BM) impulsan una agenda anticorrupción hace ya algunas décadas. Desde entonces hay un considerable “poder de fuego” -en términos de producción de conocimiento- abocado a instalar esta temática en la opinión pública.
- Corrupción y confianza en la política argentina
“La política es sucia”, se decía en los años noventa. Esta frase no es antojadiza: el entusiasmo generado por la vuelta de los gobiernos constitucionales quedó sepultado debajo de la hiperinflación de 1989, que supuso -como sostiene Adrián Piva– una durísima derrota al movimiento popular, cimentando unas relaciones de fuerza muy regresivas para el pueblo trabajador. Sobre dicha correlación avanzaron las reformas del menemismo, profundizando el modelo de acumulación que terminó estallando en 2001, dejando un país con más de la mitad de su población por debajo de la línea de pobreza.
Los tres gobiernos electos por el voto popular, entre 1989 y 2001, llevaron a cabo un mismo programa, muy alejado de las necesidades de sus votantes. Lógicamente, esto generó un distanciamiento muy profundo entre la sociedad civil y la política tradicional, encarnada por el gobierno y los partidos tradicionales (PJ y UCR).
Las sociólogas Ruth Sautu, Paula Boniolo e Ignacia Perugorría descubrieron que las personas con algún tipo de militancia confían más en las organizaciones políticas. La cercanía y la confianza en “la política” exceden a los hechos de corrupción, pero parecen mover el amperímetro respecto de cuanta corrupción se percibe.
- Narrativa anticorrupción y meritocracia
Es importante, perdonen la reiteración, remarcar que aquí no estamos juzgando sobre la adecuación a los hechos de las denuncias, noticias y un largo etcétera, sobre corrupción. Antes, nos interesa señalar que todos estos elementos configuran una narrativa cuya eficacia es independiente de los hechos concretos que podamos considerar como corruptos.
Para eso tomamos la ardua tarea de relevar noticias sobre corrupción publicadas entre 2018 y 2019 de las ediciones web de Clarín, La Nación y el portal InfoBAE. Estos tres medios masivos publicaron casi dos mil artículos al respecto, en dicho período, entre los que puede encontrarse un recurso narrativo recurrente: la personificación de la corrupción en determinadas figuras, con Lázaro Báez como caso paradigmático.
Se trate de un jardinero, un empresario pyme o un taxista, el guion se repite: son personas que modificaron su status socioeconómico por intermedio de sus vínculos políticos. Uno podría preguntarse por el criterio de noticiabilidad que opera para que la biografía de un funcionario salga en el lugar destacado de un portal de noticias.
Lo que se intenta señalar en todos los casos es la corrupción como trayectoria desviada: todas estas personas son descritas como individuos incapaces de llegar adonde llegaron por su propio mérito. La meritocracia, sobre la cual reflexionamos la semana pasada, parece ser la vara con la que estos hechos son juzgados. Como señala el historiador Ezequiel Adamovsky, lo que más irrita sobre la corrupción parece ser la desviación respecto de la meritocracia como vía legítima de ascenso social.
Volviendo al interrogante inicial, indignarse ante esta narrativa está lejos de ser una manifestación de estupidez o ceguera de algún tipo. Evidencia, en cambio, una construcción ideológica que se encuentra profundamente arraigada en el sentido común de amplias capas de la sociedad. Para construir otro sentido común, siguiendo a Antonio Gramsci, es necesaria una disputa intelectual y moral, que -como tarea de largo aliento- necesita de menos dedo acusatorio y más disposición a la escucha y la comprensión.
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