11 julio, 2019
El hombre que encarnó la tragedia de un país
Por Javier Slucki. Si no fuera por haber liderado uno de los mayores fracasos políticos de la historia argentina, podría decirse que Fernando de la Rúa tuvo una carrera brillante. Sin embargo cayó vertiginosamente en su momento cúlmine y tuvo una larga agonía de 18 años y medio que por fin terminó el martes pasado.

Por Javier Slucki. Si no fuera por haber liderado uno de los mayores fracasos políticos de la historia argentina, podría decirse que Fernando de la Rúa tuvo una carrera brillante. Precoz en sus inicios, se graduó de abogado en la Universidad de Córdoba a los 21 años y fue elegido senador nacional en 1973 a los 36, siendo uno de los más jóvenes de la historia en ocupar ese cargo. Así comenzó su carrera imbatible en la Capital Federal, donde fue reelecto senador en 1983, diputado en 1991 y senador nuevamente en 1993.
Los lemas progresistas de la campaña que llevó adelante junto a Carlos “Chacho” Álvarez en 1999 lo desligaron de su pasado en el ala más conservadora de la Unión Cívica Radical, como enemigo histórico de Raúl Alfonsín: había sido candidato a vicepresidente de Ricardo Balbín en 1973 y, cuando era senador en 1987, votó en contra de la Ley de Divorcio.
En 1996, De la Rúa se convirtió en el primer Jefe de Gobierno de la historia la Ciudad de Buenos Aires. Sobre la gestión de un municipio rico y posicionándose como la renovación frente a la desgastada corrupción menemista, en el último año del siglo XX inició otra tradición: saltar de la Jefatura de Gobierno a la Jefatura de Estado de la Nación.
Lo más positivo de su presidencia fue su campaña electoral, ya legendaria, en la que convirtió el aburrimiento que irradiaba en fortaleza para anunciar que la fiesta menemista se había acabado.
Una anécdota de la campaña misma ya anticipaba el poder de decisión que tendría durante su mandato: cuentan que el candidato se había negado a que las tropas policiales de élite aparecieran en otro de sus recordados spots. Le parecía una imagen muy fuerte frente a la idea de tranquilidad que quería dar con su gestión. Sin embargo, los creativos publicitarios no estuvieron de acuerdo. Nadie le avisó a De la Rúa y los actores cargados con armas automáticas igual salieron marchando frente a cámara a sus espaldas. El mismo liderazgo que mostraría en diciembre de 2001, cuando, según relata Eduardo Duhalde, les decía a los gobernadores que no podía prestarles plata para pagar los sueldos porque “Cavallo no me hace caso”.
Se ha dicho que De la Rúa representó uno de los grandes problemas del marketing: la eficaz venta de un producto que finalmente no es lo que se anuncia. Quizás el que más aprendió de las consecuencias que eso puede tener fue el PRO y luego Cambiemos, que supo construir una aceitada maquinaria de propaganda política que sigue funcionando luego de la campaña. Mostrando la misma falta de carisma, Mauricio Macri no deja de ser un producto del marketing a ninguna hora del día y logra (la mayoría de las veces) alejarse del fantasma delarruista. La diferencia entre un líder político del siglo XX y uno del siglo XXI.
Así las cosas, De la Rúa nunca se recuperó de sus bloopers, con los cuales podría redactarse un libro entero: la fallida entonación del himno, el fallido golpe sobre la mesa o la fallida participación en Videomatch (que, según él, fue la que desató la crisis de su Gobierno, más que la Convertibilidad, la Ley “Banelco”, el Blindaje, el Megacanje, la baja de las jubilaciones o la renuncia del vicepresidente), entre otros.
Aunque seguramente sea incomprobable, comentan algunos que para él renunciar a la presidencia fue todo un alivio. Casi que, como puede deducirse de la derrotada imagen que exhibió durante el discurso que dio pasado el mediodía del 20 de diciembre de 2001, al final ya lo estaba buscando porque no sabía cómo lidiar con la situación: crisis, enfermedad (“tiene aterosclerosis”, lo ayudó en junio de 2001 su ministro de Salud, Héctor Lombardo) y depresión. Una especie de esas rendiciones con alegría que se dan cuando dejamos de hacer algo que manteníamos por compromiso. Tal vez así puedan entenderse mejor sus gestos líricos de ese momento final, como la redacción de su renuncia de puño y letra, el pedido de una última foto a Víctor Bugge o la firma y dedicatoria de sus retratos oficiales.
A diferencia de Alberto Fujimori, Gónzalo Sánchez de Lozada o Lucio Gutiérrez, De la Rúa nunca debió abandonar su país. Consumada la renuncia, volvió al día siguiente a la Casa Rosada y reflexionó frente a las cámaras sobre cómo creía que lo recordaría la historia. Luego de la catástrofe, siguió viviendo apaciblemente en su casa del barrio porteño de Recoleta, donde hasta hace no mucho se lo podía ver caminando cada tanto.
Consciente de su total irrelevancia política, sus poquísimas apariciones públicas posteriores se limitaron al ejercicio de su derecho a voto (como en 2011, cuando aprovechó para pedir “disculpas por errores cometidos” en su Gobierno) y a la participación en inauguraciones de obras públicas en la Ciudad. Y, por supuesto, a sus comparecencias en los juicios por sobornos en el Senado y por los muertos en la Plaza de Mayo, en los cuales fue absuelto de toda culpa y cargo.
Aún como máximo responsable del fracaso de su gobierno y de la represión y asesinatos de sus últimos días como presidente, la vida de De la Rúa no deja de ser una impactante tragedia personal. La de alguien que cayó vertiginosamente en su momento cúlmine, que vio cómo su carrera se hundía junto con su país y su partido y nunca logró recuperarse ante los ojos de la opinión pública. Una lenta y tristísima agonía de 18 años y medio que por fin terminó el martes pasado.
@javslucki
Si llegaste hasta acá es porque te interesa la información rigurosa, porque valorás tener otra mirada más allá del bombardeo cotidiano de la gran mayoría de los medios. NOTAS Periodismo Popular cuenta con vos para renovarse cada día. Defendé la otra mirada.