25 marzo, 2019
La continuidad del modelo precarizador
Por Federico Dalponte. La idea es la misma, pero cambian las recetas. La ortodoxia económica promueve siempre la anulación de leyes laborales y sindicatos. Son factores distorsivos, dicen; son los que impiden liberar las fuerzas productivas del capitalismo.

Por Federico Dalponte. La idea es la misma, pero cambian las recetas. La ortodoxia económica promueve siempre la anulación de leyes laborales y sindicatos. Son factores distorsivos, dicen; son los que impiden liberar las fuerzas productivas del capitalismo.
Tras ganar las elecciones intermedias, el sueño del presidente Mauricio Macri estuvo cerca de concretarse. “Desde el marco institucional que rodea lo laboral se comprimen las virtudes de estas fuerzas sociales”, decía en sus fundamentos el frustrado proyecto de reforma laboral para justificarse.
Son los postulados ideológicos que sostienen un viejo precepto: la mayor organización de los trabajadores es sinónimo de mayor conflictividad. Y con ello, dicen, se achican los márgenes de ganancia y se desalientan las inversiones.
El rol de los sindicatos, sintetizó el presidente en el coloquio de IDEA, es “bajar el ausentismo y aumentar la flexibilidad en la fábrica”. Esos conflictos afectan la llegada de inversiones, había afirmado ya desde Holanda, días antes del primer paro nacional de la CGT.
Durante los años noventa, en pleno auge de la precariedad y el desempleo, la tasa de sindicalización se mantuvo casi invariable en la Argentina, algo impensado para otros países, donde contextos similares habían derrumbado los índices de afiliación. Y esa, tal vez, sea la única noticia auspiciosa en esta época: en pleno tercer embate neoliberal, los trabajadores argentinos tienen un profuso historial de resistencias.
Neoliberalismo I: genocidio y desindustrialización
Se dirá –con razón– que la versión pretérita del neoliberalismo fue siempre más siniestra. El modelo de país inaugurado en 1976 arrancó virulento: a menos de dos meses del golpe, Jorge Videla eliminó 25 artículos y modificó otro 98 de la ley de contrato de trabajo. Ese primer año de masacres también implicaría una pérdida del 37% del poder adquisitivo.
Era el comienzo de una política de erradicación del poder sindical por una cuádruple vía: prohibición de la actividad sindical, reformas legislativas, desmantelamiento del segmento industrial y persecución de dirigentes gremiales con complicidad empresarial –Acíndar, Dálmine, Ford, Ledesma, Mercedes Benz, entre otras–.
La dictadura logró lo buscado: readecuar la economía argentina al rol que Estados Unidos le asignaba, reprimarizándola, y erradicar la figura del obrero fabril como arquetipo del trabajador organizado y combativo.
Entre 1976 y 1983, el peso del sector industrial en la economía pasó del 28% al 22%, el producto bruto del sector cayó alrededor de un 20%, se redujo un tercio la cantidad de obreros ocupados y más de 20 mil fábricas se vieron obligadas a cerrar. La Argentina nunca volvería a ser como antes.
Neoliberalismo II: la era de la flexibilidad
El músculo fabril del sindicalismo languideció durante toda la década de 1980 y el neoliberalismo de los años noventa completó la tarea. El proceso de reestructuración productiva con flexibilización laboral multiplicó la desocupación y la precariedad hacia finales del siglo XX, profundizando además la transformación del universo laboral formal: emergía el reino de los servicios.
El neoliberalismo «versión noventa» obtenía réditos indiscutibles: se expandía el empleo no registrado, la legislación habilitaba modalidades flexibles –pasantes, temporarios, a prueba– y arreciaba también la desocupación abierta. Los obreros industriales, mientras tanto, pasaban de representar el 31 al 19% de la masa total de asalariados en menos de una década, de 1992 al 2000.
En ese marco, la mayoría de los sindicatos tendieron a la adopción de posturas defensivas. Parecía lógico negarse a entablar negociaciones en condiciones desventajosas, lo que explica en cierta medida el bajo promedio de homologaciones alcanzadas en aquellos años. El movimiento obrero era, para el gobierno de Carlos Menem, apenas la herramienta para legitimar los cambios que sufría el país.
Como si fuera poco, el poder adquisitivo de los trabajadores también caía en picada. Los salarios nunca volvieron a estar por encima del promedio de principios de la década y se colocaron hasta un 35,5% por debajo de los registrados en 1974. Era un triunfo innegable del capital: en la Argentina de la convertibilidad, crecía la productividad de los trabajadores pero caía su poder de compra.
Neoliberalismo III: precarización de hecho
Macri no recibió el país de 1974, pero tampoco el de 2001. Durante el kirchnerismo, la Argentina volvió a los niveles de industrialización previos a la última dictadura, hubo una baja considerable de la informalidad y la desocupación se mantuvo siempre por debajo de los dos dígitos. Tres años y medio después, todo es preocupante.
“El Estado fue obstáculo en vez de ser estímulo y sostén”, decía el informe El estado del Estado que publicó el gobierno de Macri en 2016. “Durante los últimos 4 años, no creció el empleo en la Argentina, tanto por la inflación como por las trabas que ponía el Estado a las personas y a las empresas”.
El macrismo anunciaba así que caería también en la trampa típica de los ortodoxos: creer que la generación de empleo depende del marco normativo laboral y no de la economía.
El proceso de liberación promovía más exportaciones de granos, mayor facilidad para crear empresas, apertura de importaciones aun a costa de la industria local. Y para eso el gobierno creyó prudente fomentar un cambio profundo en las relaciones laborales; el Estado puesto al servicio del capital, la garantía del éxito con seguridad jurídica.
Los esfuerzos se basaron en cuatro pilares: restricción de las negociaciones colectivas a través del Ministerio de Trabajo, denuncia a jueces laboralistas no complacientes, cambios en el régimen de accidentes laborales y –de postre– una profunda reforma laboral. Ir a la huelga, negociar por encima de la pauta ministerial y fallar a favor de los bancarios o de los trabajadores de Rappi se convirtieron en verdaderos actos de rebeldía.
Una premisa sensata reza: ningún empleo decente se genera en un país derruido. Pero el gobierno se niega a aceptarlo. En el marco de un modelo económico recesivo, el crecimiento de la desocupación abierta es tapado apenas por el florecimiento del monotributismo y del empleo no registrado.
El Estado decidió correrse y mirar cómo funciona un mercado de trabajo donde el lobo y las gallinas están encerrados en la misma jaula. Despidos, suspensiones, procesos de crisis fraudulentos y precariedad. Si en los años setenta las fábricas eran el espacio de representación de los trabajadores y en los noventa lo eran los callcenters, hoy ese lugar lo ocupan las bicicletas de repartición de comida.
Así otra vez, 43 años después del último golpe de Estado, los trabajadores vuelven a ser el punto predilecto de presión gubernamental. El neoliberalismo argumenta que, para derrame y negocio de miles de empresarios, necesita que millones de trabajadores ganen menos, protesten menos, pero trabajen y sufran un tanto más.
@fdalponte
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