25 febrero, 2019
Procedimiento permisivo de crisis
Por Federico Dalponte. El mecanismo de excepción volvió a cobrar notoriedad por el caso Coca-Cola. Pero la proliferación de trámites durante 2018 sintoniza bien con la antiquísima voluntad gubernamental de flexibilizar el mercado laboral. Una idea persistente desde hace años.

Por Federico Dalponte. El mecanismo de excepción volvió a cobrar notoriedad por el caso Coca-Cola. Pero la proliferación de trámites durante 2018 sintoniza bien con la antiquísima voluntad gubernamental de flexibilizar el mercado laboral. Una idea persistente desde hace años.
En julio de 2017, la sala VI de la Cámara Nacional del Trabajo ordenó la reincorporación de un grupo de despedidos de la empresa Pepsico. Los jueces argumentaron que no se había cumplido el procedimiento preventivo de crisis.
En octubre de 2018, algo similar. Un fallo de la sala V ordenó reincorporar a un grupo de trabajadores de Télam por idéntico motivo: falta de cumplimiento del procedimiento preventivo de crisis.
En ambos casos, la principal oposición no provino de las empresas, sino del Ministerio de Trabajo. Particularidades de la época actual: el arbitrio del Estado opera a favor del más fuerte.
Así, el procedimiento de crisis, en su versión macrista, se convirtió en una herramienta de intervención antojadiza. Si en algún momento el mecanismo sirvió para limitar los despidos masivos, ahora es su salida predilecta. Luego de dos años de fallos judiciales adversos, las empresas y el gobierno entendieron que para formalizar los recortes de personal había que atravesar el procedimiento administrativo previo.
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La norma es vieja, pero no tanto. Y como tal, todavía se usa. A fines de 1991, el gobierno de Carlos Menem impulsó la sanción de la famosa Ley de Empleo, aquella que prometía terminar con la desocupación en la Argentina y terminó por duplicarla.
Allí se incorporó, como novedad, el procedimiento preventivo de crisis, un mecanismo similar al que existía desde finales de los años ochenta, pero –vale decirlo– para situaciones de mayor envergadura.
Lo cierto es que el mecanismo sirvió en los hechos como puente para afrontar una doble realidad: la crítica situación económica y la flexibilización laboral en ciernes.
La receta, por tanto, consistía en salvaguardar a las empresas en crisis a través de la reducción del patronalmente denominado «costo laboral». No exenciones impositivas, no créditos contracíclicos, no subsidios estatales; suspensiones y despidos baratos para evitar la quiebra.
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La actual política estatal de facilitación de despidos incluye sin embargo otros elementos igualmente importantes. En principio, la paulatina eliminación del Programa de Recuperación Productiva (REPRO), creado en 2002, y que atendía la situación de empresas en situación de crisis a condición de que se mantengan intactos los puestos de trabajo.
El programa, que llegó a beneficiar a casi 138 mil trabajadores, fue fundamental para evitar el aumento exponencial de la desocupación durante la crisis industrial de 2009. Sin embargo, a partir de 2017, por decisión del entonces ministro Jorge Triaca, las condiciones de acceso no sólo se volvieron más restrictivas, sino que incluso se eliminó la exigencia de conservar los puestos existentes.
De esta forma, la estrategia gubernamental cambió su eje de manera pavorosa. Se pasó de privilegiar un programa que evitaba la pérdida masiva de empleos a otro que facilita los despidos con financiamiento estatal: el Programa de Transformación Productiva, creado en 2016, que en su primer año de ejecución apenas le consiguió nuevo puesto a uno de cada cinco trabajadores despedidos.
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No es casual que el procedimiento preventivo de crisis cobre notoriedad en la actualidad. Aunque es verdad que la llegada de Cambiemos al poder le estampó su propia marca: su uso deliberado como mecanismo flexibilizador «ad hoc» ante la imposibilidad de una reforma integral por ley que facilite cualquier despido. Basta recordar, por ejemplo, la frustrada propuesta de creación de un fondo de cese laboral presentada por el Ejecutivo hace dos años.
“Contratar y despedir debería ser natural como comer y descomer”, había sintetizado el entonces secretario de Empleo y ex Techint, Miguel Ángel Ponte, a principios de 2017.
Descomer, en los hechos, era deshacerse de los trabajadores de manera fácil, rápida y a bajo costo, algo que impide la normativa laboral actual. El resquicio, por tanto, consistió en hallar en una norma de excepción la fórmula para blanquear despidos ante el menor desajuste económico.
Aun así, los escollos no son menores. Actualmente la norma exige un acuerdo previo entre empresarios, sindicato y Ministerio antes de cualquier despido, además de la constatación efectiva de las dificultades económicas: presentación de los últimos tres balances en rojo y la demostración de que la crisis de la empresa no es responsabilidad del empleador.
Así dicho, pareciera difícil que un procedimiento preventivo de crisis bien configurado termine en despidos masivos. Y quizás por ello la herramienta que parió la década menemista no se convirtió, en la práctica, en una vía libre para la reducción de puestos a gran escala. Horacio Meguira, asesor jurídico de la CTA-Autónoma, recuerda por ejemplo que en los últimos veinte años los despidos dados en contextos de acuerdo preventivo fueron la excepción y no la regla.
Sin embargo, lo cierto es que durante la crisis de 2018 los procedimientos de estas características aumentaron un 50% respecto a los ocurridos durante la debacle financiera de 2008-2009. De lo cual se desprenden sólo dos explicaciones posibles: o la actual recesión está afectando a las bases mismas del negocio capitalista como nunca antes en la historia, o existe una premeditada política gubernamental de facilitación de despidos detrás de este mecanismo.
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Se dirá: ni lo uno ni lo otro, sino una mezcla de ambas. Es posible, pero en cualquier caso sería necesario otro tipo de intermediación estatal. Si la principal preocupación del Estado ya no consiste en resguardar los puestos de trabajo, entonces cualquier ley se vuelve obtusa.
Un mecanismo de excepción es improcedente si la crisis en la empresa es pasajera, o si hubo una mala gestión de los directivos, o si existen soluciones menos lesivas que el despido masivo de trabajadores: por caso, la reducción de los márgenes de ganancia empresarial.
Una escena constante en la disputa por la renta: los empresarios suelen ser reacios a mostrar los números de sus negocios. “Esa ley incrementaría el poder del sindicalismo (…) porque lo siguiente será la cogestión”, vociferaba en 2010 el referente de la Unión Industrial, Daniel Funes de Rioja, cuando supo que los sindicatos tendrían acceso a los balances de las empresas si se aprobaba el proyecto de participación en las ganancias.
Sin embargo, ahora, diversas empresas de toda envergadura solicitan la apertura del trámite ante la Secretaría de Trabajo como si el procedimiento no incluyera, en rigor, una engorrosa negociación con los sindicatos con los balances sobre la mesa.
Una rareza que sólo se explica por esa diligencia con la que el Ejecutivo habilita despidos y toma partido en favor de la parte empleadora: las empresas grandes confían en que hallarán en el gobierno a alguien que sea contemplativo con sus intereses, aún a costa de los derechos de los trabajadores.
En esa senda es que se inscribe la renovada promoción del procedimiento preventivo de crisis. No es casual, y se sostiene por esa pretensión ortodoxa de facilitar los despidos como mecanismo dinamizador del mercado de trabajo; el verdadero corazón de todo anhelo flexibilizador. Una propuesta que fracasó en los años noventa, que fue frenada el año pasado por la oposición, pero que siempre vuelve de manera solapada.
@fdalponte
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