Batalla de Ideas

5 noviembre, 2018

Sororidad y redes de lucha cotidiana

Por Laura Oszust. “El feminismo, ese lugar donde la teoría se hace abrazo y dejás de estar sola inmediatamente”. Esta frase de la periodista y comunicadora feminista Paula Cainzos me llamó la atención, me fascinó cómo en pocas palabras podía explicarse qué es esta ola verde. Más precisamente el lazo que se construye entre las personas que arman y participan de las redes feministas.

Por Laura Oszust. “El feminismo, ese lugar donde la teoría se hace abrazo y dejás de estar sola inmediatamente”. Esta frase de la periodista y comunicadora feminista Paula Cainzos la encontré en una de las exquisitas obras que publica en su Twitter la ilustradora, también feminista, Ro Ferrer. Esta definición de feminismo me llamó la atención, me fascinó cómo en pocas palabras podía explicarse qué es esta ola verde. Más precisamente el lazo que se construye entre las personas que arman y participan de las redes feministas.

Las hermandades (no de frater sino de sor) existieron desde tiempos inmemoriales. Desde las Beguinas en Europa entre los siglos XII y XIII, aquellas mujeres laicas que ayudaban a personas enfermas pero también alfabetizaban y enseñaban oficios a mujeres para impulsar su independencia, pasando por las trabajadoras organizadas en Rusia en 1917 ante la falta de alimentos pidiendo “Pan, paz y libertad”, hasta las Socorristas en la actualidad argentina, quienes son la contención de miles de personas con capacidad de gestar que se niegan a vivir una maternidad forzada.

Pero también existen “grupas” del día a día, esas redes de las luchas cotidianas, esas que ayudan a ir derribando miedos. Este es el caso del autodenominado “Club del Libro Feminista”. Surgido en el verano de 2017, nació a partir de la iniciativa de Agostina Mileo (a.k.a. la Barbie Científica) que, como quien tira un mensaje en una botella, lanzó el siguiente tuit: “Se está armando un Club del Libro Feminista, quien quiera participar está invitadx”.

Muchas mujeres de diversos ámbitos le escribieron para participar, tantas que el grupo tuvo que dividirse. El primer encuentro (la idea era juntarse una vez por mes) tuvo la consigna de que cada una llevara un texto que fuera significativo en relación al feminismo, lo cual nos sirvió como disparador para poder charlar sobre el tema pero también sobre cómo nos interpelaba a nosotras desde nuestra intimidad y cotidianidad, desde las desigualdades y violencia diarias.

El segundo encuentro tuvo como objetivo leer El Calibán y la Bruja, de la economista italiana Silvia Federici, y discutirlo. En un país en que la brecha salarial entre mujeres y varones es de 23,5%, según el informe “Las mujeres en el mundo del trabajo” publicado a fines de 2017 por el Ministerio de Trabajo de la Nación (hoy Secretaría), poder reflexionar sobre cómo afecta a las mujeres el capitalismo y el modelo económico neoliberal entendiendo sus orígenes (con la persecución de las mujeres “brujas” y la implantación de la propiedad de la tierra) nos empodera y coloca en otro lugar. Porque no es leer obligatoriamente para “cumplir con la tarea”, sino aprender de la lectura pero sobre todo del compartir con otras las experiencias del mundo real e imaginar una realidad distinta y feminista.

De la misma manera poder pensar si es necesario tener dinero y un cuarto propio para desarrollar nuestras actividades al leer el libro de Virginia Woolf, algo que la mayoría de las mujeres no tiene, a parte de no tener tiempo “propio” ya que, según la encuesta realizada por el INDEC sobre trabajo no remunerado y uso del tiempo en 2013, las mujeres dedican el doble de horas diarias al trabajo doméstico no remunerado (6,4 contra 3,4 horas). En fin, todo hablaba de nuestras realidades.

Unidas y organizadas

Este grupo de lectura en realidad fue un excusa. En lo personal, recuerdo que le contesté a Agostina: “Que bueno. Necesitaba un espacio que me contenga”, y consultando a otras me di cuenta de que a muchas nos pasaba lo mismo. Veníamos de distintos lugares: Capital y Gran Buenos Aires; distintos presentes: madres, sin hijes, solteras, en pareja; trabajadoras de distintos ámbitos: docentes, abogadas, estudiantes, periodistas, poetas, artistas, científicas, politólogas, militantes, trabajadoras de la salud. Con distintas ideas políticas: troskas, peronistas, socialistas. Diferentes, nos unimos y organizamos.

Esta unión de subjetividades puede considerarse un grupo de autoconciencia, tal como los que organizaban y estimulaban las feministas radicales en la década del ’70. A través de estas organizaciones de mujeres se pretendía develar la conciencia latente de la opresión que sufrían y de esta forma propiciar la reinterpretación política de la propia vida. Estas organizaciones horizontales de mujeres son a las que se refiere la feminista estadounidense Carol Hanisch en su texto de 1969 “Lo personal es político”. Ella menciona los encuentros caracterizados por un aspecto terapéutico político, donde las mujeres dejamos de sentir culpa, de sentirnos culpables por la situación que vivimos y así podemos dar pelea afuera.

En el caso del Club del Libro, este cuestionamiento a las vivencias de la vida cotidiana es primordial, porque ser madre, estudiante, trabajadora, desocupada, soltera, casada, en pareja, ser heterosexual o no, no nos es indiferente, no nos es natural. Porque, además, el modo de vivir que elegimos (o que a veces nos toca) tiene sus consecuencias, el dedo acusador patriarcal que te señala “qué está bien o mal”. Este señalamiento propio de un sistema capitalista que necesita encasillarnos, adoctrinarnos, que nos hace cada vez más desiguales, y que con eso no bastaba y se apoyó en una desigualdad de género para pisar más fuerte. En esta línea, que la participación de las mujeres en el trabajo doméstico sea del doble de tiempo que el dedicado por los varones no es natural ni biológico, es que en realidad esa es la base para que le rueda económica capitalista –aunque el socialismo no sea de por sí feminista– pueda seguir funcionando.

Esto se tuvo en cuenta en nuestro espacio: para la primera reunión se dejó en claro que se podía ir con las personas que estuvieran a nuestro cuidado. Desde el comienzo las tareas de cuidado y el trabajo doméstico no remunerado se discutieron, como cuando alguna de las compañeras que tienen hijes comentan que tienen que llevar al niñe a la facultad o al trabajo, porque es ella la cuidadora principal, y a veces la única. En este sentido, la división laboral de género y los estereotipos posibilitan que las mujeres nos veamos obligadas a relegar nuestra educación. Esto puede observarse en que el 64% de las personas adultas analfabetas del mundo en 2015 eran mujeres, según el informe de la UNESCO La educación para todos, 2000-2015. Una de las consecuencias de esta realidad es que tenemos trabajos menos “calificados” y sueldos más bajos.

En este escenario que habitamos, es menester despertar esa conciencia latente, ya que hay un mundo que se sostiene por la opresión a las mujeres y es tiempo de hacerlo caer. Es en estos espacios de conversación en los que se dan charlas sobre situaciones materiales palpables: empleadores que te explotan y denigran por ser mujer y feminista, relaciones sexo-afectivas (que pueden ir desde el amor –romántico o no– hasta el sentido de la penetración), cómo criar o tener ciertas conversaciones con hijos e hijas, problematizar sobre nuestros cuerpos, nuestro deseo y el del otrx, todo el tiempo hacernos cargo del patriarcado residual que llevamos dentro y, lo fundamental, darnos cuenta de que no estamos solas, sólo estábamos aisladas.

Como afirma Andrea, una compañera del Club, “los lazos de sororidad que se conformaron hacen que los libros pasen a un segundo plano. Son amistades que nacen a partir del feminismo”.

No es casual que este encuentro se haya dado en tiempos de Ni Una Menos, de los paros de mujeres, de la votación en el Congreso por la legalización del aborto y de la pelea por la aplicación correcta de la ley de Educación Sexual Integral. La marea verde nos amontonó, para seguir reflexionando y actuando personal y políticamente.

Pero, como si fuera poco, el grupo rompe estereotipos. Por más serio y profundo que parezca formar parte de un Club así, el no estar solas también significa camaradería, jolgorio y diversión. Es una buena oportunidad para desmitificar la imagen de las mujeres reunidas leyendo seriamente y tomando un tecito (en todo caso tomamos la calle). Es un espacio en que intentamos romper nuestras estructuras feministas, bajar la teoría a la práctica y gozar en todo sentido, tratamos de construir una especie de espacio goloso: en el Club el debate se da siempre acompañado de un vino o una cerveza, con algún tema de Shakira o Thalía de fondo, que a veces deriva en baile más karaoke, porque el feminismo también es fiesta, porque como afirmaba Emma Goldman “Si no puedo bailar no es mi revolución”, y acá siempre hay una coreo latente.

@laurenciokurda

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