Cultura

10 octubre, 2018

El Potro, la película: cuando el mito se desprende de la persona

El Potro, lo mejor del amor es la película de un icono popular, un personaje de la gente, de esos que a veces sin intención representan una identidad inclusive política. Su producción forma parte de un cine que reivindica a los ídolos populares, de abajo. Un cine peronista dirán algunos, esa especie de subgénero que inauguró el cineasta más popular de nuestro país y a quien Muñoz -la directora de este film- pareciera rendirle homenaje.

El Potro, lo mejor del amor es la película de un icono popular, un personaje de la gente, de esos que a veces sin intención representan una identidad inclusive política. Su producción forma parte de un cine que reivindica a los ídolos populares, de abajo. Un cine peronista dirán algunos, esa especie de subgénero que inauguró el cineasta más popular de nuestro país y a quien Muñoz -la directora de este film- pareciera rendirle homenaje.

Es imposible no marcar algún paralelismo con el Gatica, el Mono, de Leonardo Favio, y no sólo por la secuencia de apertura, sino que las referencias del Mono en fotos del padre del Potro aparecen a lo largo de la película. Una comparativa que nace a partir de una intencionalidad de la directora, que ya había elegido otro icono popular para su ópera prima, Gilda.

El devenir propio del film está condicionado por la vida misma del artista al que se le rinde tributo. Lorena Muñoz se encuentra con un desafío mayor al que tuvo con Gilda, ya que aquí no hay una mujer tratando de luchar por hacerse un lugar en un mundo que la niega. La vida de Rodrigo para llegar al estrellato es orgánica: el padre es del ambiente de la música, lo lleva con un manager y de repente está haciendo un Luna Park. No hay un camino del héroe que marque el devenir de la película. Entonces el enemigo de Rodrigo serán sus propios excesos, sus propios vicios, justificados (en el caso de las drogas) por el personaje de Ángel, aquel que encarna desviación del ídolo.

La película no cuenta nada nuevo, nada que no conozcamos, es más, aliviana algunos conflictos con los que creíamos que nos íbamos a encontrar. Sus vicios por las drogas aparecen insinuados, se opta por limitar el plano a una puerta cerrándose en el momento en que se toma un “saque”, como si no estuviera autorizado mostrar ese tema tabú. Si bien no podemos decir que recae en lo naif, si hay algo de lo trash que imaginamos de la vida del Potro que no es mostrado de tal manera.

No es así con su vida sexual, que se muestra de manera un poco más jugada, inclusive mostrando el gran abanico de deficiencias que dejaba como compañero y padre, y dejando en vista sus actitudes violentas y manipuladoras (aunque sin embargo podemos deducir que se siguen dejando algunas por fuera). El personaje de Betty Olave interpretado por Florencia Peña aparece como una madre sobreprotectora, pero está lejos de la desmesura que le conocemos a la original.

La actuación de Rodrigo Romero también va en esa línea. Si bien a su ya gran parecido físico se le agrega un estudio de sus movimientos y gesticulaciones -y un gran logro en el parecido en la tonalidad de la voz- pareciera que la inocencia que inspira el actor no coincide tanto con la actitud desencajada del Potro. En resumen, la película peca un poco de tibia.

El gran problema de El Potro es la forma en que se presentan y se desarrollan los conflictos, o más bien la carencia de esos desarrollos. Un día conoce a Marixa Balli (interpretada por Jimena Barón), luego se enamora, y de pronto se comporta de manera violenta. Un día es una estrella, al otro se deprime. Nadie sabe por qué, se puede deducir, pero no hay un tratamiento que muestre ese conflicto interno, ese devenir en la depresión. Solo sucede.

Sin embargo la película no deja de ser efectiva, no sólo por la gran elección de actores para encarnar cada personaje, sino también porque se le dedica mucho tiempo al in crescendo de la carrera de Rodrigo al ritmo de sus hitazos, que a fin de cuentas es lo que uno va a ver.

El Potro es el homenaje a un icono popular que presenta, en mayor o menor medida, las contradicciones con las que nos encontramos al reivindicar una figura de ese tipo. Sin embargo sería un error limitarnos a pensar sólo en Rodrigo en sí, en la figura humana (tampoco es cuestión de deshumanizarlo, es necesario ser consciente de sus actos y repudiarlos de ser necesario) sino más bien quedarse con lo que este representa y en todo caso replantearse si es válido el lugar desde donde se reivindican estos personajes.

El mito de Rodrigo, con una gran sustentabilidad en su muerte, llega a tal punto que se desprende de la persona, lo excede y se transforma en una especie de fenómeno popular. Todo esto pensado desde un plano si se quiere intelectual, porque lo que es un hecho es que el Potro, como Gilda o el Mono, es un icono popular más allá de nuestras discusiones.

Facundo Rodríguez

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