14 septiembre, 2018
Pensar una sucesión sin partidos hegemónicos
Por Federico Dalponte. Una crisis amenaza siempre la estabilidad institucional. Pero a pasos de 2019, el iter electoral parece asegurado. Lo que falta, en cambio, es un armado contrapuesto al del oficialismo. Aquello que ya existía en 1989 y 2001, y servía al sistema como lógica alternancia.

Por Federico Dalponte. Una crisis amenaza siempre la estabilidad institucional. Pero a pasos de 2019, el iter electoral parece asegurado. Lo que falta, en cambio, es un armado contrapuesto al del oficialismo. Aquello que ya existía en 1989 y 2001, y servía al sistema como lógica alternancia.
Esta semana en Argentina: la mayor inflación mensual del año, caída de la capacidad instalada en la industria, dólar superando los 40 pesos.
Lo obvio: no estamos en 2001. Los análisis económicos coinciden poco y nada, pero nadie teme una debacle al estilo De la Rúa. La salida anticipada es improbable, lo cual no significa no pensar en la sucesión.
La historia política todavía sirve para explicar ciertos procesos, para comprender lo imponderable. La crisis que inauguró Cambiemos siembra dudas sobre el escenario electoral y allí emergen un sinfín de posibilidades.
En ese sentido, el deterioro político se parece bastante más a 1989 que al epílogo de la convertibilidad. El sostén partidario de los años ochenta todavía era robusto. La salida de Raúl Alfonsín fue, en todo caso, parte apenas de una transición ordenada. Nada que ver con el caótico diciembre delarruista. El cordobés no tenía alianza, ni partido, ni lobby, y el «voto bronca» era primera fuerza en Capital y en Santa Fe, y segunda en Buenos Aires.
Pensar que los severos problemas económicos de la Argentina deben necesariamente terminar con un presidente es –cuanto menos– insostenible. Existen razones políticas, sociales y de coyuntura que explican las rupturas institucionalizadas tanto como los desbalances de hacienda.
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Si no media un quiebre en la fuerza de gobierno ni emerge un sustituto consistente, Mauricio Macri se encaminará a romper con una maldición: podrá ser el primer presidente democrático no peronista en completar su mandato desde Marcelo T. de Alvear en 1928.
Tiene a su favor una alianza de gobierno sólida y un descampado enorme en el frente opositor. O mejor dicho: hay un sinnúmero de actores que pugnan por la sucesión, pero nadie capaz de aglutinar un plan político alternativo. La única sombra para Cambiemos se llama Cristina Kirchner. Nada más, nada menos.
En 2015, la tecnocracia antipolítica le ganó al discurso ideológico, a la resolución militante. Confiar en la reversibilidad de ese proceso es temerario. Mejor sería quizás ensayar nuevas plataformas.
La reacción mayoritaria en 1983 fue votar al candidato que se contraponía mejor con la faceta autoritaria en retirada. En 1989 la sociedad premió a quien prometía controlar los precios, sin importar el costo. En 1999 se ungió presidente al candidato serio y honesto, en las antípodas del menemismo. En 2003 se consolidó la idea del liderazgo fuerte, una herencia duhaldista tras el vacío de la Alianza.
La contraposición entre sucesor y antecesor es siempre la opción más sencilla. Les sirve a ambos. Pero en la Argentina el retorno de un presidente saliente no es fácil. La historia cuenta varios traspiés: Alfonsín para senador en 2001, Menem para presidente en 2003, Kirchner para diputado en 2009 y Cristina para senadora en 2017. A su turno, todos perdieron.
Se dirá, claro, que también existen contraejemplos, y es cierto. A nivel presidencial, apenas Hipólito Yrigoyen y Juan Perón. Aunque ambos sucedieron a mandatarios de su mismo signo político. Y aquí no se aceptan contrafácticos.
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Cuando Alfonsín perdió el manejo de la economía con la hiperinflación, Carlos Menem ya había vapuleado en su interna a Antonio Cafiero. Era, para buena parte de los argentinos, un presidente en expectativa. Cuando De la Rúa aplicó el «corralito», algo similar: Eduardo Duhalde ya había ganado en octubre su banca de senador, sacándole treinta puntos de ventaja al segundo.
La ex presidenta es, en ese sentido, una carta frágil para la potencialidad opositora: el peronismo no se encolumna uniforme detrás de su figura, su peso legislativo es reducido y perdió incluso su última batalla electoral.
El único que parece ayudarla es el propio Macri. Si el 2019 se encamina hacia una puja entre un presente de crisis y un pasado idílico, tal vez la senadora conserve alguna chance. Porque en rigor todavía no existe una representación concreta y visible de cuál sería otra alternativa al modelo Cambiemos.
Dicho de otra manera: sea Cristina o no la principal contendiente, será difícil que un opositor gane apelando sólo a la nostalgia. Habrá que ofrecer una visión de futuro, una proyección del camino a seguir. La derecha argentina no ganó evocando en su discurso al neoliberalismo de los años noventa: es cierto que aplicó recetas similares, pero construyó antes una idea vendible de modernidad.
En cualquier caso, la sucesión presidencial en 2019 implicará algo mucho más complejo que una campaña tradicional. Será un proceso plagado de novedades. La profunda crisis económica que atraviesa el país alienta las chances de la oposición pero sin perturbaciones institucionales. Y al mismo tiempo, habrá enfrente un presidente que no sólo pretende cortar la racha de los mandatos inconclusos, sino que también aspira a ser el primer no peronista reelegido.
En ese sentido, el colectivo que anhele gobernar la Argentina el año próximo deberá elaborar un proyecto consistente de sucesión, algo más que un diagnóstico, que un simple cuadro de situación; explicar cómo se afronta la crisis sin apelativos emocionales y por qué su propuesta constituye una contraposición a la de Cambiemos.
@fdalponte
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