2 marzo, 2018
[Microrrelatos] El desabrigo
En épocas donde los tiempos de lectura parecen ser cada vez más ajustados, desde Notas inauguramos una sección de Microrrelatos. Para leer en el colectivo, tren o tirado en un sillón. Hoy: “El desabrigo”, de Guido Javier Pérez.

Cómo la perdí me da vergüenza contarlo. La usé de almohada en un viaje de Tafí del Valle a San Miguel de Tucumán. Al llegar a la terminal, a primera hora, bajé del micro sin siquiera notar que entre la oscuridad de los cielos, la inconsciencia del sueño y las curvas del camino había dejado atrás mi mejor campera.
Solo me acordé de ella cuando el frío de la noche me hizo necesitarla. No estaba en la valija ni en el armario del hotel, no estaba en la mochila ni en ningún recuerdo desde que había llegado. La piel se me erizó al imaginarla tirada sobre el piso, quizá enganchada en el apoyabrazos, tal vez estrujada entre el asiento y el lateral del micro.
Llamé a la central de la empresa y no me atendían. Corrí de inmediato hacia la terminal, pero la ventanilla estaba cerrada. En una hoja amarillenta pegada al vidrio desde adentro, leí el horario en el que abrirían al día siguiente y regresé al hotel. Ensayé frente al espejo, durante horas, el tono de mi reclamo y la espontaneidad de mis reacciones ante cada posible contestación.
Me levanté al mediodía y salí apurado. El sol tucumano me hacía agua y yo tiritaba al caminar. La chica de la ventanilla dijo no saber nada y me pasó la dirección a la que llevaban lo encontrado. Paré un taxi y le pedí, inútilmente, velocidad.
Cuando llegué estaba cerrado por la siesta. Caminé alrededor de esa oficina por quién sabe cuánto, hasta que un empleado que había imaginado joven se presentó por la tarde, apostaría que el día antes de su jubilación, y abrió la puerta. Me pidió que tomara asiento, puse el pasaje sobre el escritorio y le referí lo sucedido. Aseguré que tenía la certeza absoluta de que la campera había quedado en el micro.
El viejo revisó un cuarto con porquerías, hizo una llamada delante de mí y pronto me dijo que no habían encontrado nada. Especuló que, como el micro iba y venía, quizá se habían dado cuenta al llegar a Tafí del Valle y podría haber quedado en la oficina de allá. Le dejé mis datos y le informé que tenía pasaje a Buenos Aires para el día siguiente.
Aquella noche el hotel fue la Antártida. Me levanté temprano, cinco minutos después de acostarme, y anuncié mi salida en la recepción. Con el sonido de las rueditas recordándome la incompletitud de mi bagaje, caminé veinte cuadras hasta la oficina del viejo. Por supuesto, no había novedades.
Volví a Buenos Aires y me resigné a vivir una vida miserable. Mucha gente que conozco me recomienda que compre otra, me hace regalos que desprecio, me lleva a pasear por la avenida Forest. Es invierno, y mucha gente que no conozco me para por la calle para preguntarme si no tengo frío. Yo, en remera, respondo que no.
Hace casi medio año que perdí mi mejor campera. La que ya no se fabrica, la que ya no se consigue, la que venía de la época de mis abuelos y me acompañó en tantas aventuras, la que más me abrigaba.
Hoy me llamaron de un número desconocido con prefijo de Tucumán. No llegué a atender, pero devolví la llamada de inmediato y reconocí la voz del viejo. Después de todo, no se había jubilado. Entre kilómetros de pausas y firuletes que al principio me quemaron las vísceras, escuché sus palabras esperando la buena noticia. No podía darme otra cosa, ¿para qué iba a llamar, si no?
Me contó primero que los muchachos de Tafí del Valle iban a pintar la oficina de verde limón. No hacía mucho que la habían pintado, pero entre que el rojo se fue perdiendo y la empresa renovó los colores corporativos, convenía aprovechar la temporada baja para hacerlo de vuelta. Como es lógico, antes de pintar movieron unos archivos, un par de escritorios iguales al de él, sacaron las cortinas e inundaron el piso de viejas noticias.
Cuando nadie lo esperaba, a esa altura del relato ni siquiera yo, detrás de la puerta apareció un perchero superpoblado. Mi mejor campera había estado todo el tiempo ahí, arrumbada, entre abrigos perdidos y bufandas no reclamadas. Los muchachos recordaron la llamada del viejo y se la mandaron en el primer micro.
Le agradecí de mil maneras por la noticia y me contestó que podía pasar a buscarla el día que quisiera. Ya avisé en el trabajo y tengo mi pasaje en la mano.
Mañana, a esta misma hora, seré de nuevo yo.
Guido Javier Pérez
Si llegaste hasta acá es porque te interesa la información rigurosa, porque valorás tener otra mirada más allá del bombardeo cotidiano de la gran mayoría de los medios. NOTAS Periodismo Popular cuenta con vos para renovarse cada día. Defendé la otra mirada.