Aquel martes me propuse que alguien inventara al Mutante del Riachuelo. Tomé la cámara y fui hasta la Vuelta de Rocha a preguntarles a vecinos y turistas si lo habían visto. Los primeros entrevistados me tomaron por loco, algunos se quedaron esperando el remate de un chiste que no existía, otros comenzaron a seguirme.
16 febrero, 2018
[Microrrelatos] El mutante del Riachuelo
En épocas donde los tiempos de lectura parecen ser cada vez más ajustados, desde Notas inauguramos una sección de Microrrelatos. Para leer en el colectivo, tren o tirado en un sillón. Hoy: “El mutante del Riachuelo», de Guido Javier Pérez.

Tras cuantiosas negativas y tempranos desertores, en la isla Maciel un pibe de doce o trece años aseguró que su abuelo había conocido al Mutante. Uno de mis seguidores le pidió que nos llevase hasta él y pronto nos vimos en una cocina diminuta, comiendo galletitas surtidas y registrando el relato del primer avistaje, allá por 1967. El viejo trabajaba en una fábrica de heladeras que daba al río y la bestia se le había aparecido una tarde en que se acercó a la orilla.
Como ocurre después de todo testimonio inicial, muchos otros que -por recato o temor al ridículo- no se animan a abrir caminos, corroboraron lo dicho por el anciano y brindaron detalles. Supimos así que el Mutante se alimentaba de residuos y salía a la superficie los miércoles, casi siempre del lado de Capital. Un carnicero lomense refirió haberlo herido a piedrazos y juró por lo que más quería que la sangre del monstruo era negra.
Habíamos terminado de grabar y cruzábamos el puente Bosch cuando nos robaron la cámara a punta de pistola. Con ella se iban las voces que atestiguaban la existencia del Mutante y nuestra posibilidad de informar al mundo sobre aquella amenaza. Juzgué imposible reconstruir el material. La frescura de lo natural no podría reproducirse en un nuevo video. Me despedí de mis seguidores como pude y los exhorté a que retomaran sus vidas.
El jueves recibí una caja por correo. El remitente era anónimo, la cámara estaba intacta y la grabación era más extensa. Dos minutos temblorosos y algo difusos mostraban, luego del último testimonio, a un ser de tres ojos que se hundía, herido, en un agua tan oscura como su sangre.
Guido Javier Pérez
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