Cultura

9 febrero, 2018

[Microrrelatos] En busca de cierto árbol libanés venenoso

En épocas donde los tiempos de lectura parecen ser cada vez más ajustados, desde Notas inauguramos una sección de Microrrelatos. Para leer en el colectivo, tren o tirado en un sillón. Hoy: «En busca de cierto árbol libanés venenoso», de Diego Flores.

Marini no es un hombre de pedir favores, así que cuando nos requirió a mí y a «La dicha en movimiento» que le demos un aventón para ir a buscar un árbol libanés que se sabe venenoso, dije que sí sin dudarlo. Luego, cuando me dijo que la travesía terminaba en Bernal Oeste dudé, quizás, de mi afirmación, pero soy un hombre de palabra y más con Marini.

Antes de arrancar debíamos cargar nafta pero como los cajeros estaban vacíos decidimos arriesgar: podíamos llegar o no, eso lo elegiría el destino y los octanos, que vaya uno a saber cómo funcionan. Había otro problema que involucraba a la kombi, anda floja de frenos, no es que frene mal sino que cuando frena parece que se está deteniendo el titanic. Hace unos chirridos irritantes que se confunden con dolientes torturas a las ruedas de mi intrépida amiga.

Finalmente encendimos turbinas, Marini soltó una información de último momento que alteró a la tripulación “hay que estar 19.30 y son 19.10”. Salimos a una velocidad apasionada y discutimos, sobre cartografía precaria, donde estaba establecido el acceso sudeste. Para mí era apenas pasáramos el peaje del Docke, para Marini a la altura del Auchan. Finalmente recordé que contaba con un GPS que nos desasnó a ambos apuntando que la bajada no estaba en ninguno de los dos lugares señalados.

Salimos de la autopista en velocidad plena (90km en bajada), los primeros once pozos me los comí enteritos, la kombi saltaba como un gran conejo en la negrura de la noche quilmeña mientras la robótica voz del GPS no paraba de alertar que estábamos en «zona peligrosa». No supimos deducir si la alerta era por la villa miseria que estaba al lado del acceso (como explicarle a una máquina que la villa no es peligrosa, sino quienes las generan) o por los pozos cada vez más profundos y extensos. Según un aporte, incomprobable, de Marini, vio en uno de estos a hombres topos.

Finalmente llegamos a la casa indicada, en la puerta un pelado con campera de cuero y celular en la mano nos recibía, tenía en una bolsa blanca de mercado al famoso árbol libanés. Todas nuestras hipótesis previas sobre venenosidad y por tanto del peligro de dicho árbol se habían diseminado al llegar al lugar. No había una suerte de monje que nos entregaba el elemento natural en una caja de madera artesanal que anunciaba mesura y cuidado en el traslado. No. Tampoco era un prototipo libanés que nos contaba mitos e historias sobre el venenoso de Oriente. No, era una suerte remisero venido a menos que estaba meta “jandi” con otro muchachos del barrio hablando de quinielas y resultados.

Encendí «La dicha» y emprendimos la vuelta, bajé la ventana, un temor inusitado me despertó una hipocondría poco razonable y empecé a sentir dolor de garganta apenas el árbol fue depositado en la kombi. El GPS empezó de nuevo con la perorata de la “zona peligrosa”. Giramos a la derecha distraídos y nos encontramos con las típicas casillas villeras y con mucha gente tomando y comiendo en la calle.

Tuvimos un miedo burgués que se corporizó en nuestro silencio, pasamos con cara seria mirando para adelante, economizando los movimientos faciales, vimos un par de birras levantadas y hurras dedicadas a la incuestionable lindura de «La dicha en movimiento”. Entendí que nuestro miedo era tan burgués como injustificado, producto de un bombardeo incesante de imágenes noticias y asociaciones rápidas entre significantes y significados. La gente estaba en la calle porque las clases populares suelen apropiarse del espacio público, suelen extender las zonas de confort y sociabilización hacia lugares abiertos.

Nosotros, la clase media, trazamos el recorrido contrario, metemos el hocico para adentro y solemos solo olernos entre nosotros. Sentí la vergüenza de haber sentido miedo.

Lentamente nos volvió a devorar la negrura de la noche pero esta vez en capital. Ahora la única amenaza, para nosotros, volvía a ser ese árbol libanés venenoso.

Diego Flores

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