7 septiembre, 2017
Reclamar por el desaparecido: un acto de definición política
Por Federico Dalponte. La calle se tuvo que llenar dos veces para que su nombre llegara a los grandes medios. La muy demorada respuesta del gobierno huele a sobreactuación. La desaparición de Santiago Maldonado es, sin lugar a dudas, el tema prioritario de la agenda pública.

Por Federico Dalponte. No hay otro tema prioritario en la agenda pública. No puede haberlo. Desde que desapareció Santiago, hubo un atentado en Barcelona, marchó la CGT a Plaza de Mayo, votamos en primarias, se frenó la exportación de biodiésel, Venezuela hizo su Asamblea.
La calle se tuvo que llenar dos veces para que su nombre llegara a los grandes medios. El 17 de agosto Maldonado apareció por primera vez en la tapa del diario más vendido del país: apenas un comentario sobre su búsqueda con perros; nada de foto ni ubicación central. A un mes de los hechos, entre el 30 de agosto y el 2 de septiembre, el mismo diario le dedicó tres tapas: para defender a la gendarmería, para criticar el debate en las escuelas y para denunciar la violencia en la segunda marcha.
Santiago Maldonado se convirtió en una consigna política por efecto de la calle. Incluso desde las hipótesis más inverosímiles, su desaparición impuso el sello del drama colectivo. Su aparición con vida nació como una exigencia de los ámbitos más heterogéneos. Por eso las encuestas encargadas por el gobierno hablan de una preocupación nacional sin distinciones.
En ese sentido, era deseable que la Casa Rosada se pusiera al frente y no a la retaguardia de la búsqueda. Su primera reacción, la más genuina, fue defender a los sospechosos por espíritu de cuerpo. Les preocupó más el impacto electoral a pocos días de las primarias que la aparición con vida del desaparecido.
Y la rabia de buena parte de la sociedad se ocupó de hacer el resto: disparó su politización en sentido estricto; el tema dominó así el pleno escenario de lo público. Ante cada comentario de Patricia Bullrich, mayor era la demanda al Ejecutivo: ¿dónde está Santiago?
Hoy la situación parece radicalizada. Si al oficialismo le preocupaba su politización, hoy directamente el apellido Maldonado es sinónimo de Argentina en cualquier rincón del mundo. Mucho más desde que se cayó la hipótesis del gobierno, esa que anhelaba con ansias: que Santiago hubiese muerto a manos de un puestero.
Empatías, prejuicios y falacias
Cuando son muchos los que se hacen la misma pregunta, difícil que eso no pase a la arena política. Dicho de otra forma: la desaparición de Santiago no se politizó por la intervención de los diversos candidatos en campaña, sino por la propia sensibilidad y repercusión social de los hechos.
Hasta los dirigentes del más recóndito pueblo del país se manifiestan siempre, con mayor o menor prudencia, sobre los temas nacionales de alto impacto. Y los actores lógicamente toman posiciones. Lo que debe juzgarse, en todo caso, no es que las tomen, sino cuál es en concreto esa posición que adoptan.
Los partidos y organizaciones con tradición en la defensa de las causas de derechos humanos tuvieron una reacción espontánea: reclamarle al Estado. Es lo que se hace en la Argentina desde hace décadas. Habeas corpus, marchas, visibilidad. Generar conciencia colectiva. A ellos se suman los hombres y las mujeres de a pie, los sensibilizados, los que empatizan con la madre que llora, con el hermano que implora.
Pero el gobierno no. Por incapacidad o convicción, no quiso sumarse al reclamo. Prefirió la idea del terrorismo, del puestero, de la sedición. Cualquier cosa antes que asumir que una parte suya, de las fuerzas a su cargo, podía ser responsable.
Eso tuvo un efecto nocivo, que continúa en parte hasta hoy: muchos de sus seguidores creyeron ver en aquella denuncia un cuestionamiento al propio partido de gobierno. Nada más lejano. La familia de Santiago, y quienes son fraternales con ella, cuestionan a la Gendarmería. Sólo después, cuando cabe, a todos aquellos que niegan, encubren o entorpecen el acceso a la verdad.
Mientras tanto, quienes cierran filas en defensa del Ejecutivo aplican la falacia ad hominem con todo rigor: los testimonios variados de la comunidad mapuche no valen porque son, en efecto, mapuches. Son diferentes, hablan diferente, se visten diferente, viven diferente. Con Patricia Bullrich como iniciante, el principal tema de preocupación nacional quedó teñido así de fuertes dosis de discriminación étnica y aires de superioridad.
Lo que hay, en rigor, es un prejuicio flagrante: todos los que denuncian la posible responsabilidad de la Gendarmería se convierten en mapuches iletrados, izquierdistas sediciosos o militantes del gobierno anterior. La pertenencia sectorial como base de la desacreditación argumental. El prejuicio, en muchos casos, ve partidocracia donde apenas media sensibilidad por el desaparecido.
La impostura y lo genuino
La respuesta del gobierno argentino estuvo tan atravesada por el cálculo político que se olvidó de la práctica más humana: acompañar a la familia de la víctima.
Y hoy ya parece tarde. “Mi paciencia se terminó ayer”, dijo su hermano Sergio Maldonado, en el trigésimo segundo día de reclamo. Bastante paciencia, por cierto. Algo encomiable. Antes, mucho antes, el presidente había estado de vacaciones a apenas 300 kilómetros de distancia de Esquel. Ni se le ocurrió interiorizarse por el asunto.
Todo huele ahora a sobreactuación, a preocupación impostada tras medir el impacto social de los hechos. Encuestas, focus groups; lo que se hace para saber si la gente prefiere una gaseosa con más o menos azúcar, aunque aplicado a una desaparición forzada.
El caso conmociona en todo sentido. Pero cada uno, en su fuero íntimo, reacciona de acuerdo a su propia percepción del mundo. Santiago Maldonado lleva más de un mes sin aparecer y reclamar por él es un acto de definición política. Una política genuina, valiosa, solidaria. No hay otro tema prioritario en la agenda pública. No puede haberlo.
@fdalponte
Foto: Hernán Zenteno / La Nación
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