3 abril, 2017
El petróleo: verdadero objetivo de la oposición en Venezuela
Por José Contreras-Quintero. Este año, la Asamblea Nacional controlada por la oposición intentó modificar la Ley Orgánica de Hidrocarburos sancionada por el gobierno de Hugo Chávez en 2001. Para conseguir la mayoría calificada que les permitiera la reprivatización, intentaron integrar a tres diputados elegidos fraudulentamente.

Por José Contreras-Quintero. Las partituras de la historia del siglo XX en Venezuela fueron dictadas por el extractivismo al servicio de países donde la industrialización desplegaba sus alas: en lo que va del nuevo siglo, parece que la pauta se mantiene. Petróleo y gas, principalmente, pero también carbón, hierro, aluminio, coltan, oro, caliza (cemento) y posiblemente, tarde o temprano, agua y uranio.
La primera causa del conflicto es que en Venezuela, como legado de Bolívar, los minerales o materiales que se encuentran en el suelo o subsuelo pertenecen al Estado, es decir, a la gente del país. Ese ha sido el principal obstáculo que los poderes transnacionales, hoy día hechos corporaciones privadas, han intentado sortear, lográndolo cada vez que tuvieron acceso al poder en Venezuela a través de gobernantes serviles. Todos los gobiernos que intentaron en la historia reestablecer el control de los recursos naturales, han sufrido golpes de Estado: Cipriano Castro, Isaías Medina Angarita, Rómulo Gallegos -único presidente de Venezuela electo con 80% del voto popular-y, abriendo el nuevo siglo, Hugo Rafael Chávez Frías.
Quienes recordamos los años anteriores a la Era Chávez, somos quienes mejor podemos dar testimonio de las transformaciones que su gestión impulsó. En primer lugar, el conocimiento y el acceso a lo que representa la Constitución de un país, llevar a cabo su redacción y sustitución democráticamente, poner dicho texto en manos de la gente e insistir una y otra vez en que esa es su principal arma para la exigencia, conquista y defensa de sus derechos humanos: ¿derechos humanos?
La mayoría de la gente en Venezuela no sabía siquiera que era eso de los derechos humanos, muchísimo menos tenía la posibilidad de ejercerlos. Buena parte de la sociedad no tenía su identidad registrada, no tenía cédula, por tanto, no podía votar, tampoco tenía entonces acceso a la democracia -aunque fuese representativa- y la censura o cierre de medios por transmitir alguna crítica eran vistos como algo normal. Lo mismo la represión policial, amparada bajo una ley de vagos y maleantes que podía alcanzar a cualquiera.
Ni hablar de derechos de las mujeres, de personas con discapacidad, de discriminaciones racistas y clasistas contra gente indígena, mestiza o afroamericana. De los operativos de “profilaxia social” en cuyas redadas caían mujeres trans, lesbianas, maricones y prostitutas, de las masacres y las desapariciones de disidentes de izquierda. De la degradación de los medios de comunicación y la alienación a través de la industria cultural extranjera.
De modo que la Revolución Bolivariana no ha buscado simplemente reivindicaciones salariales o materiales para la gente que trabaja, sino que ha impulsado transformaciones en las relaciones sociales y la conciencia política en Venezuela y más allá de sus fronteras: en Nuestra América. Barack Obama lo sabía, por eso decretó a Venezuela como una “amenaza inusual y extraordinaria”. Además de una cosa terrible, se trata de un reconocimiento inédito, viniendo de la cabeza del neoliberalismo mundial.
Tras la muerte de Chávez, ciertamente, el proceso ha sufrido reveses fuertes, principalmente -por ello más peligroso- desde adentro del propio partido de gobierno (Partido Socialista Unido de Venezuela, PSUV). El chavismo de las bases, como movimiento político, ha perdido acceso al control del partido y está quedando relegado a una forma de resistencia dentro de la resistencia, por lo que el gobierno de Nicolás Maduro ha tenido que lidiar tanto con la reacción tenaz dentro del propio PSUV, la derecha histórica de la oposición nacional, como sus poderosos aliados del exterior; lo cual se traduce en las concesiones que hemos visto, tal vez con decepción, porque, aunque es obvio, Nicolás no es Chávez.
En el año 2001, Chávez emitió una nueva Ley Orgánica de Hidrocarburos en la que revertía la privatización de los campos petroleros, estableciendo como condición que en la distribución accionaria el Estado debía tener al menos 51% de las acciones para asegurar el control público de estos recursos. Esto desató la furia de las transnacionales petroleras, particularmente Exxon-Mobil y Conoco-Phillips, que desembocó en el golpe de Estado de 2002 contra Chávez.
Este año, la Asamblea Nacional controlada por la coalición de partidos de la oposición intentó modificar dicha ley para retomar el camino de la privatización de los campos petroleros. Para poder hacerlo necesita tener una mayoría calificada de dos tercios, lo cual implica que debían integrar a tres de sus diputados que han sido suspendidos por el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), entrando de esta manera en desacato. El TSJ dictó una sentencia en la que declara que asumirá las funciones de la Asamblea Nacional, mientras esta se mantenga en desacato: tal acción no constituye un golpe de Estado, es un conflicto entre los poderes Legislativo y Judicial, del que Nicolás Maduro, como jefe del Ejecutivo no forma parte directa.
La versión de los medios en el exterior, teniendo a un ex director ejecutivo de Exxon-Mobil como secretario de Estado en Estados Unidos, no sorprende.
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