20 febrero, 2017
Horacio Quiroga: vivir y morir sin comas
Hace 80 años se suicidaba en Buenos Aires el escritor uruguayo Horacio Quiroga. Aquí, un repaso por algunas líneas de su muerte y de su vida.

En 1917, año particular si los hay, Horacio Quiroga -escritor nacido en Uruguay a fines del siglo XIX y radicado en Argentina- publica en un libro una serie de cuentos. Algunos ya habían asomado al mundo de los lectores en diarios, otros iban a ser conocidos allí. Los universos y los personajes que versaban en esas ficciones transitaban la selva, el campo, los mares, las ciudades. Penaban por amor, o por enfermedades, o eran presos materiales de su propio destino. Buscando quizás el hilo invisible que los unía es que surgió el título de la antología. De amor de locura y de muerte. Pero así, sin comas, exigió el autor.
Sin separar las pasiones que atraviesa la vida humana y para las que nuestro lenguaje, que es la forma visible de nuestra capacidad de pensarlas, inventó varias palabras. Sin embargo el libro debía titularse sin comas. Sin dividir artificialmente lo que en la vida del autor había estado siempre unido. Porque para amar y para escribir hay que abandonar todo lo que se pueda la cordura o la prudencia. Porque ser amante de la locura parece ser una de las formas más literarias de morir.
De amor
En una casa algunos escritores y pocas escritoras -que el mundo viene siendo patriarcal hace tanto- celebraban una tertulia nocturna. En uno de los juegos una mujer perdió su apuesta. La prenda que debía cumplir para pagarla era la de besar una de las caras de un pequeño reloj de cadena sostenido en el aire por otro de los escritores, que debía besar a su vez la cara opuesta. El resultado hizo justicia a una tensión previsible: con dinámica de segundero el hombre corrió el reloj en el momento preciso que permitió que su boca y la de la muchacha cedieran al deseo; para qué postergarlo en el tiempo si el tiempo puede correrse.
La mujer era poeta, socialista, madre soltera y feminista. Él, poeta, dramaturgo y cuentista eternamente enamorado del anarquismo, había llegado hacía poco tiempo de la selva, a la que también pronto volvería. La anécdota la cuenta Norah Lange cuando narra lo que aquellos años veinte fueron para la literatura argentina. La muchacha se llamaba Alfonsina Storni. El hombre, Horacio Quiroga.
Esto que Lange cuenta, cuenta sobre el amor. Lo cuenta quizás por la fuerza casi siempre inevitable que cobra en la vida humana o al menos en los que viven siéndose fieles: por su primer amor adolescente Quiroga escribió su único cuento autobiográfico, Una estación de amor. De su primera esposa lo separaban muchos años y ella inspiró también su primera novela, Historia de un amor turbio. Muchos años después, enamorado nuevamente de una mujer más joven, llegó hasta intentar cavar un largo túnel que desembocara en su habitación.
Su última esposa, María Elena -también más joven- lo abandonó todas las veces que pudo de forma infructuosa. Desde este lado, a veces, quizás, se entiende. Aunque se presente turbulento y desordenado, es difícil alejarse del amor. Les fue difícil a Berta y a Mazzini, aquellos protagonistas de La gallina degollada a los cuales su enamoramiento irremediablemente apasionado les entregaba una progenie enferma; les fue imposible a Alicia y a Jordán, aquél matrimonio que en El almohadón de plumas se amaba desde la lejanía de un cariño helado y silencioso. Vida que en vida y en ficción subrayaban una misma cosa. No es sencillo escaparse del amor.
De locura y de muerte
Es conocida la seguidilla de tragedias que se sucedieron en la vida de Horacio Quiroga. A la muerte de su padre y al suicidio de su padrastro se continuaron las muertes de dos de sus hermanos, víctimas de la fiebre tifoidea en 1901.
El mismo año uno de sus amigos, Federico Ferrando, tras haber recibido críticas severas de su obra a través de la pluma de un periodista montevideano, decide batirse a duelo con aquél. Mientras Quiroga acondicionaba el revólver que su amigo usaría, lo dispara por accidente matando a Ferrando en el acto y esta es al parecer la razón por la que abandona su Uruguay natal huyendo de sí mismo a tierras argentinas. Su primera esposa, hastiada de la vida en la selva misionera y de la crianza de sus hijos en los límites de una naturaleza igual de fascinante que de peligrosa, también decide acabar con su vida.
Parece no haber extrañeza en que esta línea mortuoria contuviese también el suicido del escritor. Su cáncer terminal no logró terminarlo, porque Quiroga se fue a saludar a aquella parca conocida brindando con un vaso de whisky y cianuro en una habitación del Hospital de Clínicas en la ciudad de Buenos Aires.
Pero antes. Antes, internado, paseaba por el hospital. Llegó en una de sus caminatas al subsuelo. Al sótano. Donde no debiera haber nadie, había. Estaba allí Vicente Batistessa. Allí oculto porque su enfermedad era una que nadie quería mirar. Su elefantismo lo volvía deforme, monstruoso, supuestamente insoportable a la vista de los humanos que podían ver, es decir a los humanos vivos. Habrá sido el haber visto la cara de la muerte casi las mismas veces que la cara del amor lo que hizo que Quiroga lo exigiera arriba, a su lado. Habrá sido la costumbre de contar las cosas difíciles de escuchar: la enfermedad, la locura. La vida miserable de los mensú. La ebriedad mágica de los navegantes. La muerte por el no remedio ante la picadura de una víbora. La peregrinación de los sin tierra. La naturaleza vengadora. Habrá sido quizás su vida y su ficción las que hicieron de Vicente Batistessa su último mejor amigo y su confesor. Él supo del suicidio que se venía.
Después, casi un siglo después, nos es inevitable no buscar en las tragedias de su vida y en las bellezas oscuras de su escritura las posibilidades certeras de ese final. Y es extraño, porque como lectores sabemos que los epílogos, la mayor parte de las veces, no son la conclusión madura que se desprende de las obras. Son otra cosa: algo más, algo de otro lado, algo que quedó sin decir, algo que se suma.
Quizás haya que pensarlo así. Quizás la muerte de Horacio Quiroga haya sido menos la conclusión de una historia tumultuosa que el epílogo agregado rápido a una vida apasionada. A una vida sin medias tintas. A una vida sin comas.
Mariel Martínez – @Mariel_Mzc
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