15 febrero, 2017
Las chicas: ser, matar, crecer
En «Las chicas», de Emma Cline el minucioso y brillante examen de lo que en Estados Unidos llaman girlhood, esto es, el período transicional de una chica convirtiéndose en una mujer, converge a la perfección con el thriller argumentativo.

En un diálogo memorable de Suicide Virgins, la novela que Sofía Coppola llevó al cine en 1999, un doctor le pregunta a Cecilia Lisbon, después de su primer intento de suicidio: “Qué estás haciendo aquí, cariño? Ni siquiera eres lo suficientemente grande para saber lo difícil que es la vida”. “Claramente, doctor, usted nunca fue una chica de 13 años” es la contundente respuesta de la adolescente a la pregunta (obvia) de un hombre adulto. El mensaje se puede traducir más o menos así: a una-chica-de-13-años le sobran motivos para matarse. Similar es la conclusión de Evie Boyd, la narradora de Las chicas (Emma Cline, 2016): a una-chica-de-13-años también le sobran los motivos para matar.
La comparación no es arbitraria. Hay algo extemporáneo y sincrónico en la narrativa de Las chicas, una descripción de la adolescencia femenina que podría escapar del todo a la coyuntura específica de no ser porque está situada a fines de la década del 60, cuando las mujeres y sobre todo las más jóvenes ya tenían una noción relativamente sexualizada de sí mismas y de los demás. Lo cual no lo hace sino más interesante al advertir nosotras, lectoras de este siglo, cuánto nos podemos identificar con una joven de esa época.
Y no es casual: si bien la historia que narra Evie se sitúa en el verano del 69, se trata de un relato a modo de memoir ficcional de una mujer de mediana edad que cumple con todos los requisitos de la solterona: sin hijos, sin casa, sin trabajo, de oscuro (y ambiguo) pasado amoroso. El encuentro accidental con una pareja de quinceañeros desencadena el relato y funciona como contrapunto “en la actualidad” de la opresión que Evie describe y denuncia respecto de su propia adolescencia. La adultez aparece, entonces, como un mal chiste, una falsa promesa de estabilidad y respuesta a la inmensidad adolescente.
Hija de padres divorciados y pudientes, de madre neurótica busca-chongos y padre ausente, Evie era una chica igual a todas en Petaluma, California; obsesionada con su aspecto y con el hermano mayor de su mejor amiga. En un procedimiento bastante clásico, la novela empieza con una escena suelta y desanclada de la temporalidad del relato que funciona como el punto de viraje en la vida trivial de la narradora. Es el momento en que ve por primera vez a las chicas.
Son tres, de cabellos largos, ropas ligeras, cuerpos atractivos. O: todo lo que ella querría ser pero no puede, porque no es libre, no es hermosa y, lo más importante, está sola. Ajenas al parque donde Evie las observa, las chicas se deslizan con un exótico dominio de sí mismas, en su encantadora delgadez hippie “como si acabasen de rescatarlas del fondo de un lago”. Cuando las encuentra por segunda vez, decide seguirlas.
Emma Cline, nacida en 1989 y egresada del prestigioso programa literario MFA de la Universidad de Columbia, cuenta en una entrevista que Charles Manson, como personaje mitológico de California (donde Cline creció) siempre le había llamado la atención: no podía entender tanta fascinación por un personaje que, en el fondo, se le aparecía como un poco aburrido y demasiado trillado. En lo que bien podría ser un gesto de justicia poética feminista, la autora escribe la novela que quiere devolverle el protagonismo a las verdaderas autoras de los crímenes, pero con una denuncia que los resignifica. Si bien no abundan, no son poco comunes los relatos donde la dominación corporal pone en evidencia el poder que puede tener (que tiene) el hombre sobre la mujer. Menos habitual es leer sobre el otro tipo de dominación, menos evidente, más discreto, mucho más frecuente: la dominación mental.
La mujer adolescente está expuesta a todo tipo de violencias, pero sobre todo a la violencia psicológica de no vivir sino para el parecer de un varón, la violencia de pasar, como Evie, un verano entero leyendo “esos artículos que enseñaban que la vida no era más que una sala de espera, hasta que alguien se fijara en ti”. “Los chicos -reflexiona con inteligencia la Evie adulta- habían dedicado ese tiempo a convertirse en ellos mismos”.
Como las hermanas Lisbon, Evie solo quiere lo que quieren todas: que la miren, que la escuchen, que la piensen hermosa. Russell, el Charles Manson de Emma Cline, es el cumplimiento de la promesa; su discurso es el mansplaining ideal que las hace sentir únicas pero en comunidad, mientras les habla del sentido de la vida y se aprovecha todo lo que puede.
La novela es doblemente atractiva, entonces, porque el minucioso y brillante examen de lo que en Estados Unidos llaman girlhood, esto es, el período transicional de una chica convirtiéndose en una mujer, converge a la perfección con el thriller argumentativo. Sobre este punto es que aparece la pregunta que atraviesa las impresiones adolescentes de Evie: «¿Hubiera yo sido capaz de cometer esos asesinatos?». “El odio era fácil -se responde a sí misma- Desde luego que mi mano fantaseaba con el peso de un cuchillo. Con la resistencia concreta de un cuerpo humano. Había mucho que destruir”.
La conclusión llega con toda coherencia en una novela que describe muy seriamente la biopolítica impuesta sobre el cuerpo de la mujer. Desde la obsesión con el peso hasta la impotencia ante las distintas formas del abuso, y explorando incluso el deseo homosexual que solo se realiza con la excusa de satisfacer a un hombre, la novela entera es una denuncia con forma de thriller. Pero además, y sobre todo, es una descripción brillante de lo que significa ser una chica en el mundo.
Lucía Cytryn
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