Cultura

5 febrero, 2017

Cuatreros: un haz de luz en la memoria

Este jueves se estrenó «Cuatreros», último largometraje de Albertina Carri, un relato de balance personal e íntimo, que vestido con las más delirantes imágenes y los más tenebrosos rostros, nos dice: esta soy, esto hago, por acá camino, con esta gente y cuidando esta memoria.

Después de traspasar las puertas del cine donde participamos de ese viaje llamado Cuatreros -la nueva película con que Albertina Carri nos vuela la peluca- la idea de que hemos presenciado la disección de un alma me invade mientras pienso en la Albertina de carne y hueso que paseaba el estreno en la repleta sala grande del cine Gaumont enfundada en un saco rojo que destella apenas en la menuda figura de una las más potentes cineastas de la Argentina.

Cuatreros es sin dudas -al menos para el ojo de este espectador- un relato de balance personal e íntimo, que vestido con las más delirantes imágenes y los más tenebrosos rostros, nos dice: esta soy, esto hago, por acá camino, con esta gente y cuidando esta memoria.

Ya de entrada las imágenes de televisión en blanco y negro o el primer color se mezclan con la voz de la directora leyendo unas frases de Formas pre revolucionarias de la violencia, cuyo autor, Roberto Carri, escribiera allá por 1968. Carri, padre de Albertina además de sociólogo y militante político, desaparecido desde 1977 junto a su esposa Ana María Caruso, es homenajeado a cada paso, mezclando su figura con la del chaqueño Isidro Velázquez, nombre épico de la década del 60 en el Chaco impenetrable que deambula por la película como una especie de héroe fantasma que se esconde en el relato y aparece entre escenas familiares, adoctrinamiento revolucionario, puebladas, periodistas pre Tinelli, milicos gordos, sargentos gordos, señores gordos, y señoras gordas también, y hasta unas hilarantes secuencias relato (habrá que ver cuánto de verdad y fantasía hay en ella) del encuentro con Lita Stantic, casi propia de alguna película de porno lésbico soft de bajo presupuesto filmada en Italia o Francia.

Ajena al populismo de “lo que debería decirse” deja clara su escasa admiración por Cuba (salvo por lo que encuentra en el archivo fílmico del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos) y confiesa despojada de todo pudor la “mano” que le dio su noble pariente Adolfo Bioy Casares para el ingreso a la Fundación Universidad del Cine (FUC), del que él era una especie de asesor cultural. Y hasta expresa, sin miedo a que la gilada la tilde de gorila, que “la derecha peronista le dejó el poder a la derecha liberal” retratando así el cambio político de una Argentina más reciente que creciente, tan amante de tirar para afuera la pelota y echarle la culpa al vecino: acá no ha pasado nada y si pasó algo la culpa es de los demás.

Lo formal está dicho más o menos, y podría describirse como el texto que lee como repitiendo, repitiéndose, repitiéndonos. Algo que es memoria y que debe brotar constantemente.

Y acá creo que está el juego que nos propone Carri. Las imágenes -por más ridículas que parezcan- son parte de nuestra historia. Por más que produzca risa el peinado de una señora o la corbata de un periodista, esas también son imágenes de nuestro pasado. Entonces reconocemos (¿nos reconocemos?) los noticieros de época, los Ford Falcon, los comisarios de anteojos negros, las molotov, Cuba, China, Vietnam, el Cordobazo, las tomas estudiantiles, Mirtha Legrand (aunque ahora muchos se arrepientan de haberse sentado a su mesa), los dientes blancos de Rousselot, Betty Elizalde entrevistando a Galtieri, Videla en Japón, los pantalones Oxford, el asado, la doma, el blanco y negro, las lágrimas, la guerra, la sinrazón, los muertos, los desaparecidos, los olvidados.

La directora definió a Cuatreros como “una película sobre cómo hacer una película” y, sin ánimo de contradecirla, creo que esa definición abarca sólo una parte de esta película. La parte explícita. Como neófito de las artes cinematográficas pero con pretensiones de pluma poética, me es imposible no descubrir en cada escena algo de esa Albertina que quizás no necesita contestar preguntas en un reportaje o no pretende darse a conocer en la tapa de espectáculos de un diario o el suplemento feminista de otro. Que quizás ni siquiera pretendió hacerlo en esta película (me gusta pensar que eso fue inconsciente). Pero está ahí, en esa pantalla que se divide hasta el infinito, que recurre al archivo, a una maravillosa edición fílmica (en el estreno aseguró que la estrella del film sería el editor), a la risa, al silencio, al absurdo, a la realidad. Desde el sinsentido mismo del sentido de una voz propia que se desnuda y que nos cuenta despacio -primero apenas, después inundando- como un haz de luz que se mete entre la hendija de una persiana y va llenando la habitación de claridad, calor y color, su necesidad imperiosa de no olvidar. Por consiguiente, nos dice, no olviden. Y de estos fuegos, estos hierros.

Conozco poco a Albertina pero su visibilidad como cineasta, como lesbiana, como madre, como directora del importantísimo y vital Festival Asterisco, me hace sentirla como conocida (qué impune de mi parte pensar que conozco a alguien por una pequeña parte de su vida, pero bueno, así somos las de la pluma escrita), y para ese conocer, contarnos su vida -aunque sea la parte que ella pensó que merecía mostrar en Cuatreros– es mostrase en bolas. Su matrimonio, su maternidad, su desgaste personal, su incredulidad en ese “proyecto pequeño burgués de familia”, su derrumbe, su ex esposa, el padre de su hijo, su hijo, su lesbiandad, su vida y su memoria. La suya, la nuestra, la de esta sociedad y este país.

Está muy bien que nos mostremos en bolas. Puede ser un tetazo y también puede ser un textazo. Un poema, una película, una canción.

O un haz de luz. O varios. Que de tan potentes que son jugamos a saltarlos de la mano de quien tiene en su futuro la posibilidad de cuidar que no se apaguen. Por eso nos tomamos de la mano, nos reímos, nos cuidamos y nos contamos. Para que no se pierda la memoria.

Gustavo Pecoraro – @gustavopecoraro

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