Cultura

5 octubre, 2016

¿Qué puede un cine?

Tras el final de El Marginal, la ficción de Sebastián Ortega y Adrián Caetano, se encendió el debate alrededor de la representación de los sectores populares y la marginalidad de la periferia metropolitana. El escritor y cineasta César González diagramó un ensayo reflexionando sobre las elites audiovisuales y su forma de retratar la pobreza.

“Godard pronuncia en una de sus clases que, a pesar de que eran sus propios obreros, los Lumière se colocaron a una distancia ‘prudente’ para hacer su toma porque: ‘filmar una fábrica sin ser obrero es casi imposible’. Entonces en la primera mañana del cine tenemos un signo sagrado: la prudencia. La distancia y respeto-temor por las personas filmadas engendraron a este arte. La seriedad ante lo filmado y por los filmados fue su génesis”. Hacia la mitad de su certero ensayo «El fetichismo de la marginalidad en el cine y la televisión», el escritor y cineasta bonaerense de 27 años César González nos recuerda lo que a muchos catedráticos de las escuelas de cine se les olvida: los orígenes del séptimo arte fueron un registro documental realizado por dos patrones de fábrica sobre sus obreros, la representación que hace una clase sobre otra.

Es un debate que lleva décadas. Pero en nuestro país, a partir de la recuperación económica en 2003, la producción cinematográfica también se potenció y se abrieron nuevas posibilidades de representación. La hegemonía progresista jugó su rol y un nuevo actor social saltó a escena. El desafío es entender de qué forma mira a la cámara.

Arte infernal

En 1895, antes de abandonar al kinetoscopio que habían inventado, por no verle demasiado sentido monetario ni artístico, los hermanos patrones de Lyon lograron recaudar algo de dinero con el estreno de esos experimentos llamados Salida de la fábrica y La llegada del tren. Aquellos primeros registros oficiales de cine documental de los Lumière son posteriormente analizados de manera indirecta por Jean-Loius Comolli: “Esta representación está siempre (más o menos) manipulada por la ideología dominante: tanto en el plano de la fabricación (y no sólo económicamente, sino también por el entrelazado de convenciones sociales que implica, que es, todo relato) como en el plano de su utilización, como espectáculo)”.

Esta espectacularización es un punto nodal del ensayo de González sobre la representación de la marginalidad. La industria luego invirtió mucho tiempo y dinero para borrar las fronteras ya difusas de la ficción y el cine-directo. De una manera precisa trastocó el sentido presentando lo documental como espectáculo de consumo y la ficción como elemento documental. González cita como pruebas a Policías en acción y Ciudad de Dios. “Esta fórmula es usada en exceso por muchos cineastas que hacen películas sobre la marginalidad, quienes hacen un uso productivo en términos económicos de la violencia. Usan a la muerte, al encierro, a las personas que sufren adicciones, el dolor aglomerado de las villas o barrios pobres, como un decorado-pasivo”, dispara el director de ¿Qué puede un cuerpo? (2015).

Al igual que Rosellini, uno de los primeros directores citados en el ensayo, los primeros realizadores del ya mítico Nuevo Cine Argentino de mediados de los años 90 provenían mayormente de los sectores medios. Aquí es cuando debemos cerciorarnos de radicar nuestro análisis como lo que es: un problema de clase. Ya hemos dicho en este mismo espacio que el problema de representación del cine argentino encuentra su origen en que quienes hoy sujetan las cámaras provienen de aulas prístinas de escuelas de cine porteñas, mayormente privadas o de acceso restringido. González, cuidadoso con esto, afirma expresamente que “nadie está inhabilitado para filmar a los pobres”. Agregamos que lo prohibido es no dejarlos filmar. Es cierto, y lo aclara: al igual que cuando votan a dirigentes que a la primera de cambio los expulsan del sistema productivo, los nuevos-cineastas de los sectores postergados corren el riesgo de difundir la visión de su opresor. Nada de malo hay en ello. Todo realizador va calibrando su mirada a medida que produce nuevas obras. El problema surge cuando se perpetúa la misma manera de producir cine.

En los años 60 se discutían los dispositivos cinematográficos y la tarea revolucionaria (o no) del realizador. En los debates entre la radicalizada Cinematheque y Cahiers du cinema no era cuestión menor el desarrollo técnico de la cámara, un elemento que podía afirmar el carácter burgués del séptimo arte o su potencialidad revolucionaria. A Godard, por ejemplo, se le criticaba su carácter de empirista, de mero cineasta falto de teoría. Hoy en día ocurre algo similar. En la carrera tecnológica que posibilita a cualquier persona a tener en sus manos una cámara (dentro de su celular), la insuficiencia teórica lleva a olvidar la crítica al diseño de producción que hegemoniza cualquier rodaje.

En su ensayo, César González le grita a la cámara: “Además quien escribe considera que un cineasta-nuevo, que nos traiga nuevos pulsos pasionales al cine, puede ser aquel que se atreva a crear con la herramienta entre sus propias manos, como un pintor con su brocha, como un bailarín con su cuerpo. (…) Bajo la excusa de que el cine debe hacerse entre muchas personas y con muchas herramientas a veces se dispersa ‘la atmosfera en la puesta en escena’ (Bela Balázs). Como en un set cualquiera puede opinar, como luego el editor edita según un criterio en serie, ¿es por eso que casi todas las películas se parecen?”.

Semanas atrás en Buenos Aires se desarrollaba el Festival Internacional de Cine Político, en el que algunas obras destacaban por su mensaje anticapitalista y latinoamericanista. Sin embargo, lo necesario del mensaje se veía diluido por lo críptico de la forma. Desde planos fijos de más de 10 minutos hasta temáticas duras representadas de maneras extremas. Lo curioso es que la derecha sí supo asimilar este tipo de contenido y venderlo exitosamente en circuitos festivaleros como el BAFICI. La producción popular aún es inmadura en esto y no generamos más que espanto en el público masivo. El problema entonces no es ni de contenido ni de producción: todo pasa por la organización. En 1967 Jean Thibaudeau ya decía que “eso de hacer pequeños films, individuales, militantes, que van a ser difundidos con los mismos criterios con que han sido fabricados, es decir, a las apuradas, está bien, pero ¿al servicio de qué organizaciones, partidos o grupos, y desde qué posición de clase?”.

Ya mucho tiempo pasó desde el estreno de Pizza, birra y faso. Bastante hablamos sobre la movilidad social ascendente y la democratización de la cámara a partir de la proliferación de fomentos y productoras comunitarias. Aún así, los escalafones de la producción cinematográfica siguen rígidos y son contados los relatos que retratan con certeza la vida en las villas y las barriadas. Como dijo Godard, “el film como fusil teórico y el fusil como film práctico”. Olvidarlo genera uno, dos, mil El Marginal y eclipsa la posibilidad de preguntarse una, dos, mil veces ¿Qué puede un cuerpo? 

Iván Soler – @vansoler

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