Batalla de Ideas

9 septiembre, 2016

Renovación

Por Martín Ogando. Se dice que el triunfo tiene muchos padres, en tanto que la derrota es huérfana. En un partido poco acostumbrado a perder, la derrota de Daniel Scioli generó un previsible tembladeral. La derrota tuvo nombre y apellido raudamente pero, ¿cuál será el nombre del resurgimiento?

Por Martín Ogando. Se dice que el triunfo tiene muchos padres, en tanto que la derrota es huérfana. En un partido poco acostumbrado a perder, la derrota de Daniel Scioli generó un previsible tembladeral. La derrota tuvo nombre y apellido raudamente pero, ¿cuál será el nombre del resurgimiento?

De la derrota impensada al neoliberalismo

El 21 de diciembre de 1985 se dio a conocer el documento fundacional de la Renovación Peronista, surgido de la pluma de Antonio Cafiero. Sin embargo, el camino renovador se había iniciado tiempo antes y, como suele pasar, al calor de una estruendosa derrota. El triunfo de Raúl Alfonsín sobre la fórmula Luder – Bittel fue pronosticado por muy pocos, y rápidamente la ortodoxia peronista, Herminio Iglesias y las 62 organizaciones se convirtieron en los mariscales de la derrota.

Hoy el vocablo “renovación” reaparece sugestivamente como animador de la interna justicialista. No casualmente luego de una derrota que, aunque no tan inverosímil como la de 1983, amenaza dejar huellas importantes. Los contextos son extraordinariamente disímiles, tanto que en aquel entonces se dejaban atrás siete años de dictadura militar, mientras que hoy el peronismo debe transitar su reconversión luego de tres mandatos presidenciales consecutivos. Sin embargo hay un denominador común notable: la catastrófica derrota en el bastión bonaerense.

La renovación de los ochenta excedió el mero pase de facturas y la disputa por el liderazgo, que suelen sucederse luego de cualquier fracaso político. Aquella empresa supuso el intento de aggiornar al peronismo, cuya estructura se juzgaba anquilosada y burocrática,  para ponerlo a tono con el creciente peso que en la sociedad argentina cobraban los valores liberal – democráticos, tan esquivos al legado populista. La elección de candidatos mediante el voto directo de los afiliados fue una de la innovaciones que se introdujo en aquel momento.

Uno de los sentidos profundos de aquella renovación fue el empoderamiento de los dirigentes políticos y la subordinación de la rama gremial dentro del partido. Esta, históricamente importante, se había magnificado aún más en tiempos de dictadura, concentrando los recursos materiales y organizativos disponibles. Convertir al justicialismo en un partido “normal” dentro del sistema político demandaba, entre otras cuestiones, acabar con el poder de veto de las 62 Organizaciones y quebrar la regla no escrita de los tres tercios (un tercio para los sindicatos, uno para la rama femenina y uno para la política en las listas partidarias).

La renovación tuvo un destino paradójico: alcanzó sus principales objetivos, para casi inmediatamente dejar de tener vida como tal. En las primeras internas justicialistas de la historia para definir un candidato presidencial Carlos Menem derrotó a Antonio Cafiero, y la historia posterior es harto conocida. El riojano era un impulsor de la renovación, que para ganar la compulsa electoral había pactado con sectores ortodoxos desplazados, lo que le valió el despectivo mote de “renodoxo”.

La renovación fue un proceso trascendental. Independientemente de los discursos y combates de aquella coyuntura, más allá de la voluntad de los actores, se trató de un momento necesario en el proceso que llevó a la conversión del justicialismo en una herramienta eficaz para la aplicación de los planes neoliberales.

¿Unidos y renovados?

Es muy difícil pensar, treinta años después, que la “renovación” en curso contenga cambios de semejante profundidad. Por lo pronto, parece tratarse de un ejercicio más rudimentario de toma y daca, orientado fundamentalmente a establecer ganadores y perdedores de cara al futuro liderazgo, y a aislar o subordinar categóricamente al kirchnerismo más intransigente. Esta faena incluye operaciones puertas adentro y puertas afuera, con el objetivo de reconstituir niveles de unidad y preservar competitividad electoral de cara al 2017.

Los ganadores por definición son los gobernadores e intendentes que han recibido respaldo electoral. En este terreno las necesidades de gestión difuminan las fronteras entre los otrora kirchneristas y otros pelajes. Gioja, Urtubey, Peppo, Bordet, Infrán o los intendentes del Grupo Esmeralda, aparecen como los mejor posicionados por el momento. Interlocutores privilegiados del oficialismo, cargan sin embargo con ese arma de doble filo que es ser gobierno en tiempos de vacas flacas. Deben modular con cuidado su enfrentamiento con el macrismo, al mismo tiempo que ninguna crisis severa promete dejarlos inmaculados.

Dentro de los grupos legislativos, todavía en permanente reorganización, pero que en su conjunto acumulan un peso nada desdeñable, el dilema es similar. O juegan a “ser responsables” y donar gobernabilidad o suben el perfil opositor con expectativas de capitalización electoral. Los vínculos de lealtad con sus jefes provinciales, cuyas necesidades de gestión buscan respuesta en el tesoro nacional, complican un poco más las cosas.

Luego viene los que están afuera pero son del pago. La figura descollante por caudal electoral e imagen positiva es Sergio Massa. Sabedor de su privilegiada posición, sobre todo como eventual candidato en la provincia de Buenos Aires, no se interna en la rosca chica de la “renovación” peronista. Campanea desde el balcón, tiende puentes hacía figuras codiciadas de la vereda de enfrente, como Margarita Stolbizer, y espera un eventual operativo clamor. Al mismo tiempo, figuras de peso en el Frente Renovador, como Felipe Solá o el flamante triunviro de la CGT Héctor Daer, pasaron por el reciente homenaje a Cafiero que reunió a la mayoría del justicialismo. Massa, además de su caudal electoral, cuenta con un privilegiado vínculo con la mencionada CGT. Este dato, que muestra hasta que punto la reorganización del peronismo excede hoy al Partido Justicialista, es un valor y un potencial problema al mismo tiempo. El tigrense ya anduvo ensayando en los último días cómo será el deslinde, si la confederación de trabajadores se ve llevada finalmente a un paro general.

Finalmente está el kirchnerismo. Claro, esta etiqueta es reivindicada ahora por un grupo más selecto que antes del 10 de diciembre. Sus sectores más puros y duros no parecen tener lugar en la “renovación”, la que en todo caso se está desarrollando en su contra, producto de la derrota electoral. Sin embargo, no son pocos los que pretender jugar un rol, y comienzan a tender puentes para no quedarse fuera de un PJ reorganizado. Para una fuerza que supo constituir una sólida primera minoría electoral la diáspora en curso es el principal peligro. Sin embargo, herido y todo, el kirchnerismo cuenta con un liderazgo fuerte y carismático como pocos, aunque hoy aparezca guardado, y una militancia popular y juvenil de relevancia. Hay aquí un capital que puede ser puesto en juego, tanto en la construcción de una nueva experiencia, externa al Partido Justicialista, como para negociar condiciones para una integración subordinada en la anunciada “renovación”.

Falta que corra mucha agua bajo el puente para establecer liderazgos y posibles candidaturas. Sin embargo, hay una cosa relativamente clara. Es altamente improbable que de esta “renovación” salga algo provechoso para las clases trabajadoras y populares, aquellas que históricamente han depositado su apoyo mayoritario en el peronismo. No ocurrió en los ochenta y nada indica que vaya a ocurrir ahora. La primera como tragedia, la segunda como farsa.

@MartinOgando

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