29 agosto, 2016
Entre la paranoia y el uso político de la desestabilización
Por Federico Dalponte. Con notable habilidad, el gobierno logró instalar la tesis de la inestabilidad como estrategia política. Según ella, el kirchnerismo, las protestas sociales y los cortes de calle son parte de un plan ciertamente inverosímil para terminar con la gestión de Cambiemos.

Por Federico Dalponte. Argentina es un país único en el mundo. Sólo en estas latitudes se pretende derrocar a un gobierno a fuerza de piedrazos y amenazas de bomba. Serios, preocupados, funcionarios de primera línea hablan de desestabilización como si se tratara de un juego.
El juez marplatense que investiga la agresión al auto presidencial acusó directamente a Guillermo Moreno, a Fernando Esteche, a Luis D´Elía y a Hebe de Bonafini. Según el magistrado, existe un “plan sistemático” que incluye marchas, piedras y amenazas telefónicas. En rigor, el plan destituyente más inverosímil de la historia.
Mauricio Macri, mientras tanto, lleva la carga de ser el primer presidente no peronista desde Fernando De la Rúa. Y eso lo marca. A los radicales el antecedente les pesa un poco más, pero nadie lo disimula demasiado. Durante la campaña electoral, parte de la estrategia fue precisamente proyectar una imagen de autoridad. Dotar al candidato de hidalguía, de coraje, hacerlo parecido a un líder de masas.
Y luego de la asunción también. Su primer gran error provino de allí, de querer nombrar a dos jueces supremos por decreto como una forma de patear el tablero y hacerse ver. Era apenas el cuarto día de mandato y la firmeza ya empezaba a mezclarse con el desatino.
Al día de hoy, el gobierno mantiene la misma línea. Intenta mostrarse fuerte aunque evidencia al mismo tiempo que cualquier protesta lo incomoda. Busca minimizar el peso relativo del kirchnerismo, pero se ve rodeado de fantasmas. “No van a lograr ponerle fin al gobierno”, advirtió Patricia Bullrich, dándole épica a la paranoia.
Rogelio Frigerio asegura que hay dirigentes del kirchnerismo que quieren que Macri no termine su mandato. Son, supuestamente, los sectores menos dialoguistas, los más combativos. Y son, mayormente, los que no tienen responsabilidades institucionales. Los gobernadores, los intendentes y hasta los legisladores del Frente para la Victoria no se mostraron hasta ahora demasiado adversos al gobierno: apoyaron el pago a los buitres, la disolución de la AFSCA y la designación de los nuevos miembros de la Corte.
No se trata de ellos, sino de los otros, los menos. Bullrich insiste en que los grupos movilizados “están cada vez más aislados, son menos”. Hay, según esta tesis, dos kirchnerismos. Uno bueno, que apoya todas las iniciativas oficiales y otro malo, que ocupa la calle, que protesta. De tanto en tanto chocan en lucha fraticida. El escenario más reciente fue la «marcha de la resistencia».
Se dijo, se escribió, pero vale la pena repetirlo: la marcha tiene más de tres décadas de historia. Nació para resistir la violación de derechos humanos, la desmemoria y la injusticia en su acepción más amplia. El viernes pasado, guste o no, las razones esgrimidas fueron las mismas. Es difícil ligar esa manifestación a un intento desestabilizador. Los epítetos de la prensa oficialista buscaron sin embargo presentarlo como tal y algunos dirigentes como Miguel Ángel Pichetto también. «El peronismo no está en estos espacios críticos radicalizados», se distanció el senador.
Sergio Massa, siempre presente, denunció por su parte que “hay sectores violentos y agresivos vinculados al kirchnerismo, enamorados de la lógica del miedo”. Y para no quedarse atrás, Gerardo Morales se pronunció en similar sentido. “Hay sectores que llegaron a un nivel de intolerancia tal que quieren la caída del gobierno”, declaró el gobernador jujeño.
La cohesión originaria: volver al antikirchnerismo
La denuncia de supuestos intentos golpistas incluye un costado instrumental: la victimización constante como forma de acumulación política. Cambiemos sabe que no cuenta con millares de militantes ni con la estructura dinámica de los sindicatos y las organizaciones sociales. Eso lo demuestra en cada acto presidencial. Las convocatorias son exiguas, como si se tratara de un partido secundario.
Sin embargo, tiene a su favor a los otros, a esos millones de antikirchneristas vehementes que apoyan a Stolbizer cuando denuncia, a Urtubey cuando estriba y a Macri cuando gobierna -haga lo que haga-. Son parte de ese 51% que les dio el triunfo. Un universo heterogéneo, sin dudas, unido sólo por la aversión a Cristina Fernández de Kirchner. Por eso es necesario ese fantasma en escena, ese poder acechante. Mantener la presencia artificiosa, imaginar que el oficialismo está en peligro, que es necesario apoyarlo. De nuevo: haga lo que haga.
En el medio, el oficialismo incurre en contradicciones bastante burdas. Asegura que los kirchneristas son pocos y están aislados, pero al mismo tiempo denuncia que podrían desmoronar a un presidente. Afirma que el gobierno está firme y fuerte, pero teme el efecto de la protestas. La última es tal vez la más risible: asevera que la seguridad del presidente está en peligro, pero reduce en un tercio su custodia personal.
Si no se tratara de la principal autoridad del país, uno creería que es broma. Lo cierto es que el gobierno no parece tener muy claro en qué dirección va. Cuando le conviene, enlaza los piedrazos, las llamadas y las plazas con el kirchnerismo. Cuando no, infla el pecho y minimiza las críticas descalificando al emisor.
Justificar las represiones y defender la república
El futuro es incierto, pero está lleno de carros hidrantes. Al gobierno le sirve proclamar que sus adversarios son impulsivos y violentos. Le sirve y le gusta. A pesar de sus contradicciones, parte de la sociedad está dispuesta a comprar ese mensaje reduccionista: los que se oponen al gobierno buscan su caída; los otros, los que le facilitan la consecución de mayorías en el Congreso, son caballerosos defensores de la democracia.
Mientras tanto, el presidente procura estrechar filas con esos sectores. Son en definitiva los que le permiten reprimir los cortes de calle sin pagar costos. Desde Cresta Roja hasta la autopista Buenos Aires-La Plata, el debate de fondo después de cada represión siempre fue el mismo: la autoridad presidencial y la firmeza del gobierno contra los saboteadores de la república.
Las amenazas, los abucheos, las protestas, los cortes y el deseo de algunos de que el macrismo concluya su historia mañana mismo. Todo eso existe. Como existieron hasta ayer, en dirección contraria, los que soñaban con la caída de Cristina Kirchner. La política argentina tiene estos fanatismos. Están mal, son reprochables, pero no hay que darles mayor entidad que la que tienen. El problema, si se quiere, es determinar en qué medida es lícito que un gobierno cualquiera promueva la paranoia generalizada para fortalecer su imagen.
@fdalponte
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