Cultura

20 abril, 2016

Brujas, terror y feminismo

Hace algunas semanas se estrenó en nuestro país La bruja, opera prima del director estadounidense Robert Eggers, recientemente premiada en el festival de Sundance. Brujería y puritanismo se enfrentan para componer un sutil y terrorífico ensayo sobre la tradición y la familia occidental.

Somos las nietas

de las brujas

que no pudieron quemar

 

A fines de marzo llegó a nuestro país The Witch, la ópera prima del director Robert Eggers. Aclamada desde su debut en Sundance el año pasado, lleva un año de alabanzas tanto del público como de la crítica. Terror a cara lavada, oscuridad y feminismo.

Una familia se planta frente a un tribunal que la expulsa de su pueblo. Corre el siglo XV y el destierro se cala hondo en los huesos de los pioneros y colonos norteamericanos. Y ese es el comienzo de la pesadilla. Sucede que The Witch está situada en una época que mucho se ha trasladado a la pantalla pero pocas veces de esta forma, tan real y cruda. La familia, compuesta por los padres y cinco niños, uno de ellos un bebé, se establece en una nueva locación: una pequeña cabaña con su huerta junto a un enorme y denso bosque. Y dentro del bosque, el horror.

Eggers establece las bases de su criatura de manera por demás clara: el terror sobreviene a partir de la paciencia. No se busca impresionar al espectador a partir de golpes de efectos y baldes de sangre. La cinematografía es su principal herramienta y, a partir de luces naturales, composiciones que remiten a lo más oscuro de la obra de Goya y un uso superlativo del sonido se invocará al Señor Oscuro.

Una vez establecido, William (padre de la familia, encarnado en los toscos gestos de Ralph Ineson) intenta llevar adelante una rutina rústica entregada al trabajo y la fe en Dios. A su ayuda acude su esposa, Katherine (Kate Dickie) y su hija mayor Thomasin (Anya Taylor-Joy, Jennifer Lawrence en potencia). Ésta última es la que dispara las fuerzas del mal cuando, en un inocente paseo a las orillas del bosque, pierde al niño de la familia, disparando la paranoia y el temor hacia lo que se esconde en las fauces de lo oculto.

Lo que en la óptica del terror actual puede transformarse en una orgía de sangre y corridas entre los árboles, Eggers lo transforma en una sutil y terrorífica manera de esbozar un ensayo sobre la tradición y la familia occidental. Aquí el padre intenta construir un control sobre la situación, en al cual se siente y se ve impotente y frágil. La madre se desborda y el mediano de los hermanos, Jacob, intenta erigirse como hombre de la familia, perturbado por la situación y la atracción incestuosa que siente con respecto a la adolescente Thomasin.

La bruja existe. El director no duda en sacarnos la duda y de una manera por demás hiperrealista. Y está bien. Eggers está seguro de que logra asustar y no quiere caer en lugares comunes. Es por ello que se toma sus tiempos y logra configurar el miedo a través de una fotografía pálida, lúgubre, conseguida a partir de iluminación totalmente natural en días nublados en escenas en el exterior y la tenue luz de las velas en los interiores. Con ello construye una realidad palpable, rústica, sucia y aún así compositivamente rica. Le han llovido, por ello, comparaciones con Bergman, a las cuales rehuyó humildemente.

Entonces, la bruja existe. Pero no es lo que más miedo da en la aldea de una sola familia. Lo que se derrumba es la familia y el chivo expiatorio es la hipersexual Thomasin. Su sensualidad e independencia es el demonio ante un padre impotente, una madre culpógena y un hermano que estalla en hormonas. Eggers, haciendo uso de elementos del terror de los años 20 como el macho cabrío y, en un recurso kubrickiano, a los gemelos Mercy y Jonas, compone el manifiesto feminista del cine actual. Y qué mejor que el terror para estallarlo en las pantallas.

Ivan Soler – @vansoler

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