Cultura

22 enero, 2016

Voces que se hacen oír aún en el holocausto nuclear

Luego de que en 2015 la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich fuera galardonada con el Premio Nobel de literatura, se ha vuelto a poner en circulación Voces de Chernóbyl, su impresionante novela coral con testimonios de protagonistas y víctimas de la catástrofe nuclear.

De movida hay que  reconocer que estoy un poco obsesionado por Chernobyl. He leído la saga de policiales protagonizados por el detective ruso Arkady Renko tan sólo porque una de las novelas (La hora de los lobos) transcurre en la zona de la catástrofe nuclear, he dedicado horas a jugar a «Stalker, la sombra de Chernobyl», he recorrido las calles fantasmales de Prypiat con Panorama (el servicio simil Google Street View del buscador ruso más popular, Yandex), he tolerado la pésima película Terror en Chernobyl y a todos sus previsibles mutantes asesinos radioactivos.

Y ahora resulta que en 2015 le dieron el premio Nobel de Literatura a Svetlana Alexiévich, periodista bielorrusa cuya obra más conocida en castellano es, precisamente, Voces de Chernóbyl. Para la fundación Nobel “su obra polifónica es un monumento al valor y al sufrimiento en nuestro tiempo”.

Alexsiévich nació en el pueblo bielorruso de Stanislav en 1948. Desde muy joven publicó ensayos y cuentos y trabajó como reportera. Finalmente, gracias a la influencia de su maestro Alés Adamovich, se consolidó con una obra a caballo entre el periodismo y la literatura, que ha sido llamada “novela colectiva”, “novela-oratorio” o “coro épico”. Esto es, obras corales construidas en base a entrevistas a los protagonistas de diversos acontecimientos de la historia soviética y post-soviética.

Así se han sucedido trabajos como La guerra no tiene rostro de mujer (1985), acerca del rol de las mujeres soviéticas durante la Segunda Guerra Mundial, censurada por el régimen comunista; Los chicos de cinc (1989), recolección de testimonios de ex combatientes soviéticos en Afganistán; Fascinados por la muerte (1994), una impresionante investigación acerca de aquellos que ante la caída del comunismo en 1989 decidieron suicidarse; Voces de Chernóbyl (1997), que fuera traducida a más de 20 idiomas (editada en español en 2006 y reeditada el año pasado) aunque sigue prohibida en Bielorrusia, y El fin del «Homo sovieticus» (2013).

Para su novela sobre Chernóbyl la autora entrevistó a más de 500 involucrados en la catástrofe atómica durante más de una década. Siguiendo su procedimiento habitual de collage y yuxtaposición de voces, seleccionó a una quinta parte para construir un impresionante testimonio colectivo sobre el accidente nuclear que conmocionó al mundo y que jugó un importante rol en el posterior colapso del sistema soviético.

El 26 de abril de 1986 poco después de la medianoche los técnicos de la planta nuclear Vladimir Ilich Lenin, de Chernobyl, en tierra ucraniana pero a apenas 16 kilómetros de la frontera bielorrusa, dieron inicio a una serie de pruebas para evaluar la seguridad del cuarto reactor de la central eléctrica. A la 1:23 el reactor explotó y quedó claro que se había hecho todo mal. Mientras nadie se atrevía a llamar a Moscú para comunicar el accidente, la situación se transformó en el incidente nuclear más grave en de la historia (junto con Fukushima) y en una catástrofe medioambiental sin precedentes.

Se depositaron sobre la región materiales radioactivos equivalentes a centenares de bombas como la que lanzaran los EEUU sobre Hiroshima, diseminando 450 tipos de radionúclidos. El viento llevó buena parte de la mortal nube radioactiva hacia Bielorrusia, que continuaba siendo una región eminentemente agrícola.

La tragedia atómica golpeó a esta nación de diez millones de habitantes casi tan fuerte como la Gran Guerra Patria. Si durante la Segunda Guerra los nazis habían destruido 619 aldeas, luego de Chernobyl el país perdió 485 poblados (70 fueron literalmente enterrados). Durante la guerra murió uno de cada cuatro bielorrusos; en la actualidad, uno de cada cinco vive en un territorio contaminado. En Bielorrusia hoy la radiación es la primera causa para un descenso demográfico inédito en el que la mortalidad supera a la natalidad por un 20%.

Pero la autora no se aboca a la reconstrucción del incidente en sí, sino más bien a recoger su impacto en las subjetividades de protagonistas y víctimas, desde los bomberos que intentaron contener las flamas nucleares como si se tratara de cualquier incendio común hasta los niños víctimas de diversas enfermedades y mutaciones, pasando por maestros, psicólogos y enfermeros de la zona y por los mismos liquidadores o sus viudas (la entonces URSS envió a cientos de miles de soldados para tratar de neutralizar el desastre, miles de los cuales trabajaron heroicamente bajos los letales efectos de la radiación para sepultar al núcleo).

En uno de los capítulos del libro, la autora se entrevista a sí misma y explica: “Intento captar la vida cotidiana del alma. La vida de lo ordinario en unas gentes corrientes. Me dedico a lo que he denominado la historia omitida”.

Esta autoentrevista, que opera como introducción a los diversos monólogos, postula que el incidente nuclear ha sido mucho más que una catástrofe humana y ecológica y que debe ser mirado como un parteaguas histórico que prueba la inmadurez del hombre para lidiar con las fuerzas que es capaz de desencadenar, fenómeno que inevitablemente invita a una mirada filosófica.

La autora sostiene que Chernóbyl escenificó la irrupción de un nuevo tipo de mal casi impensable desde la dimensión ordinaria de la vida humana: “De pronto, se encendió cegadora la eternidad. Chernóbyl es ante todo una catástrofe del tiempo. Los radionúclidos diseminados por nuestra Tierra vivirán cincuenta, cien, doscientos mil años. Y más. Desde el punto de vista de la vida humana, son eternos. La vida humana sigue siendo minúscula e insignificante comparada con la de los radionúclidos instalados en nuestra Tierra. ¡Imposible asomarnos a esa lejanía! Ante este fenómeno experimentas una nueva sensación del tiempo”.

Los impresionantes testimonios recolectados por la autora en muchos casos destilan un comprensible resentimiento contra las autoridades comunistas de la época, que actuaron con torpeza e ineficiencia burocrática y privilegiaron especulaciones miserables ante el drama en curso (se llegó a mantener el desfile del 1º de mayo en la ciudad de Chernobyl, cuando se debiera haber evacuado) para evitar el descrédito ante Occidente.

Pero, posiblemente incluso contra las intenciones de la Alexiévich, de los testimonios también se desprende una heroicidad soviética que resulta inexplicable únicamente en términos de un régimen represivo que mandaba a los hombres a trabajar en condiciones en las que los robots enloquecían por la radiación.

También hay otra cosa, un orgullo, una entrega patriótica y colectiva, que resulta emocionante. Arkadi Filin, un liquidador sobreviviente, recuerda: “A los pocos días de la catástrofe, sobre el cuarto reactor ya ondeaba la bandera roja. Como una llama. Pasados unos meses, se la zampó la elevada radiación. E izaron una nueva bandera. Y más tarde, otra. A la vieja la rompían a trocitos para llevársela de recuerdo; se metían los trozos debajo de la chaqueta, cerca del corazón. ¡Y luego se lo llevaban a casa! ¡Heroica locura!”. Como dice otro de los entrevistados, eran personas excepcionales, “de una cultura especial, la cultura de la hazaña”.

En cualquier caso, celebramos que, mientras la Unión Europea no acaba de financiar la construcción de un nuevo «sarcófago» para el reactor siniestrado, la fundación Nobel, llegando como siempre algunas décadas tarde (puestos a premiar producciones fronterizas periodístico/literarias hubieran debido reconocer hace años al polaco Ryszard Kapuscinski), hoy haya decidido galardonar a una cronista empeñada en hacer vivir y perdurar las voces del pueblo, siempre protagonista de las historias y de la Historia.

Pedro Perucca – @PedroP71

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