Nacionales

19 octubre, 2015

Indecisos: el derecho a no votar por los que ganan

Mientras se discute el «voto útil», el porcentaje de aquellos que deciden no elegir a ningún candidato crece respecto a años anteriores. Detrás de quienes no definieron aún su voto, emerge una nueva mayoría conformada por sufragantes ausentes, blancos y nulos.

Sin ponerse previamente de acuerdo, el conglomerado de indecisos, desinteresados y renuentes tuvo en las pasadas elecciones su mejor desempeño en años.

Lo que no pudieron nunca contra Cristina Kirchner –ni en 2007 ni en 2011– lo lograron el pasado agosto contra su candidato a sucederla: las más de diez millones de personas que no concurrieron a votar, o bien lo hicieron en blanco o anularon su voto, superaron en cantidad a los apoyos recibidos por Daniel Scioli.

Es decir, completamente al margen de quienes se disputan el «cambio» o la «continuidad», en agosto fueron más los que no votaron a nadie que aquellos que optaron por el primero, por el segundo o por el tercero.

Pero lo que sucedió no es habitual. En rigor, la tendencia descendente de aquellos que se niegan a sufragar por la afirmativa en elecciones presidenciales se revirtió después de casi una década: fueron ocho millones en 2007, unos 7,4 millones en las primarias de 2011 y algo más de 6,9 millones en las generales del mismo año.

Así entonces, hacia el tramo final de la campaña, los candidatos ya no le hablan a un ínfimo grupo de vacilantes, al marginal porcentaje que “no sabe o no contesta” en una encuesta, sino a una voluminosa masa que representa a casi un tercio del electorado.

Es cierto, sin embargo, que el artículo 97º de la Constitución Nacional sólo otorga entidad a los «votos afirmativos válidamente emitidos», razón por la que los mayores esfuerzos están puestos en atraer el interés de los que, de alguna u otro manera, terminarán votando de manera válida y afirmativa.

¿Pero qué sucede con los que no, con los que prefieren no votar antes que hacerlo con dudas? ¿O qué pasaría si aumentara al menos un 15% la participación con respecto a agosto –porcentaje equivalente a más de tres millones de votantes–?

La utilidad del voto

Según los principales contendientes, el voto de los que elijan a quienes no tienen posibilidades de ganar es inútil, no sirve para nada, no es conveniente, es funcional al adversario.

Por ello, convocan al «voto útil», a que no se vote por aquel con quien uno acuerda o simpatiza, sino por aquel que tienen chances de ganar. Es decir, en la Argentina democrática, hay todavía candidatos que pretenden convencer al electorado de que votar por quien uno quiere es una pésima idea si es que tiene pocas perspectivas de triunfo.

Tras largos meses de campaña, lejos de esgrimir una propuesta contundente y atractiva, el argumento de quienes teorizan sobre la utilidad del voto se resume en que para evitar el triunfo del mal mayor hay que votarlos a ellos, que son, en definitiva, otro tipo de mal, pero menor, menos espeso, menos contaminante.

Pero aun así, a pocos días de las elecciones, la pretendida polarización nunca terminó de consolidarse. Con diferencias menores, los tres principales candidatos mantuvieron sus guarismos y nunca lograron convencer a los votantes ajenos –y mucho menos a los indecisos o reacios–.

Y en rigor, todo indica que no habrá cambios bruscos: los que votaron en blanco en agosto harán posiblemente lo mismo en octubre, al igual que aquellos que deliberadamente se abstuvieron de concurrir a las urnas.

Al parecer, lejos del discurso sobre la utilidad del voto –y si es que pretenden forzar una segunda vuelta–, a candidatos como Mauricio Macri o Sergio Massa les convendría mucho más fomentar la participación ciudadana para evitar así un crecimiento de los índices de ausentismo y voto negativo.

De hecho, fueron 8,9 millones de personas las que no concurrieron a votar en las últimas primarias, casi tres millones más que en las elecciones generales de 2011 (diferencia, por cierto, imposible de atribuir a los 930 mil jóvenes de 16 y 17 años empadronados, quienes inclusive demostraron en 2013 una tasa de asistencia mayor a la media).

En definitiva, además de facilitar la obtención de mayorías porcentuales, el desinterés traducido en una disminución abrupta de votantes es un indicador del escaso entusiasmo social por los representantes políticos –una apatía que incluye, por supuesto, a los propios que confían en el éxito argumental del «voto útil»–.

El voto vacante

No ir a votar está prohibido, dice con otras palabras la Constitución argentina en su artículo 37º. Quizás por ello ni siquiera en el año 2001, cenit de la deslegitimación del sistema, la tasa de inasistencia mostró un incremento llamativo.

Si bien el ausentismo fue incluso tres puntos menor que en las últimas primarias, en aquellas elecciones legislativas la sociedad mostró su disconformidad votando en blanco o de manera nula: ambos índices sumaron así casi un 30% del total.

Sin embargo, en un sistema electoral que sólo computa los votos válidos y afirmativos, únicamente un porcentaje extrañamente alto –como aquel del 2001– puede tener impacto político.

En España, por ejemplo, hay quienes procuran visibilizar el voto en blanco traduciéndolo en bancas vacías. “En democracia, el ciudadano tiene que disponer de la opción de expresar su disconformidad (…) y esa opción debe computar en igualdad de condiciones con el voto de cualquier otro”, reza la plataforma del Movimiento Ciudadano por el Voto en Blanco Computable.

En el mismo sentido, su correlato en nuestro país estuvo a cargo en 2001 de Eduardo Malamud, quien interpuso un amparo para que en las elecciones de aquel año se dejaran “tantas bancas vacantes según las veces que los votos en blanco alcancen el coeficiente correspondiente”.

El planteo, por supuesto, no tuvo respuesta favorable en la Justicia por considerar que el requerimiento formulado era en realidad una propuesta de reforma legislativa y no una cuestión judicial.

Tan cerca del anarquismo como de la antipolítica, más allá de las impresiones personales que una propuesta así pueda causar, lo cierto es que pone de manifiesto la apatía siempre existente de un sector de la sociedad.

¿Pero qué sucede si el ausentismo y los votos blancos e inválidos crecen? ¿Configura un hecho político que sean más los que se aferran a la apatía que los que apoyan al candidato ganador?

En definitiva, cualquiera sea su causa, su crecimiento no deja de ser una señal merecedora de atención. Si todo se debe a un desinterés pasajero, pronto se verá reflejado eso en las estadísticas. Pero si la tendencia es producto de cierto hartazgo frente a la oferta electoral, es naturalmente un dato preocupante.

Como insinuara José Saramago en Ensayo sobre la lucidez (Alfaguara, 2004), la apatía de los votantes no es sólo un dato más de la realidad electoral, sino que es el espejo donde se mira la consistencia del sistema.

Federico Dalponte – @fdalponte

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