Nacionales

28 septiembre, 2015

Empleados públicos, ¿obligados a denunciar la corrupción?

Revelado el «caso Niembro», se abrieron interrogantes sobre el modo que tiene la administración de adquirir bienes y contratar servicios. Pero detrás de la corrupción, también logra entreverse el debate sobre el incómodo rol de los trabajadores del Estado.

Para distinguirlos, en algún tiempo se entendió que el «funcionario público» era aquel que tomaba las decisiones en el Estado mientras que los «empleados públicos» eran aquellos que simplemente las ejecutaban.

Para bien o para mal, hoy es común referirse indistintamente a ambos conceptos, y por ello, cuando el Código Procesal Penal de la Nación obliga a los funcionarios públicos a denunciar los delitos de los que tomen conocimiento “en el ejercicio de sus funciones”, la imposición pareciera incluir a todos: al ministro del área pero también al personal de maestranza.

¿Pero así funciona? ¿Todos los empleados públicos están obligados a denunciar a sus autoridades? Existen mil dudas, pero la filtración de información en el «caso Niembro» trajo a la luz un interesante debate sobre el rol de los trabajadores que terminan siendo partícipes forzosos de delitos contra la administración pública.

Antes que nada, las siglas: OA, FIA, SIGEN y AGN

El mismo 10 de diciembre que Fernando De la Rúa asumió la presidencia, se sancionó y promulgó la ley de creación de la Oficina Anticorrupción (OA) –firmada paradójicamente también por Mario Pontaquarto, quien al año siguiente repartiría coimas en el Senado–.

A su vez, justo dos meses después de la renuncia del entonces vicepresidente Carlos “Chacho” Álvarez, De la Rúa reglamentó la obligación por parte de los funcionarios públicos de denunciar los delitos que conocieran en el ejercicio de sus funciones, y sentenció que el trámite debía cumplirse poniendo a la OA en conocimiento de los hechos.

¿Pero quién designa al Fiscal de Control Administrativo, máxima autoridad de la OA? Precisamente el propio presidente, por lo que constituye un absurdo obligar a los empleados públicos a denunciar hechos ante el fiscal designado por quien conoce, avala o se desinteresa por el alcance de esos casos.

Válido como ejemplo, la OA denunció a su presidente creador y pidió su condena en el caso de coimas en el Senado sólo muchos años después de que éste acabara su mandato. Incluso en la actualidad, sólo un gran coraje podría hacer que Julio Vitobello -a cargo de la OA desde 2009- investigue y denuncie a los miembros de la administración a quienes debe su cargo y su sueldo.

Por su parte, después de cinco años de vacancia, también un 10 de diciembre pero del año 2014, la presidenta Cristina Kirchner designó -con acuerdo del Senado- a Sergio Rodríguez como Fiscal Nacional de Investigaciones Administrativas.

El cargo estaba vacante desde que Manuel Garrido renunció tras el dictado de la Resolución Nº 147/08 del entonces Procurador General de la Nación, Esteban Righi, con el objeto de recortar sus atribuciones y evitar su actuación en investigaciones contra funcionarios.

“Ni la ley vigente ni ninguna de sus predecesoras la han concebido como una fiscalía anticorrupción”, dijo Righi en un comunicado después del altercado para justificar la delimitación de sus competencias. Pese a ello, distinto criterio mantiene en la actualidad la página oficial del organismo, que hasta hoy se describe precisamente como un “órgano especializado en la investigación de hechos de corrupción”.

Sin embargo, la Oficina Anticorrupción y la Fiscalía de Investigaciones Administrativas (FIA) no son los únicos organismos de control. Desde 1993 rige la Ley 24.156 que creó la Sindicatura General de la Nación (SIGEN), encargada de la auditoría interna. Pero tanto por su naturaleza como por su ejercicio, la SIGEN es simplemente un auxiliar y dependiente directo del Poder Ejecutivo, por lo que sólo informa los desvíos que el presidente está dispuesto a tolerar.

Así entonces, a la oposición política le queda el control externo, encarnado por la Auditoría General de la Nación (AGN), cuyo titular es designado por la principal minoría parlamentaria. Sin embargo, la función de la AGN -según ordena la Constitución- es la “asistencia técnica del Congreso”, razón por la que se halla condenada a la mera elaboración de informes.

Pero volviendo al «caso Niembro»…

La «Convención Interamericana contra la Corrupción», vigente en nuestro país desde 1997, recomienda crear sistemas para proteger a los funcionarios y empleados que denuncien “de buena fe” actos de corrupción.

Pero la inexistencia del reclamado sistema es tan acuciante que cuando el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires adjudicó una contratación millonaria a la endeble empresa de un amigo, los empleados que conocieron el hecho no lo denunciaron -y si lo hicieron, fue filtrando el dato, pero sin formalizar la acusación-.

¿Pero cabe la posibilidad de que los empleados de planta no se hubiesen enterado? Prácticamente imposible. Es impensable que un trámite licitatorio haya sido gestionado a través de un expediente de espaldas a los trabajadores de la administración; los funcionarios políticos ordenan y deciden, pero no confeccionan cheques ni notifican adjudicaciones.

Aun así, ni siquiera la estabilidad laboral garantizada por la Constitución Nacional alcanza para incentivar a un trabajador a que denuncie a sus autoridades. Prueba de ello es que la noticia haya llegado antes a la prensa que a la Justicia, pese a la obligación de denunciar que -al igual que en el orden nacional- impone la legislación porteña.

En la misma situación, sin embargo, posiblemente pueden encontrarse actualmente miles de otros trabajadores del sector público de todos los órdenes. Sobreprecios, contrataciones directas en lugar de licitaciones, desdoblamientos, la venta excesivamente onerosa de los pliegos, falta de publicación en los boletines oficiales constituyen parte de las irregularidades cotidianas en el modo que tiene el Estado de adquirir bienes y contratar servicios.

Y por ello, como la adquisición de bienes y contratación de servicios forman parte del funcionamiento mismo del Estado, los empleados públicos constituyen su andamiaje y soportan -en la medida de sus conocimientos técnicos- la carga de conocer irregularidades que no pueden denunciar.

Así entonces, tras los sesgados mecanismos de control interno y las ineficientes herramientas de control externo, el sistema jurídico sin embargo les encomienda a los trabajadores del Estado la homérica tarea de salvaguardar la ética en la función pública.

En suma, si lo ocurrido en el «caso Niembro» fue filtrado efectivamente por un empleado, lo más sano será que no se transforme en una rara y aislada excepción, sino en un antecedente valioso de cara al futuro.

Federico Dalponte – @fdalponte

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