Cultura

21 septiembre, 2015

David Gilmour vuelve a rugir

Animales. Se escuchan pájaros, algunos ladridos y una escena que viene a ilustrar con acordes mayores una suerte de pradera en la cual queda espacio para explorar. Es el fértil terreno de David Gilmour, uno de los eslabones fundamentales de esa cadena inquebrantable llamada Pink Floyd, que encontró hace años la forma de darle sustento y vuelo propio a su carrera solista.

Animales. Se escuchan pájaros, algunos ladridos y una escena que viene a ilustrar con acordes mayores una suerte de pradera en la cual queda espacio para explorar. Es el fértil terreno de David Gilmour, uno de los eslabones fundamentales de esa cadena inquebrantable llamada Pink Floyd, que encontró hace años la forma de darle sustento y vuelo propio a su carrera solista.

Con la suavidad y profundidad que caracteriza su recorrido, Gilmour se adentra en Rattle that lock hundiendo sus dedos viejos en el corazón de la guitarra. “5 AM” –el track que abre el disco– tiene resabios de “Shine on you crazy diamond” y de “Goodbye blue sky”, pero todo se vuelve nuevo unos minutos después cuando empieza el primer corte del álbum, el homónimo “Rattle that lock”.

David Gilmour Rattle that lockAllí, Gilmour parece pedirle ropa prestada a varios músicos que han sido parte de su troupe. Suena a David Bowie, a David Crosby y, sin parecerse mucho a lo que el ex Pink Floyd ha mostrado desde On an island (2006), tiene esas dos o tres características que convierten cuatro notas en una obra maestra: la guitarra que se escurre entre los colchones de un hammond tocado por el propio Gilmour y la percusión ecléctica de Steve DiStanislao; el dejo de afonía de su voz que no llega a gastarse; el solo que se esconde en fade. En el todo, “Rattle that lock” suena –también– al propio Gilmour.

Cuando llega “Faces of Stone” reaparecen las dudas. ¿Por qué vuelve a sacudir viejas melodías? ¿Para qué lado irá el álbum, finalmente? Tras un comienzo sinuoso de notas sueltas sobre un teclado sin estridencia, una guitarrita acústica pide permiso, se ubica en el centro de la escena y sobre ella se monta Gilmour y desenfunda el caño de sus cuerdas vocales para cantar, sin tapujos, una historia de terror.

Acá sí se nota On an island y las performances Remember that night (2006, en el Royal Albert Hall) y Live in Gdańsk (2008). Los años más recientes de Gilmour se ponen de manifiesto en los pocos más de cinco minutos que dura la canción. “Faces of stone that watched from the dark, as the wind swirled and you took my arm in the park” (“Caras de piedra que observaban desde la oscuridad, mientras el viento se arremolinaba y usted tomó mi brazo en el parque”), canta y asusta Gilmour.

Y sigue. “A boat lies waiting” (Un barco que se encuentra en espera), logra que el inglés se siente al piano y con pocos acordes vuelva a mostrar su obsesión sobre el agua: desde su barco-estudio (en donde se grabó la mayoría de éste álbum) hasta el megaconcierto de Pink Floyd en Venecia en 1989.

Promediando la lista, sólo falta encontrar un hilo conductor; algo que funcione como amalgama entre cada canción y es en “Dancing right in front of me” que ese algo aparece. Es puro Gilmour. Es un señor con cara de enojado frente a un micrófono, resistiéndose a envejecer, sugiriendo una confesión; susurrando humanidad. “Now in this silence what more is there to do? Something has broken in me and in you” (¿Ahora, en este silencio, qué más queda por hacer? Algo se ha roto entre vos y yo), pregunta intrigado el viejo solitario, expuesto al miedo del amor, del desamor y de la eterna duda por saber para qué sucede todo.

De allí se escapa de la forma que mejor sabe: retrocede atacando con solos de guitarra que pueden ser silbados, para dar paso a “In any tongue”, la canción más oscura —quizás— de todo el disco. “No sugar is enough to bring sweetness to his cup” (No hay azúcar suficiente para darle dulzura a su taza), protesta el Caballero británico. Y agrega: “What has he done? God help my son” (¿Qué ha hecho? Dios ayuda a mi hijo). Con lugar para un intermezzo en medio de la canción, un pianito queda sonando a modo de preludio para la queja. Gilmour se muestra como lo que es: un león enojado y satisfecho a la vez.

“Beauty” —el séptimo track de los diez que componen Rattle that lock—, al igual que “5 A.M.” es una pieza instrumental. Gilmour puro. Ni Polly Samson —su mujer, reconocida escritora— ni sus secuaces tienen lugar acá. Sólo la participación de DiStanislao en batería, Danny Cummings en percusión y nada más. El resto —bajo, guitarra, armónica—, corre por su cuenta. “Yo me encargo”, parece decir. Es quizás la única pieza que lleva a dar movimientos cortitos con la cabeza como diciendo que sí. Su línea de bajo —aunque sencilla— es lo suficientemente sólida para hacer mover el esqueleto, sin correr los pies de lugar.

David Gilmour Rattle that lock 2Para “The girl in the yellow dress”, se rodea de amigotes y no tanto para cantar —en clave de jazz— una pieza cuasi erótica, que remite a algún sótano de la siempre húmeda y nublada Londres. “She bounces like a flame, clothes in her” (Ella despide como una llama la ropa que lleva). Lo acompañan en la desventura de burlesque: Rado ‘Bob’ Klose en guitarra [uno de los fundadores de “The Pink Floyd Sound”, aquella banda que decantó en Pink Floyd]; Robert Wyatt en corneta [el músico que ya acompañó a Gilmour en “In concert” y estuvo al frente de Soft Machine y Matching Mole]; Chris Laurence en contrabajo [un crack del mundillo del jazz, que grabó con Chick Corea, Keith Jarret y Tony Coe, por citar algunos]; y el controvertido y talentoso Jools Holland en piano.

Con estos ingredientes y el tiempo de cocción exacto —poco más de 5 minutos—, “The girl in the yellow dress” se convierte en necesaria y no es una cofradía donde sólo pueden entrar aquellos que vienen curtiendo miles de acordes de Pink Floyd, primero, y de la carrera en solitario de Gilmour, después.

La despedida de Rattle that lock está a cargo de dos canciones que poco se parecen a Gilmour en la primera escucha del álbum. “Today” suena a góspel, primero, a batería electrónica de los años ’80, después, y revienta a toda —ronca y dulce— voz, finalmente. Otro bajo que quiere ser protagonista, ahora en las manos de Guy Pratt [que en su curriculum cuenta que tocó con Pink Floyd, que fue el bajista que remplazó a Roger Waters en de “The división bell” y en la gira (y posterior álbum oficial en vivo) P.U.L.S.E., y que compartió estudios con Bryan Ferry, Iggy pop, Gary Moore, Michael Jackson y una interminable lista de etcéteras. De la mano de Pratt, “Today” se convierte en arena movediza que se escurre entre las manos de quien quiera tocarla.

En “And then…”, en cambio, Gilmour se caracteriza otra vez como un ser viejo, oscuro y misterioso, que aparece y desaparece entre sombras cuando su antojo —y sus acordes— tienen ganas, que sabe —es plenamente consciente— que una nota suya hará un eco alrededor del universo de cualquiera que sepa disfrutar de un buen disco. Porque a fin de cuentas, Rattle that lock, no es más —y obviamente no es menos— que un muy buen disco de uno de los guitarristas más influyentes y talentosos de la historia de la música moderna, con todo lo que eso acarrea.

Quizás no se convierta en un trabajo imprescindible para entender todo el recorrido del artista, pero es sin dudas un álbum que lo muestra entero, sólido y de pie. Y logra el efecto deseado: ganas de volver a poner play.

Ignacio Merlo – @carrumbe

www.carrumbe.com

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