31 agosto, 2015
El Clan: a plena luz del día
Intensa película de uno de los más afamados realizadores argentinos, El Clan -al margen de sus números en ventas- es un film que habilita una lectura cinematográfica, política e histórica.

Intensa película de uno de los más afamados realizadores argentinos, El Clan -al margen de sus números en ventas- es un film que habilita una lectura cinematográfica, política e histórica.
Más allá de los pormenores taquilleros y la historia real que Pablo Trapero pretende representar, es interesante remarcar un par de elementos propios del film y otros respecto a lo que el relato nos permite reflexionar.
Hay que admitir que las actuaciones son formidables, en primer lugar por la propia trayectoria de sus protagonistas: a Guillermo Francella (Arquímedes Puccio) se lo empuja a abandonar su acreditada costilla humorística para encarnar las fauces de la frialdad absoluta, a Peter Lanzani (Alejandro Puccio, alias Alex) se lo obliga a dejar atrás su perfil teen actor para encarnar la contradicción de un personaje que se bate entre la culpa y el cargo, aún cuando se juega con su vieja trayectoria. Trapero se centra en los avernos psicológicos de estos dos personajes para dar simples guiños de complicidad del resto. Esto no es una limitación del film, sino más bien el foco de atención y el porqué del encarnizamiento sobre sus figuras.
Un simple elemento a tener presente: es interesante que la frialdad del personaje de Francella sólo se ve alterada por un factor familiar, son los escasos momentos en que la llanura emocional se ameseta y esto es así porque Trapero revela cómo la familia, más que la logística y los contactos en el poder, fue para Arquímedes el pilar de sus maquinaciones. A todos sorprende que en el seno de esa élite burguesa y cristiana, con sus estatuillas de vírgenes sobre el televisor y sus mesas benditas por la oración, haya sido posible algo tan macabro. Una nota más contra las convenciones a las que nos acostumbramos por gusto o por comodidad.
Respecto a algunas cuestiones técnicas, la película sale bastante airosa. Aunque se puede deslizar una crítica: hay una temporalidad un tanto confusa. Los primeros diez minutos del film pasan de un discurso de Alfonsín directo al final de la historia, de nuevo a los comienzos y al presente para luego trasladarse nuevamente al pasado de Bignone. Ese inicio resulta un tanto caótico. Hay también escenas un poco extensas inmersas en una estructura narrativa fragmentada, que no termina de profundizar en los casos. En primer lugar para evitar que podamos identificarnos con la víctima antes que con el victimario; y en segundo lugar porque los casos constituyen una especie de expediente que nos permite justificar un juicio moral para liberarnos de la culpa de la identificación.
Luego está el trabajo de cámaras. Algún plano secuencia seductor acaba en el infierno de la primera víctima de una manera excepcional, un casi imperceptible fundido de cámaras entre el Alex desorientado ante la muerte de su amigo Ricardo Manoukian y el Arquímedes sentado a la cabeza de una cena familiar, y abundantes primeros planos, porque lo fundamental no es la pregunta ¿por qué lo hicieron? Sino mejor aún: ¿cómo fueron capaces?
Uno de los elementos interesantes a tener en cuenta es la utilización de la luz en el film: cada vez que el director retrata un momento clave entre Arquímedes y Alex, los rostros están siempre alumbrados por la cálida lámpara hogareña. Sea un plano medio de Francella con luz estridente en la cocina, sea un primer plano de ambos en el living o en el asiento principal de un automóvil en la secuencia de un secuestro, la luminosidad de sus rostros nos dice que Trapero no retrata el oscuro rostro del mal, sino más bien el terror a plena luz del día.
Esto último nos permite adentrarnos en otra dimensión del análisis. Aquí se nos presentan dos cuestiones de raigambre política. Por un lado la impunidad con que se maneja Arquímedes ante los ojos de todos y por otro, la nota específica con que se inicia el film. El famoso discurso de Alfonsín en la comisión del Nunca Más donde el presidente radical nos decía que la dictadura era aquella experiencia histórica que, antes que nada, nos enseñaba el camino que no debíamos volver a tomar.
En cierta medida lo que refleja el caso Puccio es irónicamente todo lo contrario, es el reflejo de lo que continúa molecularmente, es la dictadura en su estado celular más allá del derecho al régimen ¿o acaso no es el secuestro la metáfora dictatorial por antonomasia? Es casi una lección historiográfica: en el juego entre la ruptura y la continuidad de los acontecimientos, no hay ni un final pasado ni un comienzo como tabula rasa. Lo que hay en todo caso es una geografía de historias personales y colectivas que se solapan, algunas que salen a la luz y otras que se lanzan al anonimato. El Clan es en este sentido, todo lo que nos resta por recorrer y por conocer.
Dos cuestiones finales. Por un lado, no es necesario caer en la valentía de reclamar un Óscar, está bien que es una buena película para entretenerse un domingo, pero no debe ocultarnos el hecho del prolífico momento cinematográfico que vive nuestro país, sobre todo porque la publicidad muchas veces oculta obras magníficas -e incluso mejores que la referida- que no encuentran salas que las proyecten y porque cada vez más la industria cinematográfica demanda presupuestos desmesurados que lanzan por la borda al cine independiente.
Por otro lado, es la oportunidad para recuperar la tradición cinematográfica de nuestro país que es muy rica y en la cual existen piezas memorables condenadas al olvido no sólo por el manto de polvo que las cubre, sino porque muchas veces la temática que abordan o la gramática con la que son narradas no cumple con los estándares de la taquilla convencional.
Diego Rach
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