Nacionales

28 julio, 2015

Los jueces, entre acatar la ley o declararla inconstitucional

Cada vez que el Poder Judicial cuestiona la validez de una norma, se renueva el debate sobre su independencia y su accionar corporativo. El legítimo control de constitucionalidad, la técnica jurídica, la doctrina como condicionante y el rol de los grupos económicos.

Menos de cuatro semanas de gloria tuvo la nueva ley de subrogancias, desde su publicación en el Boletín Oficial hasta su declaración parcial de inconstitucionalidad por parte de la Cámara Federal. Menos de cuatro semanas, unos 26 días para ser exactos, durante los que una ley, sancionada y promulgada como es debido, creyó tener para siempre una autoridad que le sería arrebatada por tres simples jueces.

El mismo análisis sobre la constitucionalidad de las leyes se repitió con frecuencia durante los últimos tiempos, contando entre sus destacadas intervenciones, lógicamente, a las de la Corte Suprema: desde el estudio pormenorizado en el que concluyó que obligar a las empresas de medios a vender parte de sus activos no atentaba contra el derecho de propiedad, hasta el análisis adverso a la elección popular de los miembros del Consejo de la Magistratura por resultar ajena a la previsión constitucional.

“La posibilidad de declarar inconstitucionales las leyes sancionadas por el Congreso da al Poder Judicial un sentido institucional muy fuerte y lo convierte en el ‘control de los controles del sistema democrático”, dice Alberto Dalla Vía, doctor en derecho constitucional y vicepresidente de la Cámara Nacional Electoral. Y ciertamente razones no le faltan.

Pero no se trata sólo de un fenómeno de época. Los redactores de la Constitución Nacional dejaron estampada en el artículo 31º la constancia escrita de su propia preeminencia: sancionada la norma suprema, todas las demás –leyes, decretos, resoluciones– no serían más que una consecuencia de ella.

Y para que ninguna norma de rango inferior contradijera a la carta magna, allí los jueces. Aunque sin ley escrita que expresamente les confíe a ellos la tarea, ese es el procedimiento que primó en esta parte del mundo desde que la Corte Suprema de los Estados Unidos, en 1803, así lo entendió.

Y como nuestro sistema republicano es, en más o en menos, casi una copia del estadounidense –y porque nuestra propia Corte Suprema también adoptó luego ese criterio–, hoy ya casi nadie discute lo obvio: que los jueces pueden y deben controlar la constitucionalidad de las leyes.

“Nos, los representantes del pueblo de la Nación Argentina”

Así comienza el preámbulo constitucional, con la autoproclamación de cierta representación que es hoy el reflejo de la que ostentan los diputados y senadores. Sin embargo, la formal representación de aquel pueblo que “no delibera ni gobierna” no implica necesariamente que se ejerza en defensa del interés público.

Por caso, cuando una mayoría gobernante emprendió en 1989 el indulto a los genocidas de la última dictadura, no faltaron quienes recurrieron al Poder Judicial para que declarara la inconstitucionalidad de lo que, vía decreto, había decidido el Poder Ejecutivo.

En efecto, toda norma está sometida al control de constitucionalidad. Una ley prohibitiva del derecho a huelga, sancionada por una mayoría elegida democráticamente, sería tan pasible de ser declarada inconstitucional como un decreto presidencial que expropiase tierras para repartir entre los peones rurales.

Por tanto, no se trata de extirparle al magistrado su ideología. Pero hasta el juez más conservador debe acatar el derecho constitucional a huelga y hasta el más socialista resignarse a que en nuestra Constitución la propiedad privada se encuentra mejor protegida que el medio ambiente.

Lo sustancial, en suma, es el debate acerca de la conciencia y responsabilidad jurídica que tienen esos jueces para fallar de una u otra manera. ¿Sólo declaran la inconstitucionalidad de las normas –sean decretos o leyes– con las que ideológicamente no están de acuerdo? Y si no es posible encomendar el control de constitucionalidad a los jueces, concebidos –supongamos– como un confeso consorcio reaccionario, ¿entonces a quién?

¿A quién?

El control de constitucionalidad en Argentina es de carácter difuso: es decir que cualquier juez puede declarar inconstitucional la norma sometida a su consideración.

Hay alrededor de mil jueces nacionales y federales en Argentina; por tanto, mil hombres y mujeres que, investidos del poder jurisdiccional que les dio el Estado, pueden determinar que la ley debatida en un proceso no debe ser aplicada. Y así, tanto como mil jueces y mil poderes, hay también mil posibilidades de que otros grupos de poder presionen para obtener de los magistrados la sentencia que los favorezca.

Ese tipo de declaraciones netamente políticas de inconstitucionalidad constituyen el gran obstáculo a sortear. La democracia se beneficia cuando un juez realiza el cotejo técnico entre el texto constitucional y la ley sin distraerse por los llamados telefónicos del gobierno o del Grupo Clarín.

El sistema, por su parte, ofrece una solución a base de apelaciones: que ese juez de primera instancia que declara inconstitucional una ley por presión de algún agente extraño o de su propia ideología sea controlado por otros jueces, y estos, a su vez, por otros más. Aunque, claro está, nada garantiza que incluso los miembros de la Corte Suprema vuelquen en sus fallos sus intereses personales.

Por ejemplo, la prohibición legal de la tenencia de drogas para consumo personal fue en 2009 declarada inconstitucional por el máximo tribunal al entenderla violatoria del derecho a la intimidad. Sin embargo, en 1990, el mismo tribunal, aunque compuesto por jueces más afines a la época, había sostenido el criterio completamente opuesto. ¿Control de constitucionalidad o doctrina pura?

¿A quién deberíamos entonces encomendar el control de la constitucionalidad de las leyes? ¿Sólo a los jueces que compartan nuestra ideología? ¿A un tribunal constitucional con poder concentrado?

Difícil. Lo cierto es que tanto en el fallo de 1990 como en el de 2009 el componente ideológico fue notorio y probablemente sea también notorio en cada una de las sentencias emitidas por los distintos jueces del país.

En cualquier caso, lo más inconducente en este asunto es esperar que los jueces interpreten siempre las normas como lo haría uno. Si existe la voluntad genuina de transformación y la mayoría de la sociedad se convence de ello, pareciera más legítimo reformar la letra de la Constitución que hacerle decir a ella lo que en realidad no dice.

Federico Dalponte – @fdalponte

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