Cultura

7 julio, 2015

Baldomero Fernández Moreno: campo, ciudad y barrio

Hace 65 años fallecía uno de los poetas más importantes de la Argentina, el autor del célebre Setenta balcones y ninguna […]

Hace 65 años fallecía uno de los poetas más importantes de la Argentina, el autor del célebre Setenta balcones y ninguna flor.

Hijo de inmigrantes españoles, nació en 1886 en Argentina pero a los seis años de edad sus padres decidieron volver a su tierra natal, hecho que marcó tanto su vida como su obra. Años más tarde recordaría esos ires y venires en su autobiografía, La Patria desconocida. Allí hablaba de «las viejas navegaciones, viejos dolores, mundo de adioses y de lágrimas que uno cuenta ahora reposadamente y que parecen tan inútiles como dichos y exhalados por fantasmas».

«Estaba escrito en las estrellas, sin duda, que toda la primera parte de mi vida había de ser viajera», reflexionó también. Es que Fernández Moreno vivió en la ciudad y en el campo, en España y Argentina (país al que retornó a los 13 años). En pueblos y ciudades. En su obra, el detalle de lo cotidiano se expresa en sencillas metáforas y una mirada fresca de lo vivencial.

Fernández Moreno estudió Medicina, otra circunstancia que lo definió. Ejerció como tal en Chascomús (provincia de Buenos Aires) y en Catriló (La Pampa) en sus primeros años profesionales. Es en aquel pueblo donde conecta con la palabra y escribe sus primeros poemas. Los más sentimentales y descriptivos. Extrañando a su familia vuelve en el invierno de 1915 a la Ciudad de Buenos Aires donde publica su primer libro,  Las iniciales del mi09dd37csal.

Enamorado de Dalmira del Valle, a quien había conocido en Chascomús, escribe su segundo libro de poesía, Por el amor y por ella, en 1918. Juntos se radicarán en Huanquelén, un pueblo bonaerense que inspirará El hogar en el campo, publicado en 1923.

Durante la década del 20 se acercó a poetas como Alfonsina Storni, Enrique Méndez Calzada, Nicolás Coronado y Enrique Amorin, de Uruguay.

Practicando la medicina  y ya casado, vuelve a Chascomús y describe sus días allí con las siguientes palabras:

“Fernández Moreno acaba de cenar a eso de las 9. Enseguida toma el bastón, el sombrero y se va al Club. La noche es profunda, húmeda. La calle, ancha. Tiene una doble hilera de paraísos de troncos rugosos y fronda quieta. Fernández Moreno llega al Club y pide café. Mientas lo toma, hojea El Argentino y El Cronista, periódicos del pueblo. Es una mesa larga con carpeta roja y un helecho en el centro. Pasa después al salón. Se acerca a las mesas del dominó y saluda. Y empieza a pasearse a largos pasos. Al poco tiempo se hace la partida de póker. Fernández moreno se sumerge profundamente en el juego. Las fichas rojas caen en copiosa hemorragia sobre el tapete verde. A la 1 o a las 2 regresa por la calle arbolada; melancólico, suspirando a las estrellas a través de las ramas de los paraísos”.

En 1924 retorna a la ciudad en la que nació abandonando la profesión de médico rural. «Al arrimo de un par de cátedras me instalé en Buenos Aires, dispuesto a ser pobre para siempre pero en paz con mi conciencia”, recordará años más tarde.

Allí se convirtió en porteñísimo frecuentador de la entonces confitería Richmond, en la calle Florida 468, entre Corrientes y Lavalle, donde se reunía por entonces el Grupo Florida de artistas y escritores de la talla de Conrado Nalé Roxlo o Jorge Luis Borges. Si bien no consta que Moreno haya pertenecido a ese colectivo, es de suponer que en los sillones de la famosa confitería del centro porteño se hayan cruzado más de una vez.

Se estableció en una casa en México y Santiago del Estero. “Después de cuarenta años de dar vueltas, vengo a parar casi enfrente de la casa en que nací», dijo el poeta. «Ocupo una cornisa, una verdadera cornisa. Y, claro, la cornisa sonora puede ser un libro archifuturo. Subiendo en el ascensor, hay tiempo sobrado de recitar un soneto alejandrino. Por aquí, la vida de siempre. Menos Richmond, tal vez, menos trasnochar. Alguna que otra reunión en lo de Gonnet, con Alfonso Reyes y otras especies», comenta también. Y suma: «Naturalmente por la ventana domino la ciudad (…) Pero la cabeza arde. Me enredo en mis propios versos”.

“Después de cuarenta años de dar vueltas, vengo a parar casi enfrente de la casa en que nací (…) Ocupo una cornisa, una verdadera cornisa. Y, claro, la cornisa sonora puede ser un libro archifuturo. Subiendo en el ascensor, hay tiempo sobrado de recitar un soneto alejandrino. Por aquí, la vida de siempre. Menos Richmond, tal vez, menos trasnochar. Alguna que otra reunión en lo de Gonnet, con Alfonso Reyes y otras especies (…) Naturalmente por la ventana domino la ciudad (…) Pero la cabeza arde. Me enredo en mis propios versos”.

“Después de cuarenta años de dar vueltas, vengo a parar casi enfrente de la casa en que nací (…) Ocupo una cornisa, una verdadera cornisa. Y, claro, la cornisa sonora puede ser un libro archifuturo. Subiendo en el ascensor, hay tiempo sobrado de recitar un soneto alejandrino. Por aquí, la vida de siempre. Menos Richmond, tal vez, menos trasnochar. Alguna que otra reunión en lo de Gonnet, con Alfonso Reyes y otras especies (…) Naturalmente por la ventana domino la ciudad (…) Pero la cabeza arde. Me enredo en mis propios versos”.balcones

En esta etapa el autor explotará el amor por lo cotidiano. Aldea española (1925), Dos poemas (1936), Romances (1938) y Penumbra (1951), dan cuenta de ello. Su poema más conocido, Setenta balcones y ni una flor es producto de esta época. El mismo está inspirado, según algunas versiones, en el imponente edificio ubicado en Corrientes y Pueyrredón.

Setenta balcones y ninguna flor

Setenta balcones hay en esta casa,
setenta balcones y ninguna flor.
¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?
¿Odian el perfume, odian el color?
La piedra desnuda de tristeza
¡dan una tristeza los negros balcones!
¿No hay en esta casa una niña novia?
¿No hay algún poeta lleno de ilusiones?
¿Ninguno desea ver tras los cristales
una diminuta copia de jardín?
¿En la piedra blanca trepar los rosales,
en los hierros negros abrirse un jazmín?
Si no aman las plantas no amarán el ave,
no sabrán de música, de rimas, de amor.
Nunca se oirá un beso, jamás se oirá una clave…
¡Setenta balcones y ninguna flor!

Del centro de la ciudad el poeta se mudó a uno de los barrios más característicos de Buenos Aires, Flores. Allí compró una casa en la esquina de las calles Francisco Bilbao y Rivera Indarte y con el dinero obtenido al haber ganado el Premio Nacional de Poesía en 1938. También fue merecedor del Gran Premio de Honor otorgado por la Sociedad Argentina de Autores, en reconocimiento por su libro Parva de 1943.

La muerte de uno de sus cinco hijos en 1937, además de deprimirlo profundamente inspiraría el libro Penumbra. Unos años después, el nacimiento de su nieta serviría para que Fernández Moreno publique una de sus últimas obras, Libro de Marcela (1946). Sus últimos años de vida los pasaría entre insomnios y crisis nerviosas. “Todo me hace mal, lo exterior y lo interior. No sé nada de mí”, escribió alguna vez. “Es media tarde; y ya empiezo a temblar; la ansiedad viene con la noche”, también dijo.

Falleció en 1950 tras haber sufrido un accidente cerebro vascular.611px-Buenos_Aires_-_Obelisco_facha

Una de sus poesías quedó grabada en el centro porteño que lo acobijó. En el frente sur del obelisco, en su base, se encuentran sus palabras:

El Obelisco

¿Donde tenía la ciudad guardada
esta espada de plata refulgente
desenvainada repentinamente
y a los cielos azules asestada?

Ahora puede lanzarse la mirada
harta de andar rastrera y penitente
piedra arriba hacia el Sol omnipotente
y descender espiritualizada.

Rayo de luna o desgarrón de viento
en símbolo cuajado y monumento
índice, surtidor, llama, palmera.

La estrella arriba y la centella abajo,
que la idea, el ensueño y el trabajo
giren a tus pies, devanadera.

Así recuerda la ciudad a su poeta. Al que fue porteño y fue del campo. Al que homenajeó a Güiraldes y al asfalto con la misma sencillez y el mismo afecto.

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