30 abril, 2015
A un año de los linchamientos ¿habrá justicia?
Durante los meses de marzo y abril del año pasado irrumpió en Argentina el fenómeno de los “linchamientos” como una forma de “justicia por mano propia”, que en las cadenas massmediáticas se mostró de forma espectacularizada y extendida.

Durante los meses de marzo y abril del año pasado irrumpió en Argentina el fenómeno de los “linchamientos” como una forma de “justicia por mano propia”, que en las cadenas massmediáticas se mostró de forma espectacularizada y extendida.
En una escena casi ficcional, una tarde de marzo alrededor de entre 30 y 50 vecinos lincharon a David Moreira a plena luz del día en la ciudad de Rosario, caso que despertó una ola de violencia colectiva hacia pequeños infractores en distintos puntos del país. Un año después, la Justicia de Rosario aún no definió si calificará la causa como “homicidio agravado” o “riña”, mientras que los únicos dos imputados no fueron condenados. En un contexto signado por la preocupación por la inseguridad ciudadana cuyo peso recae principalmente en el “pibe chorro” como victimario, ¿será justicia?
En los debates que se suscitaron posteriormente, quedó al descubierto la necesidad de castigar de una sociedad inmersa en el fenómeno de la inseguridad. En consonancia, tal como sucede desde la última década, los medios jugaron un papel central en torno a la construcción noticiosa de las violencias y el miedo al delito; discurso que no hace a un lado la clase política.
La importancia que se le otorga a las noticias delictivas tanto en medios gráficos como audiovisuales se hace evidente al constatar que la temática atraviesa diversas secciones periodísticas, ocupando cada vez más espacio en la agenda pública y política. Las reiteradas imágenes y relatos sobre el crimen promueven, sin duda, una cotidianeidad en la que se institucionaliza la experiencia del delito colectivo y la centralidad de las víctimas. Ahora, en la cobertura, ¿qué voces se autorizan y cuáles se silencian? ¿qué sucede cuando se alcanza un consenso mayoritario en cuanto a la necesidad de dar muerte al delincuente en defensa de la ciudadanía?
De modo que no sorprende que los medios hegemónicos hayan representado a los linchamientos como nuevos casos “de inseguridad”, fenómeno transformado en sección mediática estable y tópico autonomizado de policiales: la cámara transmitiendo “en vivo y en directo” la golpiza, la generalización y la fragmentación de la información y la utilización de un estilo narrativo hipersensacionalista.
Ante los casos de linchamientos, los medios reforzaron una vez más ciertos estereotipos sociales ligados a la imagen de los victimarios y de las víctimas. Ahora bien, ¿qué sucede cuando los sucesos de violencia se hallan protagonizados por quienes habitualmente aparecen en los medios en su rol de víctimas? ¿Justicia para quién cuando la víctima de la violencia es el joven varón y pobre? ¿Justicia para quién cuando el Estado aparece como indiferente e ineficaz, y por tanto, responsable de que la ciudadanía se haya cansado de esperar soluciones “reales” y decidido pasar a la acción? Las fronteras habitualmente trazadas entre víctimas y victimarios resultan indefinidas.
Gran parte de la sociedad legitimó este acto de ensañamiento que terminó con la vida del joven David Moreira. Como muestra en su último libro el sociólogo Gabriel Kessler, desde la restauración democrática persiste un “polo autoritario-punitivo” que agrupa a un tercio de la población y que puede ir cambiando en sus manifestaciones de autoritarismo. En tanto, los estudios de opinión pública aseguran que cerca del 30% de los encuestados justificaron los linchamientos producidos en abril del 2014 en Argentina.
Sin dudas, la extensión del sentimiento de inseguridad incide en esta creciente sensibilidad social-punitiva, aunque es la ideología política previa la que marca con más firmeza la aceptación de este tipo de deslizamientos punitivos y los reclamos por un Estado (policial) “más duro” en materia de seguridad.
Cuando un acto de ensañamiento colectivo contra un supuesto delincuente aparece representado como transgresión de lo prohibido (delito) pero también como síntoma del hartazgo ciudadano y ese acto no es uno sino dos, tres, cuatro en el transcurso de un tiempo relativamente estrecho, la disputa por su legitimidad pareciera definirse en un sentido populista. Es decir, en un sentido donde los discursos de poder se valen, naturalizándolo, del sentimiento de venganza latente en buena parte de la ciudadanía.
En los debates que se suscitan en torno a esta cuestión queda entonces, al descubierto, una creciente sensibilidad social-punitiva. Este discurso expansivo resulta inadecuado y preocupante, lo que nos obliga a estar atentos frente al actual escenario electoral en el cual el problema de la inseguridad se impone como uno de los principales asuntos de preocupación pública.
Mariana Fernández y Brenda Focás
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