Cultura

26 enero, 2015

La rabia nunca murió cuando mataron al perro

Quizá escapando a la lógica estética de sus anteriores obras, José Celestino Campusano estrenó el año pasado El Perro Molina, su séptima película. Tiros, cafishos, violencia y mucha sensibilidad que explican de manera por demás clara el camino creativo de este director y militante del cine regional y autogestivo.

Quizá escapando a la lógica estética de sus anteriores obras, José Celestino Campusano estrenó el año pasado El Perro Molina, su séptima película. Tiros, cafishos, violencia y mucha sensibilidad que explican de manera por demás clara el camino creativo de este director y militante del cine regional y autogestivo.

Es difícil hablar de Campusano y no hablar del sur. Pero no aquel sur frío, lejano y casi frecuente en algunas caracterizaciones por demás idealizadas. Sino de este sur, el cercano y quizá por ello más extraño, el del conurbano. Nacido en Quilmes, su primer acto creativo (luego del corto Bosques) lo focalizó en un segmento esquivo para muchos cineastas: qué pasa en el mundo de las motos.

Legión – Tribus urbanas motorizadas es un documental estrenado en 2006 que relata un encuentro de motoqueros llevado a cabo al sur del conurbano bonaerense. Hoy casi inconseguible, la producción muestra la arqueología de este movimiento social de una forma que rechaza concepciones antropológicas. Porque Campusano, a diferencia del cine inesquivamente clasemediero, cuenta lo que vive muy por sobre lo que ve.

Pero todo esto que nos animamos a trazar es para entender un poco mejor su última obra: El Perro Molina. Presentada en la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, esta película compuesta completamente por un elenco de no-actores supuso un quiebre en la carrera de este director fanático del metal. Sin siquiera rozar los bordes del cine industrial, se nota de manera por demás evidente el salto técnico en lo que a su estilo se refiere. Planos milimétricamente compuestos, montaje de alto vuelo y fotografía vistosa por donde se la mire.

Pero el perro sigue pulgoso.

Antonio Molina (Daniel Qaranta) construyó su nombre a fuerza de honor y lealtad. Su vuelta al pueblo que lo vio erigirse como un respetado delincuente lo enfrenta a las miserias locales que poco han aminorado con el pasar de los años: asesinos a sueldo desbocados, sicariatos desmadrados, prostitución y policías corruptos. Todo esto lo lleva a involucrarse una vez más en tramas por fuera de la ley que lo empujan a reencuentros y encontronazos con el pasado, que bien logra Campusano diferenciarlos unos de los otros.

El mito dice que cada historia que lleva el director amigo de las motos a la pantalla es producto de anécdotas que oyó en las terrosas calles del sur. Lejos estamos de comprobarlo. Sin embargo, podemos decir que, verídicas o no, Campusano es hábil para acercárnoslas de una manera verosímil y, sobre todo en esta, su quinta película, bien compuesta.

Basta recorrer con la mirada la escena en la que Antonio Molina, “el perro”, describe en un solo plano general lo que es, para él, la acción de apuñalar a alguien. Este plano es capaz de recorrer toda la película de principio a fin atravesando todo el encadenamiento moral que formula en su vida este respetable delincuente que interpretado de manera formidable por Qaranta.

Es importante rescatar que Campusano, guionando y dirigiendo este film, intenta no complicarse en dilemas morales o de corrección política a la hora de contar la historia. Él retrata la prostitución y su relación con la policía de forma orgánica, funcional a una historia de violencia y a la vez de sensiblidad y hombría y ya. No le hace falta poner un cartel que rece “la prostitución la genera la policía”. Aquí intenta contrar por qué, a raíz de un conflicto marital originado por un agente del orden que constantemente frecuenta prostíbulos a espaldas de su esposa, empuja a su mujer a vengarse de él vendiendo su cuerpo.

A pesar de lo crudo de un argumento que desnuda lo más despiadado de un mundo marginal, la puesta de cámara no hace foco en lo burdo de un tiroteo o lo morboso de un cliente de la prostitución consumiendo el cuerpo de una mujer. Campusano rescata lo absurdo de lo mejor del cine vernáculo de los 60 y 70, con monólogos delirantes y arriesgadas actuaciones de intérpretes no profesionales.

¿Estamos en un momento del cine argentino donde este tipo de producciones puedan resaltar de alguna forma? Es interesante intentar pensar el cine de Campusano como algo por demás genuino que de ninguna forma busca guardar la historia para sí mismo. Podríamos pensar su cine como ese amigo de barrio al que, por más apurado que estés, cuando te lo encontrás en la esquina de tu barrio le dedicás cinco minutos para que te cuente de su vida.

 

Iván Soler – @vansoler

 

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