12 noviembre, 2014
En la era del yo no existen los protagonistas
Segunda entrega de “Seriamente (todos somos personajes)”, una construcción colectiva y fragmentaria sobre series de televisión, esos productos pensados para meterse en las grietas de un tiempo atiborrado y durar lo que dura una sesión de terapia. En ese rato resuelven, intrigan, abonan con misterio. Y su consumo anatomiza la vida metropolitana.

Claudio, bancá, no borres. Lee y después borra. O mandame a papelera o mandame a la mierda o mandame a seguir laburando, que es lo mismo. Me llamo Vicky, mejor dicho Victoria pero me dicen Vicky. Recién vi tu mail en el Outlook abierto de Leandro, amigo tuyo, parece; compañero mío de trabajo, vecino-isleño de este escritorio que lo metieron en el presupuesto del canal como si hubiese sido craneado por la Bauhaus.
Te decía: leí tu mail. Acá leemos todo, hasta lo que llega a las Macs ajenas. De las nueve horas que estamos acá, si trabajamos cuatro es mucho. Ser redactora de un canal de cable internacional es resignarse a tener un trabajo sin sentido, una de esas ocupaciones modernas que nos hablaba Graeber desde los apuntes de Comunicación Social. Pero bueno, acá estamos, con las tarjetas llenas para consumir como si siempre hubiésemos sido ricos. Pagando las cuotas con nuestros trabajos improductivos. Confinados al papel de oficinistas-creativos, pasando el doble del tiempo que necesitamos para hacer nuestras tareas. Anulando, de a poco, la misma creatividad que exprimimos, la salud que despilfarramos, el ingenio disciplinado y, sobre todo, el placer, esa palabra que exhibimos con hedonismo pero que usamos con culpa.
No te quería hablar de esto. Pero como los docentes o los jóvenes poetas, a la primera de cambio termino hablando de mi ombligo abúlico. Te decía: leí tu texto, tu diatriba sobre Breaking Bad y sus coletazos imperialistas. Lo leí a las apuradas, antes de que venga Leandro. Y te escribo porque me quedó una frase dando vueltas en la cabeza. Una frase que al leerla me ayudó a completar lo que venía pensando, como si fuese el pedazo filoso de una copa rota. Un pedazo que encaja justo en la copa, pero que -a la distancia- no vale la pena volver a cuajar.
La frase aparece al principio, cuando hablas de los espejitos de colores, de los cristales importados con los que miramos y vemos nuestro contexto. Esos espejitos, pienso, no distorsionan sólo lo que miramos, además bifurcan la percepción que tenemos sobre nosotros mismos. Por ejemplo, desde que empezó a circular Mad Men acá en el canal todos se creen Don Draper. Mejor dicho, nos creemos. El modelo Draper excede la cuestión de género. Todos actuamos como si fuesemos personajes misteriosos, sensuales, sexuados, creativos, únicos. En fin, protagonistas. Sin embargo, cuando rascas un poco la homogeneidad de identidades, empezás a notar que el universo que andamos se asemeja más a Game of Thrones que al mundo de Mad Men. Me podrás decir que la serie es una cagada. No voy a discutir eso ahora. Lo dejamos para otro día. Pero lo cierto es que de las cientos de series, de las decenas de espejos de colores que descargamos a diario, de los kilos de vidrio molido que recibimos y nos mandamos como merca cortada, Game of Thrones es la única que da en la clave. Apenas apostas por un caballo, viene una guillotina y le corta la cabeza. Durante dos temporadas haces empatía con una piba de fuego y te la bajan antes de que termines el postre en la cama. Unos capos los tipos. Se tuvieron que ir a la era del ojete para cantarnos la verdad en la cara. Desde la era del hielo y el fuego, de los reinos y la servidumbre, de los guerreros y los fantasmas, nos gritan que en la era del yo no existen los protagonistas. Nos dicen que todos somos personajes secundarios, reemplazables, que sin un nosotros no hay un yo posible.
Al fin y al cabo, como le decía a Leandro, el problema no es creernos Don Draper, el problema es vernos en la serie equivocada.
La seguimos.
Un abrazo,
Vicky Drone
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