4 agosto, 2014
Una visita a Isak Dinesen
El vendedor de humo. Nueva entrega de esta columna en la que el dibujante Lucas Nine se propone “garantizar una provisión de teorías escandalosas para discutir en la sobremesa y munir al pastenaca de un material que le permita impresionar a sus amistades”.

Desde los archivos privados de El Vendedor de Humo, rescatamos esta nota aparecida en la revista “Filatelia Hoy” (número 37, correspondiente a abril de 1960). Sin firma.
Es cierto que entre el lector argentino el nombre de Isak Dinesen no ha resonado con la suficiente fuerza como para despertar grandes pasiones. Apenas un pequeño grupo de entusiastas e intelectuales se ha ocupado de su obra, y no siempre en los términos que resultan más convenientes para un autor que merecería otro tipo de reconocimientos. En efecto, no son pocos los que confundidos por las resonancias equívocas que presenta su “nom d´plume”, han aludido al “sabor decadente de las confusas alegorías” del “señorito Dinesen”, ignorando aparentemente que tras semejante nombre literario se ocultaba la persona de la Baronesa Blixen.
Karen von Blixen-Finecke (tal su nombre completo) es una de las figuras más enigmáticas que la literatura danesa nos ha dado en los últimos años, y sirve de disculpa al cronista despistado el hecho de que los diversos avatares de su vida hayan llegado a estas tierras rodeados por el escándalo que suele acompañar al rumor malicioso antes que por la serena precisión que asociamos a la nota enciclopédica.
Baste aquí el somero recuerdo de las diversas aventuras de la Baronesa que ocupaban (en términos más bien condenatorios) las veladas de la sociedad elegante, sucediéndose a un ritmo que las volvía obsoletas en plazo irrisorio: primero, el relato de su casamiento con un primo sifilítico y degenerado (el barón Bror Blixen-Finecke), rápidamente opacado por su escandalosa fuga al corazón de África, donde, según parece, la Baronesa se habría empapado de las costumbres locales, llegando a dominar con soltura lenguas tales como el pérfido “suajili” o el arduo “mboto”.
Diversos viajeros coincidieron en ese entonces en el retrato de una Baronesa “siempre rodeada de negros”. Aparentemente, los nativos la habrían apodado «la hermana leona» tras ganarse el afecto de ellos por su coraje, su buena puntería y su habilidad como cazadora. Los rumores se interrumpían aquí, probablemente debido a la impenetrable reserva de esa verdadera muralla de carne que, formando un apretado conjunto en torno a la figura de la Baronesa, constituía por aquella época una barrera insalvable.
Su pista reaparece en Nairobi, gracias a la audacia aeronáutica del británico Denys Finch Hatton (alias “El Cazador Blanco”). La tórrida relación amorosa que siguió a su “rescate” fue uno de los escándalos más cotizados del momento, o al menos lo fue hasta que el inglés, con los nervios destrozados, se estrellase a bordo de su “Gipsy Moth” sobre las áridas laderas del Kilimanjaro.
Dados semejantes antecedentes, no es de extrañar que la figura de la Baronesa, con su aura de erotismo salvaje y desbordado, haya tentado en un primer momento a los cazadores de rumores antes que a los literatos. Sin embargo, el peso de su obra, concebida ya tras su vuelta a Dinamarca, parece complicar un poco más las cosas. El caso es que la Baronesa ha aportado páginas ya clásicas a la literatura universal; páginas que lamentablemente no hemos tenido oportunidad de leer, dada la ausencia de traducciones al castellano, pero que han provocado la aclamación unánime de una crítica habitualmente parca en elogios.
…
Quizás algo de eso explique la presencia de Este Cronista a bordo de un trineo arrastrado por perros (el “slæde”) en la helada estepa que media entre el pequeño pueblito de Rungsted y la posada de Beskidtrøv. El célebre hogar de la Baronesa se encuentra a media “vaarja” de Elsinore, como quien va a Copenhague, y hacía él nos dirigimos.
Mientras el trineo va ganando distancia poco a poco, Este Cronista no puede dejar de rememorar la débil pero indestructible cadena de eventos que le ha permitido llegar hasta este día, del mismo modo en el que los perros lo conducen (sin prisa pero sin pausa) hacia el hogar de la señorita Dinesen. La manera en la que logró convencer al señor Ricutti, el severo secretario de redacción de “Filatelia Hoy”, de incluir una breve semblanza de Isak Dinesen en la sección “Noticias del Mundo”; la feliz ocurrencia de informarle que el tal Dinesen era un delantero del Bayern-Munich; ese audaz movimiento a la salida de un banco para financiar la excursión: todo aquello, evocado sobre el blanco inmaculado de la estepa, parece ya tan lejano (y tan cercana la perspectiva de ese encuentro dulcemente postergado con la señorita Dinesen) que Este Cronista es incapaz de resistir la presencia traviesa de algunas lágrimas que, cayendo heladas, van a clavarse como tachuelas a un costado del sendero.
“-Hvor meget? “, consulto a nuestro guía.
“-Ikke for” es su respuesta; algo que podría traducirse como “No falta demasiado” o acaso “Antes de la noche llegaremos”. Resulta difícil saberlo, dado que mi danés aprendido en las Academias Pitman dista de ser el más adecuado para dominar el rudo dialecto de los aldeanos.
…
Si invita a un visitante a tomar el té, la Baronesa sirve una verdadera colación: jerez antes, luego una fiesta de tostadas y mermeladas varias, pâté frío, hígados asados, crêpes con sabor a naranja. Los diversos platos y utensilios se disponen entonces primorosamente en el interior de un vasto salón, en cuyo fondo crepita el fuego de la gran chimenea. Nuestros pasos han resonado sobre el piso de piedra hasta el momento en el que el criado, impecablemente vestido a la usanza del siglo dieciocho, ha señalado nuestro asiento. Allí estamos.
Más la anfitriona nada prueba. Nada, salvo quizás una ostra y un vaso de champaña, a juzgar por el tintineo de la cubertería en la estancia. En lugar de comer, habla. Como la mayoría de los artistas y las antiguas beldades, es lo suficientemente egocéntrica para disfrutar de sí misma como tema de conversación. Sin embargo, un parloteo débil y confuso es todo lo que llega a nuestros oídos (la idea de que habla sobre sí misma parecería haber sido sugerida por la repetida mención del primer pronombre personal, “jeg”, jalonando una serie de confusos cloqueos). Aguzando nuestra vista en la oscuridad, finalmente la descubrimos: y es que la señorita Dinesen, ubicada en una poltrona cercana al difuso resplandor de las llamas, se ha hecho paradójicamente difícil de distinguir. El tiempo la ha refinado y sintetizado; el tiempo la ha reducido a una esencia, como la uva puede convertirse en pasa, las rosas en esencia de attar.
Un gran ventanal nos permite atisbar el paisaje gélido que se recorta afuera: en el lago helado se deslizan aún los últimos cisnes del otoño. Estas aves, de un blanco tan puro que la misma nieve parece ceniza a su lado, habrían emigrado ya a otras regiones de no ser por su escasa memoria.
Ese no parece ser el caso de la señorita Dinesen, perdida en la evocación de sus pasiones. Si tan sólo fuésemos capaz de desentrañar el significado del murmullo que recorre la estancia como una pesada polilla golpeando los ventanales con sus alas rotas, quizás la clave de su vida -o al menos la clave de esas obras que algún día leeremos- pudieran revelarse ante nosotros y nuestros lectores (no, no los he olvidado, amigos de “Filatelia Hoy”).
Aproximamos para ello con cuidado y disimulo nuestra silla hacia las proximidades de la escritora, una tarea agotadora dado el peso del egregio mueble. Tarde: el aparente murmullo ha trocado, sin solución de continuidad, en un ronquido estertóreo que tras un momento se detiene por completo. ¿Duerme acaso la señorita Dinesen? Este cronista no podría jurarlo, dado que los últimos rescoldos de la chimenea acaban de extinguirse en una bruma rojiza y la creciente oscuridad del exterior invade rápidamente el cuarto.
Un gélido crujido nos informa que el lago ha terminado de congelarse, aprisionando agua y cisnes bajo un delgado manto de hielo: no de otro modo se anuncia llegada del invierno en estas regiones. A través del ventanal puede verse como el guardabosques, montado sobre patines, recorre la helada superficie del lago para cubrir las aves petrificadas bajo un paño. Según sabemos, se conservarán en ese estado hasta la llegada de la próxima primavera.
Ahora el silencio reina en el interior de la habitación. La puerta se abre, el criado espera por nosotros. La visita ha terminado.
…
Salimos, dejando atrás la alegre posada de Beskidtrøv entre copos de nieve que descienden majestuosos desde lo alto. Ante nuestros ojos, se abre la aterradora estepa helada: es preciso atravesarla en dirección a Elsinore antes de la tradicional llegada de los lobos grises que asolan la región.
Franqueada finalmente la última verja, y justo antes de enfrentarse con la inmensidad del desierto blanco, el viajero puede encontrarse con un gran papelero de metal labrado, cuya la inscripción “Put affald i stedet” (“Ponga la basura en su lugar”) resulta un último recordatorio de la labor humana antes del abismo blanco.
Y es allí donde Este Cronista arroja finalmente el sobrecito con preservativos de látex en el que se entretuvieron jugueteando sus dedos, escondidos en un bolsillo del saco durante toda la entrevista. La acción es realizada con total disimulo, justo antes de partir. Cruzamos la verja.
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