28 junio, 2014
Una polémica perturbadoramente sexy
Ezequiel Pocho Lavezzi jugó tan solo 66 de los 270 minutos que la selección argentina disputó en el Mundial. Sin embargo, todas y todos hablamos del “Pocho”, que ya es figura destacada de la competencia más importante a nivel mundial del deporte nacional. ¿Qué y quién lo consagró como tal?, ¿Qué reacciones genera este fenómeno? Una pasión ilegítima.

Ezequiel Pocho Lavezzi jugó tan solo 66 de los 270 minutos que la selección argentina disputó en la primera ronda del Mundial de Fútbol y, si bien tuvo un buen rendimiento, aún no marcó goles ni ha tenido una performance futbolística descollante. Sin embargo, todas y todos hablamos del “Pocho”, que ya es figura destacada del Mundial. ¿Qué y quién lo consagró como tal? ¿Qué reacciones genera este fenómeno? Una pasión ilegítima.
“¡Qué batacazo el de Costa Rica!”, “¡Qué grande Uruguay!”, “¡Qué buen juego el de Chile!”, “¡Qué pelea dio México!”, “¡Afuera las grandes potencias!”, “¡Arriba la Patria Grande!”.
Hace un par de semanas que arrancó el Mundial y las y los argentinos nos apasionamos con todo menos con nuestra selección que, aunque con puntaje perfecto, aún no logra convencer y mucho menos hacer gozar.
Dirán que soy pecho frío, que se crece de a poco, que lo único que importa es ganar, que nos creemos todos técnicos, que con tener al mejor jugador del mundo alcanza y sobra, pero lo cierto es que, de un equipo lleno de estrellas de renombre internacional, el que más pasiones locales despertó no lo hizo por su juego.
El fenómeno Lavezzi podría ser analizado desde múltiples aristas, lo cual no está en la intención de quien escribe esta opinión; varón, argentino, puto, feminista y libidinoso admirador del Pocho. Tampoco motiva esta nota la justificación de mi calentura que, como hemos podido constatar, no tiene nada de única ni de original, sino que se suma a un coro polifónico y pluri-genérico de sujetos deseantes en llamas.
De toda la tela que podríamos cortar en este asunto (y no hablamos de las telas que cubren el cuerpo de nuestro adonis de potrero), me genera especial interés la pregunta por cuáles son las pasiones (i)legítimas en el ámbito del fútbol y quiénes son los sujetos que aparecen autorizados a vivenciar y, sobre todo, a expresar tales pasiones.
Invasión de cancha
Aunque no sin anacrónicas polémicas, la inserción de las mujeres en el mundo del fútbol es cada vez más notable, sea en el campo de juego como árbitras, juezas de línea o jugadoras, sea en el periodismo deportivo o las tribunas. Eso sí, de hacerlo, deben demostrar, como en cualquier otro ámbito público, muchísimas más virtudes, capacidades y recorrido que la mayoría de los varones en su puesto, o se enfrentarán a una crítica lapidaria. Y esta es una de las tantas razones que explica que aún sean pocas las figuras femeninas reconocibles en este ámbito.
Así como el varón heterosexual es el dueño de la pelota y voz autorizada en este deporte, también pareciera haber pasiones legítimas y otras que no lo son. Está claro que el fútbol es canal de expresión de sentimientos que un hombre hecho y derecho sólo allí puede expresar: llorar, darse picos durante los festejos, tirarse uno arriba del otro, apoyarse, manotearse el bulto y hasta darse mordiscones. Durante los 90 minutos de juego, el contacto histérico y homoerótico es totalmente legítimo, siempre que su carácter sexuado sea moderado y fundamentalmente justificado en “la pasión”.
La reacción hetero-masculina
Hete aquí el quid de la cuestión. La consagración de Lavezzi como figura destacada de nuestra selección, no fue aclamada por la crítica periodística, ni por las hinchadas de los grandes clubes, ni por los millones de frustrados directores técnicos que la miran por TV. Quienes viralizamos su figura en las redes sociales fuimos mujeres heteros , bisexuales y trans; varones gays, putos y trans; travestis, y algún que otro varón heteroflexible o lesbiana solidaria. Sujetos diversos y deseantes, notablemente cachondos, pero idiosincráticamente outsiders del deporte nacional.
No sólo osamos invadir su cancha sino que lo hacemos sin pretender adecuarnos a las reglas de juego, a hablar como lo harían ellos, los varones heterosexuales, oscilando entre un riguroso análisis táctico y una acalorada defensa por la única pasión que compite con el calor del útero materno: la camiseta.
Más allá de que podamos o no compartir los análisis tácticos o pasiones (en mi caso lo hago), lo que suscita la reacción defensiva por parte del club de la heteromasculinidad futbolera es que le llenemos la cancha de deseos sexuales, corriendo su voz autorizada del centro de la escena.
Ante semejante blasfemia, los vemos correr desesperadamente detrás de la pelota, reclamando “mía, mía”, con improvisaciones tácticas propias de selección mundialista primeriza.
A mi entender, el problema no está en la supuesta cosificación (que supone la posesión del poder y los recursos que en este sistema hetero-patriarcal no tenemos), ni está en la supuesta reproducción de un modelo de belleza hegemónica (hablamos de un morocho retacón con tatuajes de tumbero, no de Beckham). El problema, a mi entender, está en la defensa del fútbol como propiedad de la masculinidad heterosexista, que sólo puede derramarse hacia otros sujetos sexuados en tanto se mantengan a raya con las reglas del juego.
El problema es que le llenemos el deporte de lujuria, que sean otras las pelotas que persigamos y que haya penetraciones más deseadas que las del balón en el arco rival.
El problema es que esta vez, los chongos del fútbol argentino, quedaron todos en off-side.
Luciano Fabbri
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